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Donde soy lo que fui

Por Daniela Eloísa

Publicado el lunes, 22 de octubre del 2018 a las 12:55


Hay dos mecedoras afuera de la casa de mis abuelos y, no importa qué tan mal me vaya, siempre puedo ir a sentarme en una de ella

Hay dos mecedoras afuera de la casa de mis abuelos y, no importa qué tan mal me vaya, siempre puedo ir a sentarme en una de ellas, bajo el canto de los nogales, y sentirme dichosa.

Dudo tenga que ver con que el aire es más puro ahí; viento fresco, ligero, de ese que constantemente está contando una historia, casi nunca es la misma, pero sin importar lo que diga, no puede ser malo.

Tampoco tiene que ver que estén afuera del lugar que me vio crecer; una casa vieja y con ventanas grandes y oscurecidas por las inclemencias del tiempo, con jaulas para aves, de aves que murieron hace años, colgando de puntos estratégicos en la pared, y grietas que cuentan los años sobre muros que todavía pueden sostener sueños.

Cualquiera que sea la razón, lo que importa es que esas mecedoras han estado ahí por tanto tiempo que no puedo imaginar que hayan pertenecido a otro lugar y confortado a otras personas.

Aunque sean dos y eso signifique que podría estar acompañada, es cierto que nunca me he sentido sola una vez que he decidido entregarme a ese pequeño espacio que me mece como si fuera la cosa más preciada del mundo.

A veces el sólo hecho de verlas desde la puerta o recargada en algún nogal ya es un alivio. Dejarme picar por los mosquitos antes de decidir que está bien sentarme y olvidarme de las cuentas, las listas de pendientes y las migrañas, también es parte de la rutina.

No voy a mentir, hay mañanas que me levanto ansiosa por mirarme al espejo y encontrarme, pero casi nunca reconozco los ojos que me miran. La mujer del espejo no puedo ser yo…

Sin embargo, al sentarme en una de esas mecedoras, echar la mirada hacia arriba y escuchar un concierto de cenzontles o los arrullos de los grillos y las chicharras, resulta increíble lo plena que puedo sentirme cuando soy observada por las ventanas, las jaulas vacías y las grietas… y entonces ya no necesito un espejo, porque sé que encontré mi reflejo; uno que puede ser tan hermoso como una nube al atardecer y tan brillante que haría fruncir el ceño a cualquiera.

Y lo mejor es que no importa cuántas veces me pierda, ellas siempre estarán ahí, listas para sonreírme.

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