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Esperanza y alegría para niños sin hogar

Por Rosalío González

Publicado el viernes, 1 de septiembre del 2017 a las 08:00


Desplazados de su tierra acompañan a sus padres jornaleros en Chapula.

Saltillo, Coahuila.- Tienen entre 6 y 12 años de edad; han pasado toda su vida como nómadas entre ejidos y campos de cultivo en diferentes municipios del país, son los niños errantes, desplazados por la pobreza, la violencia y la falta de oportunidades en sus pueblos.

En marzo llegaron 28 estudiantes nuevos a la primaria Lázaro Cárdenas de Chapula, un ejido en las entrañas al sur de Saltillo, donde hay pisca de tomate, albahaca y cilantro, vienen siguiendo a sus padres que reciben el salario mínimo por pesadas jornadas de trabajo.

Cuando llegaron a Chapula, algunos de los niños no tenían ni siquiera zapatos para andar en su nueva tierra, por eso los vecinos se organizaron para donarles ropa y calzado usado, sin embargo, sus anhelos van más allá, “yo sueño que un día me voy a quedar en un lugar y voy a tener una casa de dos pisos”.

Fernando llegó en marzo junto con la migración de trabajadores, tiene 11 años y es la primera vez que viene a Saltillo, antes estuvo en Sinaloa en el campo de El Diecisiete, donde hacen pisca de tomate.

A su corta edad Fernando Díaz de Jesús conoce la mayoría de los campos de cultivo del norte del país: San Armando, Milenio, El Diecisiete y Beltrán en Sinaloa, además de los que hay en Baja California y Coahuila.

Los padres de Fernando como los del resto viajan a los campos contratados por empresas para piscar uva, manzana, fresa, tomate o hierbas de olor; le dan vida al campo en tierras que no son las suyas.

ARREBATADOS POR LA NECESIDAD

El profesor Felipe de Jesús Cisneros director de la escuela Lázaro Cárdenas en Chapula, dice que los niños como Fernando no logran terminar los ciclos escolares porque la prioridad de sus familias es conseguir trabajo y un contrato sin cortar el ingreso de recursos a sus hogares.

No hay otra forma en que estos niños conciban la vida; “una vez –dice Jesús Ramos Martínez, un niño de 10 años que igual viene de una pisca en Sinaloa– me quedé cuatro años en una sola casa y fue muy bonito porque estaba con mi abuelita y mis papás”.

La necesidad les arrebató las raíces de toda su infancia, crecieron sin gran parte de las cosas que los niños disfrutan: una bicicleta, una habitación, juguetes y amigos, extrañan tanto a sus amigos.

A Chuy y Fer los acompaña Carlos Manuel Ortiz, de 10 años y recita de memoria los nombres de los campos de cultivo; recalca en cuáles han trabajado sus padres y en cuáles no.

“Yo estuve hace dos años aquí en Chapula (Coahuila), y en Sinaloa mis papás trabajaron en El Diecisiete y en San Armando, pero nunca he conocido ni Milenio ni Beltrán”, dice mientras sujeta su abundante cabello liso.

De su infancia, los mejores recuerdos que tienen son los caminos y el campo que han sido sus hogares, parques y zonas de juego, la escuela de su vida.

“Lo mejor de viajar –comparte Fernando después de pensarlo mucho– es que puedes ver el tren, en muchos lugares donde he estado hay trenes, pero solamente eso tiene de bueno viajar
tanto”.

DOMINAN LA GEOGRAFÍA

Aunque estos pequeños han estado en más de tres entidades del país, no conocen casi nada de ninguna, no salen de los lugares donde los tienen viviendo y las escuelas a las que asisten se encuentran en los mismos ejidos.

En Chapula, según narran los niños, sus familias viven en cuartos pequeños donde se acomodan todos los integrantes, ahí hacen su vida cuando salen del trabajo, “hay un lugar con agua para que se laven nuestros papás cuando terminan la pisca”, narra Esmeralda Reyes.

Una de la materias que más conocen los pequeños migrantes es la geografía, hablan del norte y el sur del país como dos polos completamente opuestos.

“Yo vengo del sur”, se presenta Marisol de 11 años; “tú siempre con tu sur Marisol, ya te hemos dicho que digas Oaxaca, no sur”, la reprende su hermana Esmeralda, dos años menor que ella.

“A mi hermana ya le hemos dicho que no diga ‘el sur’ porque muchos venimos del sur, entonces la gente no sabe de qué parte del sur venimos”, explica Esmeralda.

A sus pocos años los errantes saben que en el sur, donde se quedaron sus abuelas, sus tíos y primos, su familia, donde corren sus raíces profundas y dignas, es un lugar sin empleos para sus padres y donde difícilmente pueden acceder al dinero que les provee el campo norteño, más cercano a los Estados Unidos y más industrializado.

“Michoacán también está en el sur ¿verdad?, yo soy de Pátzcuaro, Michoacán, y también vine con mis papás a trabajar”, se une Érika Chávez Pagua a la conversación, es una niña ágil y de felicidad contagiosa.

El desempleo y la inseguridad han movido a decenas del sur y centro del país hacia otras zonas del país, y en algunos incluso los ha hecho perder la identidad de sus lugares de origen.

“Somos de Oaxaca, pero no sé de qué lugar –responde Esmeralda– porque nunca hemos vivido ahí; sólo nací ahí en Oaxaca y cuando descansamos vamos, pero no vivimos ahí”.

Las necesidades de estos niños son amplias: ropa, calzado, amigos; pero será la educación el único recurso que les cambie radicalmente la vida y les muestre un horizonte diferente y
mejor.

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