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Meena tiene 11 años, nació en una cárcel de la que nunca ha salido

Por Agencias

Publicado el jueves, 7 de diciembre del 2017 a las 18:39


En Afganistán es una práctica común encerrar a los niños pequeños con sus madres, en especial cuando no hay más parientes

New York Times / Jalalabad, Afganistán.- Meena ha contraído varicela, sarampión y paperas en prisión. Nació aquí, la amamantaron y destetaron aquí. Ahora tiene 11 años y ha pasado su vida entera en prisión y probablemente pase el resto de su niñez aquí también.

La niña nunca ha cometido un delito, pero su madre, Shirin Gul, es una asesina serial sentenciada que cumple cadena perpetua y, conforme a una política carcelaria afgana, su hija puede permanecer con ella hasta los 18 años.

Meena incluso nació en prisión y nunca ha estado fuera de ella, ni siquiera para una visita breve. Nunca ha visto un televisor, dijo, ni tiene idea de cómo es el mundo exterior.

Su situación es extrema, pero no única. En el ala femenil de la cárcel provincial de Nangarhar, es una de los 36 niños que están en prisión junto con sus madres, un total de 42 mujeres. Sin embargo, ninguno de los demás niños ha pasado tanto tiempo en custodia, ya que la mayoría de las sentencias de sus madres son mucho más cortas.

En Afganistán es una práctica común encerrar a los niños pequeños con sus madres, en especial cuando no hay más parientes cercanos o cuando los padres están ausentes o distanciados. Los defensores de los niños calculan que hay cientos de niños afganos encarcelados cuyo único delito es tener a una madre que ha recibido una sentencia.

Existe un programa que dirige orfanatos para niños cuyas madres están en prisión, pero las mujeres tienen que aceptar dejar ir a sus hijos e hijas y el programa no abarca muchas áreas de Afganistán, como Jalalabad.

En la prisión de Meena, las celdas de las mujeres se encuentran distribuidas en torno a un patio espacioso con árboles de moras que lo resguardan del sol. En ese patio, los niños tienen total libertad de acción. Hay algunos columpios oxidados, hechos en el lugar, travesaños y resbaladillas que desembocan en charcos lodosos.

En una de las celdas hay un salón escolar con un pizarrón blanco y una mezcla de bancas y sillas, en el que hay espacio para dieciséis niños en ocho mesas. La misma persona da clase a tres grados (primero a tercero), una hora al día a cada grado; a los 11 años, Meena solo ha logrado llegar al segundo grado.

Cuando me reuní con Meena, se sentó, apretando una bolsa de plástico amarilla bajo su chal. “He pasado toda mi vida en esta prisión”, dijo, durante una entrevista tensa en el ala de mujeres el mes pasado. “Sí, me gustaría poder salir. Quiero irme de aquí y vivir afuera con mi madre, pero no me iré sin ella”.

Meena hablaba con voz suave, se mostraba serena y cortés, con su cara redonda y angelical enmarcada por un sencillo hiyab. Su madre fumaba sin cesar, encendiendo el siguiente cigarro con el que estaba a punto de apagarse, desenvuelta y extrovertida, tatuada en un país en el que los tatuajes se consideran irreligiosos, con el velo torcido que dejaba ver el cabello veteado por la henna.

“¿Cómo cree que se siente?”, dijo Gul, impaciente ante las que consideraba preguntas estúpidas. “Es una cárcel, ¿cómo debería sentirse? Una prisión es una prisión, incluso si es el cielo”.

Una pregunta sobre por qué Gul no dejaría que su hija se fuera enfureció a la madre aún más. Lanzó una diatriba en contra del presidente de Afganistán. “Usted, señor Estados Unidos, dígale a ese ciego de Ashraf Ghani, su marioneta, su esclavo, dígale que me saque de aquí”, dijo. “Yo no cometí ningún delito. Mi única falta es que cociné comida para mi marido, que sí cometió un delito”.

El hombre al que llama su marido, Rahmatullah (nunca se casaron legalmente), fue sentenciado junto con el hijo de ella, su cuñado, un tío y un sobrino por su participación en los asesinatos y robos de veintisiete hombres afganos de 2001 a 2004. Los fiscales afganos dijeron que Gul era la cabecilla de la banda.

