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‘Jeepeada’ de reyes; el camino de los olvidados

Por Ruta Libre

Publicado el lunes, 16 de enero del 2017 a las 18:00


Entre caminos de polvo y piedras, recorren en sus jeep los poblados a los que ni siquiera llegan los apoyos del Gobierno

Por: Jesús Castro

Saltillo, Coah.- A lo lejos se ve a un hombre alto, corpulento y de abultado vientre que arrastra los pies en la vereda del ejido Astillero. Lleva en su hombro un palo largo con una reata amarrada en uno de los extremos. Su cuerpo pende de dos muletas, pero está allí arreando una docena de chivas.

Jesús Domínguez, el pastor en muletas que hace quesos para medio vivir y cuya ganancia se va en atender su enfermedad con médicos particulares, eleva la vista. Se quita el sombrero. Observa una polvareda alta allá en el horizonte y reconoce el zumbido. Son jeeps.

Cuando ya sus ojos logran acostumbrarse a la luz y el polvo lo deja ver la caravana, recuerda la fecha. Son los primeros de enero. Es la jeepeada que cada año llega para ayudarlos a mitigar un poco su pobreza. Rápido ondea la reata y hace a un lado a las chivas para abrir paso. Los ve entrar al pueblo, levanta una mano en señal de saludo y luego sigue guiando a los animales.

Veinte vehículos todoterreno serpentean el camino lleno de piedras y pozos. Por ahí sólo pasan mulas, chivas, caballos, bueyes y una que otra camioneta desvencijada. La vereda no representa ningún obstáculo para los jeeps que llegan hasta la capillita del Santo Niño de Atocha.

El primero que baja es Max Cámpora, el líder de la jeepeada, el que va siempre al frente para guiar la caravana. El último en descender de su vehículo es Luis González, quien ocupa el lugar que ellos llaman “la barredora”, y que se encarga de que ningún compañero se atrase.

Hace dos horas que salieron de Saltillo. Una espesa neblina rodeaba a sus jeeps, cubriendo además de pequeños cristales los gorros, guantes y chaquetas. Camionetas cargadas de juguetes, cobijas, ropa y despensas esperaron la foto oficial de la decimotercera salida a los ejidos para recorrer el camino de los pueblos olvidados, allá donde viven los pobres de entre los más pobres.

Son las ganas de ayudar a los habitantes de 10 ejidos en los límites de Saltillo, Parras y General Cepeda lo que anima a este grupo de jeeperos y sus familias a recorrer caminos inhóspitos y entregar un poco de lo suyo, visitando comunidades a donde los políticos no van ni por el voto.

Max y Luis iniciaron la que llamaron Ruta Reyes Magos con un grupo de jóvenes aventureros con muchas ganas de ayudar. Al principio se trataba de llevar juguetes a los niños pobres de aquellas comunidades el 6 de enero y sólo acudían los choferes de los vehículos.

Ahora hacen el recorrido junto con sus esposas e hijos, quedándose a acampar en la sierra. El sábado 7 de enero lo volvieron a hacer. La caravana de 20 vehículos del Club Saltillo 4×4 salió de un centro comercial al sur de Saltillo y tomó el rumbo hacia la carretera a Zacatecas.

‘YA NO IRÁN A LA ESCUELA’

La temperatura de -4 grados centígrados los acompañó hasta el ejido Carneros. Allá el cielo se despejó y el sol descongeló la escarcha en los cofres. Recorrieron menos de media hora la carretera hasta encontrar una brecha de terracería en la que comenzaron a levantar polvo.

El primer ejido al que llegaron se llama San Felipe. Lo encontraron hace casi 14 años, cuando recorrieron el camino principal y alguien les dijo que allá, por una brecha que casi nadie recorre, había un pueblito de niños y viejitos.

Lo primero que hay cuando se llega al pueblo es una tiendita. La única que tienen. A un lado está Francisca López cargando a un bebé de 8 meses. De piel tostada por el sol, a la mujer le brillan los ojos cuando ve llegar los jeep. Abraza a sus otros dos niños, Estrella, de 6 años, y Ángel, de 2.

Ella vive en un cuartito de adobe con un jacal a un lado. Su marido está ausente. Él trabaja en Bachoco como casi todos los hombres del pueblo porque ya van varios años que el campo no produce ni el maíz ni el frijol que los abuelos sembraban cuando había agua.

