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Confesiones de un sicario: “Nadie puede perdonarme por lo que hice” (I)

Por Agencias

Publicado el viernes, 28 de agosto del 2009 a las 14:00


Formó parte del brazo ejecutor del narcotráfico en la frontera norte. En la habitación de un hotel, mientras huía

Charles Bowden/Harper’s Magazine

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México, DF.- Formó parte del brazo ejecutor del narcotráfico en la frontera norte. En la habitación de un hotel, mientras huía de sus antiguos jefes, el asesino de 250 hombres le hizo al periodista Charles Bowden un relato estremecedor

Me encontraba en una ciudad lejana. Un tipo me habló de un asesino a sueldo al que había escondido. Me dijo que al principio le daba miedo, pero que luego había descubierto que era muy útil. Limpiaba todo, cocinaba siempre, e incluso se hincaba para lustrarle los zapatos. “Le di asilo de favor”, explicó.

“Lo quiero”, contesté, “quiero escribir su historia”. Por eso vine aquí.

El hombre al que espero ha dicho: “No me conoces. Nadie puede perdonarme por lo que he hecho”.

Se siente orgulloso de su trabajo. “Los buenos asesinos dibujan un patrón muy preciso sobre la puerta del conductor. No rocían balas por todo el coche, no, trazan un dibujo que va de la puerta al pecho de la víctima. El reportero recién asesinado recibió una secuencia así: 10 balas de 9 mm. A su hija ni la rozaron”.

Nos vemos en un estacionamiento, nuestros coches lado a lado como cuando se reúnen dos patrullas. Le paso unas fotografías. Él les echa un vistazo y me dice que vaya a una pizzería. Una vez ahí, dice que debemos encontrar un lugar tranquilo porque habla muy alto. Rentamos un cuarto de motel. Nada de esto puede ser arreglado previamente porque eso me permitiría tenderle una trampa.

Revisa las fotografías; son imágenes que nunca salieron en los periódicos. Clava su dedo en un tipo que está parado junto a un cuerpo semienterrado: “Esta fotografía puede costarte la vida”, dice.

Le muestro la foto de la mujer. Se ve hermosa, toda vestida de blanco y perfectamente maquillada. Le escurre sangre por la boca y la luz del amanecer acaricia su rostro. Ahora el hombre ve a la mujer y me cuenta que era la novia del jefe de los sicarios de Juárez, y que los jefes del cártel pensaron que hablaba demasiado. No es que hubiese mencionado la ubicación de algún cargamento o algo por el estilo, simplemente hablaba demasiado. Así que le dijeron a su novio que la matara y eso hizo. Porque si no, él tendría que morir.

Se inclina hacia mí. “Vicente —el jefe del cártel de Juárez— podría matarte si tan sólo pensara que estás hablando por ahí”.

Estas fotografías pueden costarte la vida. Las palabras pueden costarte la vida. Y todo esto sucederá, y morirás, y la oración jamás tendrá sujeto, será simplemente un objeto que se desploma muerto en el piso.

Nunca lo distinguiríamos. Su estatura es promedio; se viste como obrero, con botas de trabajo y gorra. Si estuviera parado junto a ti en un puesto de control, no podrías dar una descripción física cinco minutos después. No tiene nada que llame la atención. Nada.

Tiene dedos muy gruesos y manos muy grandes. Su cara no tiene expresión. Su voz es fuerte pero plana.

Pasa inadvertido. Así es, en parte, como logra matar.

TERRITORIO DESCONOCIDO

“Juárez es un cementerio. Yo he cavado la tumba de 250 cuerpos”, dice.

“Todo lo que diga se queda en este cuarto”, advierte. Asiento y sigo tomando notas.

Así empieza: nada puede salir del cuarto, aunque estoy tomando notas y a pesar de que sabe que voy a publicar lo que me cuente porque se lo aviso. Estamos entrando en un territorio que ninguno de los dos conoce. Yo no puedo repetir nunca lo que él me cuente aunque le digo que lo voy a hacer. Nada puede salir de este cuarto aunque él ve cómo escribo en una libreta negra. No sé su nombre ni puedo verificar nada de lo que me diga. Pero este asesino tiene pedigrí, se lo dio el hombre que nos puso en contacto: un hombre que alguna vez usó sus servicios, un ex miembro de un cártel y mando de la Policía Estatal al que ahora le debo un favor.

Me pide que le toque el tricep de su brazo derecho. Le cuelga como una llanta desinflada. “Ahora”, dice, “siente mi brazo izquierdo”. Nada le cuelga ahí.

Se pone de pie y me hace una llave china. Podría romperme el cuello como si fuera una rama. Se vuelve a sentar.

Le pregunto cuánto cobraría por matarme.

Me observa con una mirada tranquila y dice, “5 mil dólares cuando mucho, probablemente menos. No tienes poder ni conexiones con el poder. Nadie me perseguiría si te matara”.