Gul, quien trabajaba como prostituta, llevaba a casa a los clientes, muchos de ellos taxistas, y les servía kebabs con droga, para que después los miembros de su familia robaran, asesinaran y enterraran a los hombres en los patios de dos casas pertenecientes a la familia.

Los seis fueron sentenciados a muerte y los cinco hombres murieron ahorcados. Sin embargo, Gul se embarazó mientras estaba en el corredor de la muerte, de tal manera que fue necesario retrasar su ahorcamiento. Después de que dio a luz a Meena, el presidente en turno, Hamid Karzai, cambió su sentencia a cadena perpetua, según el teniente coronel Mohamed Asif, director del pabellón femenil del centro penitenciario.

Primero, Gul afirmó que ella nunca confesó haber cometido los delitos; después dijo que la habían torturado para la que lo hiciera. Frustrada, hizo gestos de garras con las manos del otro lado de la mesa y siseó: “Te voy a matar. Voy a ir hasta donde estás y te voy a sacar los ojos”.

Meena le tocó el hombro discretamente para tratar de calmarla, se llevó uno de los dedos a los labios y emitió un “Shh”. Su madre se sosegó, brevemente.

La niña seguía sosteniendo su bolsa de plástico amarilla; en su interior había un bulto envuelto en un paño de cocina rojo y blanco cuidadosamente doblado.

“¿Qué tienes ahí adentro, Meena?”, pregunté.

“Fotos de mi papá”, respondió.

Rahmatullah (quien como muchos afganos solo tiene un nombre) también fue sentenciado por matar al marido legal de Gul, un coronel de policía, cuando Gul y Rahmatullah tenían un amorío. El cuerpo del coronel fue uno de los que se encontraron enterrados en los patios de las casas familiares en 2004. Rahmatullah también fue un pedófilo sentenciado, un ladrón y un presunto excomandante talibán.

Sin embargo, es casi seguro que no fue el padre biológico de Meena; las fechas no concuerdan. Ya estaba en prisión cuando implicó a Gul en los asesinatos y se encontraban en prisiones de distintas ciudades cuando Meena se embarazó. Los funcionarios afganos dicen que un guardia desconocido de la prisión fue el padre biológico de Meena y los funcionarios acusan a Gul de embarazarse a propósito para evitar la horca.

Meena fue mostrando una por una las fotografías, mirando por más tiempo una que otra, incluyendo dos de Rahmatullah muerto, después de su ahorcamiento, en una mortaja para su entierro con el rostro visible, que no era agradable a la vista.

En una entrevista de 2015 con The New York Times, Gul admitió que ella y Rahmatullah habían matado juntos a su marido.

Cuando hablé con ella lo negó. “Todo fue culpa de Rahmatullah”, dijo Gul. “No estaría aquí de no haber sido por él. Deberían ejecutarme, Meena me lloraría un día y luego esto se habría terminado. En cambio, soy yo quien llora todos los días; es una muerte lenta, morir todo el tiempo”.

En sus momentos más tranquilos, Gul tenía un mensaje sencillo y escalofriante que transmitir: Meena merece su libertad, pero no la obtendrá salvo que su madre también sea libre.


“¡Digan eso a Ashraf Ghani!”, exigió.

Los niños en prisión son un escándalo sin una solución fácil, dicen los activistas. “Si no cometiste ningún delito, no deberían castigarte, y esos niños no cometieron delito alguno”, comentó Bashir Ahmad Basharat, director de Child Protection Action Network, una agencia cuasigubernamental.

Mantener a los niños en prisión viola las normas internacionales, así como las leyes afganas, comentó Basharat, a pesar de que la práctica sea tan generalizada. “Pero es algo en lo que no tenemos otras alternativas”.

Cuando llegó la hora de decir adiós, Meena extendió la mano para despedirse de todos de manera educada y después se dirigió al otro lado del patio con Salma, de 10 años y su mejor amiga, con su bolsa de plástico amarilla todavía bajo el brazo.

Gul, quien para entonces ya se había tranquilizado, también se despidió cortésmente dando la mano con una mirada desafiante y audaz. “Denme dinero”, dijo.

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