Ella y los niños corren a dar la bienvenida a la jeepeada. De las camionetas bajan ropa. Los hijos e hijas de Max, Luis y el resto de los jeeperos organizan la entrega de juguetes a los niños y la rifa de una bicicleta.

Las mujeres platican. Viejitas abrazan a las esposas de los jeeperos. Y los pequeños, con tenis gastados y suéteres rotos, abren los ojos como platos al recibir un ejemplar de los Transformer del tamaño de su brazo o una Barbie todavía empaquetada.

Francisca recibe una despensa. Es de las pocas jovencitas del ejido. Al recibir el apoyo no sabe cómo agradecer; aprieta con fuerza al bebé y sostiene la despensa con una sola mano. Se le pregunta si llegan otro tipo de apoyos de Saltillo y su respuesta es negativa.

“No. ¿Esos cuándo voltean para acá? Mejor vienen otras gentes que el Gobierno”, dice la joven de no más de 25 años. Su presencia contrasta con la de doña Juanita. Cruzada de brazos no sabe a quién pedir, se queda mirando. Alguien la acerca. Quiere un suéter, una despensa, unos zapatos.

Su esposo murió hace unos meses. Sus ojos todavía se ponen llorosos cuando lo dice y ella sobrevive de lo poquito que le puede dar la única hija que queda en el ejido. Los otros seis hijos ya se fueron a vivir a otros lados, buscando trabajo y los nietos, como el resto de los pequeños, corren alegres sin saber que así seguirán el resto del año, porque ya no irán a la escuela.

“Ya ni a la escuela van a ir los niños porque ya aumentaron mucho la gasolina, y ya no los van a llevar. Los llevaba una camionetita hasta el ejido Buñuelos, aquí a cinco kilómetros”, revela Francisca. El dinero que gastarían de más en pagar la gasolina de la camioneta prefieren usarlo en comida o medicina porque para allá ambas son caras y escasas.

‘ACÁ NO LLEGAN POLÍTICOS’

Al terminar la rifa para entregar una de las bicicletas, los jeeperos regresaron por la brecha al camino principal y de ahí siguieron hasta el ejido La India. Se detuvieron junto a la capilla porque del otro lado del camino estorban dos grandes tinacos para el agua, uno de hierro y el otro de plástico. Ambos vacíos. Ninguno tiene logos de Gobierno o partidos políticos. No los hay ni en el resto del pueblo, allá no llegan las elecciones.

Dos mujeres platican mientras otros vadean el hormiguero junto al que se han instalado los jeeperos. No se acordaban de ellos, pensaron que era alguna campaña de esas con gente que viene a pedir el voto. De las que no ven desde hace décadas.

“¿Quiénes son? ¿Ya vienen por el voto?”, alcanzó a decir la más grande, de pelo recogido. La otra, doña Eulalia, le susurra algo al oído y ambas se ríen a carcajadas. Les preguntamos el motivo de la risa. “Porque acá ni los políticos vienen por el voto, estamos olvidados”, contesta.

Y es cierto: la mayor parte de aquellos ejidos carece de pintas con emblemas partidistas. Uno que otro logo de las administraciones municipales o estatales pero no más. Se acabaron los tiempos en que al menos se acordaban de ellos para llevarles despensas a cambio del voto.

A Max Cámpora no le interesan los votos, la gente lo sabe. Su esposa abraza a las pocas viejitas que quedan en el ejido, les pregunta cómo están y qué más necesitan; ellas la reconocen. Ahí hay algunos niños y una pequeña de 10 años, de vientre abultado y cara desconfiada, que se niega a platicar. “Es que yo no sé. ¿Pos qué voy a decir? Mejor a ella”, dice, y se oculta tras su madre.

La chiquilla carga la cobija, los juguetes, la despensa. Toma de la mano a su hermanito menor y se encamina junto con sus padres. En el camino se oye decir a su mamá: “¿verdad que tú no te vas a casar?, ¿verdad que te vas a quedar a cuidarnos cuando estemos viejitos?”. La niña asiente con la cabeza y abraza el peluche que le acaban de regalar.

‘SE ME MURIERON TODOS’

De La India salieron los jeeps con rumbo al siguiente ejido, El Fraile. A la entrada hay una antigua estación de ferrocarril y el camino por donde alguna vez hubo vías y durmientes, comercio y un futuro próspero que se acabó cuando el ferrocarril dejó de pasar por ahí.

Cuando los jeeps llegaron, las siete familias que aún habitan el pueblo se acercaron con las manos extendidas, entre ellos dos viejecitos con 40 años de casados: Isidro Herrera y Gabina Castillo. Ambos nacieron en el ejido Garambullo. Allá también se casaron pero el hambre los hizo huir de aquel sitio, al que jamás regresaron.

“Nos vinimos de allá por la pobreza. Allá fue muy duro, mejor nos vinimos aquí. Allá días comíamos y días no comíamos”, platica Gabina. En Garambullo su esposo ganaba unos cuantos pesos por semana tallando lechuguilla, pero con eso no completaban para comer.

Tuvieron siete hijos pero se les fueron muriendo. Algunos al año, otros a los meses de nacidos. La enfermedad y el hambre se los arrebataban, dicen ellos. La pobreza no les tuvo piedad.

“No teníamos qué darles de comer a los pobrecitos, por eso se nos morían. Nomás se logró este y ya tiene 18 años”, expresa don Isidro mientras señala al joven de bigote y cejas pobladas, que padece cierto retraso mental pero ha crecido fuerte y obediente.

Así llegaron a El Fraile, huyendo del hambre y la muerte. Acá se empleó donde le dieran trabajo, hasta que un patrón lo ocupó para cuidarle las vacas por 500 pesos a la semana. Con eso paga 50 pesos al mes para rentar los cuartos de la antigua primaria y mantiene a su esposa e hijo.

Es el único hijo, el joven Isidro, quien carga con las cobijas y la despensa que los jeeperos les regalan. Su padre, un hombre de 78 años, con la dentadura floja y la mirada de profundo agradecimiento, se despide del brazo de su mujer. Ambos sonríen mientras se despiden y luego se pierden entre el terregal, con rumbo a la escuela sin alumnos que se convirtió en su casa.

A PUNTO DE PARIR

La caravana salió de El Fraile, satisfecha de ayudar a un pueblo que se niega a desaparecer. De ahí, los jeeps se fueron al siguiente ejido, al que llaman Notillas, pero que se ha vuelto conocido porque ahí nació el cantante norteño Cornelio Reyna.

Con una semana de anticipación el jeepero Ubaldo Valdez y su esposa Roxana supieron que en ese ejido había una joven embarazada sin la posibilidad de comprar una cuna para el bebé. Ellos se la consiguieron y ese día se la llevaron.

Apenas bajaron la cuna blanca, que llenaron de juguetes, cobijas y otros regalos, gritaron desesperados dónde estaba la embarazada. Tímida se acercó Nohemí Marisol Gámez: “Soy yo”. Luego acalló un grito de alegría apretándose los labios con una mano, porque la otra se fue a su vientre.

Ella es de Saltillo, pero conoció a su actual esposo en un baile. Se enamoraron y se casaron. Desde entonces Juan Reyna, su marido, se la llevó a vivir a Notillas, mientras él se empleó en una empresa de Derramadero. Ahora el ejido vive de eso: sus hombres dejaron el campo, que ya no produce por las fábricas automotrices.

La cunita les llegó a tiempo, porque mientras niños hacían fila esperando una pelota y las pequeñas un oso de peluche, su bebé estaba pataleando por salir también a usar su recién llegado regalo.

“Ya hoy me alivio. Estoy ya por irme a tener a mi bebé”, dijo Nohemí sin preocupaciones. Su suegra Petra Pérez lo confirma. Estaban esperando la caravana para irse y así fue, apenas recibió su despensa se fueron a casa. Curiosamente pasaron junto al viejo aljibe comunitario en el que alguna autoridad tuvo la ocurrencia de pintar la frase “protégete, usa condón”.

El resto de la gente, algunos provenientes de otros pueblos cercanos, siguen haciendo fila esperando sus despensas junto al estanque de agua que en otro tiempo surtía al ejido y que ahora está seco. A los niños les instalaron un columpio y a las niñas les rifaron una bicicleta.

CON LOS PIES EN RASTRA

Es Astilleros el ejido en donde vive Jesús Domínguez. El hombre no se acercó a la caravana, sólo su esposa e hijos. Él pastaba a sus chivas cuando los jeeps llegaron. Arrastraba sus pies haciendo un gran esfuerzo sobre sus muletas para evitar que los animales se metieran al corral de los vecinos.

Hace unos meses todavía acompañaba a las chivas hasta el otro ejido mientras las cuidaba. Ahora ya no. Un intenso dolor en la cadera lo hizo caer en cama, dejó de ordeñar y hacer el queso que luego llevan a vender. Fue su esposa quien comenzó a hacerlo hasta que un día agarró fuerzas, subió a la camioneta con la que reparten los quesos y viajó a Saltillo.

Con el dolor encajado en cada salto del vehículo, llegó hasta una clínica donde gastó los mil pesos que gana en una semana vendiendo quesos en atención y medicamentos. El dolor disminuyó, pero no desapareció.

A la siguiente vez fue con una doctora particular y dijo sentir una mejoría, pero cada vez que va, al menos dos veces al mes, gasta 600 pesos de gasolina, 500 de la consulta y otros 400 en medicamentos. La mayor parte del ingreso familiar se va en servicio médico particular porque la gente del campo no tiene derecho a clínicas del sector salud, menos a hospitales.

Tiene dos hijos, Alejandra, de 13 años, y Yasiel, de 12. El menor está a punto de terminar la primaria en un ejido cercano y la adolescente, que va en primero de secundaria, quiere ser licenciada cuando sea grande.

“Yo le digo que estudie, porque si ella no estudia yo soy perdido. No sirvo ya. Sólo estudiando me puede ayudar”, dice don Jesús. Sigue arrastrando los pies y hace una leve mueca de dolor. Se seca el sudor de la frente y pide a Dios unos años más para sostenerse aunque sea sobre muletas para terminar de darles estudio a sus hijos para que le ayuden a salir de esa pobreza.

Dice que al menos esa semana ya no batallarán con la despensa porque les llevaron los de la caravana. Cómo quisiera que el Gobierno hiciera lo mismo de vez en cuando, dice, pero no. Cuenta que hace tiempo supo que el programa de 65 y Más llegaría al ejido. Todavía lo siguen esperando.

‘POR LA VOLUNTAD DE DIOS’

Al salir de Astillero, la caravana volvió a dejar alegría y algo de esperanza, también una estela de polvo con rumbo a Palmas Altas, el siguiente ejido. Al llegar al pueblo lo primero que vio Max fue una alfombra verde junto al camino principal.

Le dicen cortadillo y son variedades de una planta que crece silvestre en las lomas desérticas alrededor del pueblo, y que los jóvenes van y cortan en racimos de medio metro de largo para luego secarlas tendidas al sol.

“El señor Miguel Pineda lo compra, vienen los compradores de Cadereyta, pero no sé qué sacarán de eso. Lo compran el kilo a 10 pesos, de eso vivimos. No quiere llover… no levantamos nada de cosecha, ya tiene años que no levantamos nada”, platica Juan Saucedo, un anciano desdentado de 78 años, de fácil plática y andar pausado gracias al bastón de vara de árbol que lo acompaña siempre.

Ahí abundan los niños. Hay una placita de juegos infantiles que la Ruta de los Reyes les instaló hace algunos años. Parece una pequeña fiesta donde los adolescentes de la caravana juegan pelota con los niños del pueblo; los adultos platican mientras reparten ropa.

También piden favores. Una instalación solar, dice otro anciano, para que funcione la bomba con la que sacan el agua del pozo, porque la que tienen gasta tanta electricidad que el recibo está llegando a 5 mil pesos mensuales y que a duras penas pueden pagar entre todos los del pueblo, y eso que la bomba sólo funciona cada tercer día.

“Aquí ‘vivemos’ nomás por la voluntad de Dios y la ayuda de ustedes de vez en cuando”, expresa don Juan, luego se sienta a mirar cómo Alexa, Irvin y Uriel, sus nietos, se emocionan con las bolsas llenas de juguetes que les trajeron los Reyes Magos.

OLOR A LEÑA Y CAFÉ

Ya es tarde. Pasa de las 18:00 horas y el camino semidesértico se va quedando atrás. La caravana comienza a ascender por veredas que poco a poco se van poblando de arbustos hasta que el verde domina el paisaje y un bosque con prados se extiende como alfombra a los lados del camino.

Así llegan hasta Santa Victoria, el ejido en el que tienen su hacienda los dueños de la empresa que hace el famoso Café Oso en Saltillo. En la puerta principal de la fachada del que fuera el casco principal todavía está el número 1908, que cuentan los lugareños, es el año en que construyeron el inmueble.

Es junto a esa propiedad –ahora de don Mauro Cedillo– donde los jeeps se estacionan y bajan los apoyos. Hay menos niños, la mayoría son mujeres y ancianos. Los hombres se quedaron a una cuadra, observando de lejos, como si se cuidaran de algo.

“Aquí hace falta de todo pero nadie dice nada. Somos pobres, pero felices”, confiesa Rosalío García. Él es uno de los pocos hombres que se acerca. Recibe una cobija, una chamarra y luego se va, sigiloso, como arrastrando su sombra.

El sol se está escondiendo y en las casitas bien alineadas, con fachadas de colores azul, crema, verde o amarillo, huele a café. El aroma a cena que se prepara sobre cocinas de leña se dispersa por el poblado.

Es un aroma que evoca otros tiempos, otras épocas. Recuerdan las tardes que vivieron los abuelos sin luz eléctrica o gas. Allí en Santa Victoria parece que se detuvo el tiempo, parece que la modernidad se quedó lejos.

Incuso el Dios en el que creen sólo los visita cada 15 días, cuando llega hasta el ejido el sacerdote que oficia misa en una de las dos capillas del pueblo. Oficia en la más pequeña, porque la grande es parte de la hacienda que los dueños están remodelando y a la que sólo entran una vez al año, el 6 de agosto, para celebrar al Santo Cristo.

SE ACABÓ EL TRABAJO

La noche llegó, una parte de la caravana regresó a Saltillo. Diez vehículos se quedaron a acampar y por la mañana salieron rumbo a La Casita, un ranchito que debe su nombre a eso, a una casita deshabitada desde hace más de ocho décadas porque ni los más viejos recuerdan si llegó a tener moradores.

El pueblo que alguna vez tuvo escuela luce casi desierto. Si acaso llegaron a recibir juguetes media docena de niños, acompañados de dos mujeres adultas y tres adolescentes, una de ellas con el cabello teñido de rojo.

Dos hombres observan el reparto. Son Emiliano Pérez y Tímoti Torres. Él segundo le debe el nombre a su padre, que hace más de 70 años se fue de mojado a Estados Unidos y en vez de dólares, trajo una serie de costumbres raras y el nombre que le daría a su primogénito.

Allí ya no hay trabajo. En La Casita nadie siembra, nadie talla fibras, nadie cuida ganados. Nadie vende nada. Los jefes de las 10 familias que quedan se emplean en programas de la Comisión Nacional de las Zonas Áridas, Conaza, o de la Comisión Nacional Forestal, Conafor. Les pagan por realizar conservación de caminos, delimitación de brechas cortafuego, cuidado de la vegetación, implementación de huertos familiares o construcción de gaviones.

“Nos dan un apoyo y de eso vivimos, del programa del Gobierno, no hay más. Se acabó el trabajo”, explica Emiliano, sin atreverse a confesar el monto de aquellos apoyos o la periodicidad con la que los reciben.

La vida allí se acaba de a poco. Los salones que sirvieron de primaria están olvidados, la cancha de basquetbol que les construyó la SEP fue adaptada como vivero para pinos, con los que luego reforestaban algunas áreas, pero como escasea el agua, desde hace casi un año que no funciona.

A los niños sí los llevan a la escuela del siguiente ejido. Los jovencitos ya se fueron a trabajar a General Cepeda, Parras o Saltillo, pero las adolescentes ya no estudian la secundaria, se quedan a ayudar en sus casas hasta que sean casaderas y se vayan con sus maridos a otra parte.

Lo único alegre en La Casita, además de los tres niños que risueños agradecieron sus juguetes, fue un perro al que llaman “Firulais”, que celebró la visita corriendo de un lado a otro. El resto apenas dijo gracias con la cabeza agachada, ya con rumbo a sus casas.

Salió de ahí la jeepeada todavía con juguetes y ropa, los llevaron al siguiente pueblo: La Rosita. Así terminaron Max y Luis el recorrido, al lado de sus hijos y el resto de los jeeperos. En dos días llevaron apoyo, alegría y esperanza a pueblos que, por lo menos una vez al año, no se sintieron tan olvidados.

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