ESTAMOS LISTOS PARA EMPEZAR

Le pregunto cómo se convirtió en asesino. Sonríe y me responde: “Me creció el brazo”. Después agarra una hoja de papel, dibuja cinco líneas verticales, y escribe con tinta negra: “infancia, policía, narco, Dios”. Las cuatro fases de su vida. Luego comienza a tachar las palabras hasta que no queda nada en la hoja salvo un bloque de tinta.

“Cuando creía en el Señor”, dice “huía de los muertos”.

“Mi infancia fue normal”, insiste. No va a tolerar la explicación facilona de que es producto del abuso.

“Éramos muy pobres, estábamos muy necesitados”, continúa. “Llegamos del sur a la frontera, para sobrevivir. Mi gente se metió a la maquila. Yo fui a la escuela. Mi padre no me maltrataba. Mi padre trabajaba, era un hombre trabajador. Entraba a las 6 de la tarde y salía a las 6 de la mañana, seis días a la semana. El resto del tiempo dormía. Mi madre hacía las veces de madre y padre. Limpiaba casas en El Paso tres veces a la semana. Había que alimentar a 12 niños”.

“Una vez”, recuerda, “mi padre me llevó a mí y a tres de mis hermanos al circo. Llevamos nuestro chili y nuestras galletas para no gastar. Ese fue el día más feliz de mi vida. Y la única vez que mi padre me llevó a algún lado”.

TRABAJANDO PARA EL DIABLO

Está en la prepa cuando la Policía Estatal lo recluta junto con algunos de sus amigos. Reciben 50 dólares por pasar coches por el puente de El Paso; luego los estacionan y se van. Nunca saben qué hay en los coches y nunca preguntan. Después de la entrega los llevan a un motel donde siempre hay mujeres y coca disponibles.

Deja la escuela porque no tiene dinero. Y luego la policía echa mano de su grupo de amigos que ha movido droga para ellos en El Paso y los manda a la academia de policía. En su caso, como sólo tiene 17 años, el Alcalde de Juárez interviene para que pueda entrar.

“Nos pagaban 150 dólares a la semana como cadetes”, dice, “pero de El Paso nos mandaban un bono de mil dólares mensuales. Todos los días había droga y alcohol para armar fiestas en la academia. Los fines de semana sobornábamos a los guardias para ir a El Paso. A mí me mandaron a la escuela del FBI; me enseñaron a detectar armas, drogas y vehículos robados. El entrenamiento fue muy bueno”.

Después de la graduación, ningún departamento lo quería porque era demasiado joven. Pero los agentes estadunidenses insistieron en que le dieran un buen rango. Y se lo dieron.

Hay dos unidades de la Policía del Estado en Juárez especializadas en secuestro, y la suya era una de ellas. La comisión oficial para ambas era detener los secuestros. Pero, en realidad, una unidad secuestra a la persona y se la da a la otra para que la mate, procedimiento más rápido que el de cuidarla mientras esperan el rescate. A veces fingían descubrir el cuerpo días después del secuestro.

Así era el Juárez disciplinado que alguna vez conoció. Después, en julio de 1997, muere Amado Carrillo Fuentes, líder del cártel de Juárez. Eso fue un “terremoto”. El orden se derrumbó. Los pagos a la Policía del Estado provenientes de una cuenta en Estados Unidos se terminaron. Y cada unidad tuvo que arreglárselas por sí sola.

SIN CONOCER A LOS JEFES, SIN PREGUNTAS

Antes de la muerte de Carrillo, no era fácil meter coca en Juárez porque “si abrías un kilo, te mataban”. Así que él y su tropa cruzaban el puente hacia El Paso para hacer negocios. Para ese momento controla a una banda de secuestradores y asesinos, trabaja para un cártel que almacena toneladas de cocaína en bodegas clandestinas en Juárez, y tiene que entrar a Estados Unidos para conseguir las suyas.

Eso cambió después de la muerte de Carrillo. Le entró duro a la coca, las anfetaminas y el alcohol; podía estar despierto una semana. También fue en esa época cuando adquirió sus habilidades: estrangulamiento, asesinato con cuchillo y pistola, acribillamiento de coche a coche, tortura, secuestro, y desaparición de personas, a las que simplemente enterraba en un hoyo.

Dice que Amado Carrillo Fuentes es una bestia. Ahora divaga, está regresando a un tiempo y un lugar que ya abandonó, el coto de caza en el que masacraba y derrochaba 5 mil dólares en una tarde. Recuerda cuando unos fuereños trataron de llegar a Juárez para apoderarse de la plaza, de la frontera. Al principio, la organización los mataba y los colgaba de cabeza. Después, durante un tiempo, les hacían el nudo de corbata colombiano: la garganta cortada, la lengua pendiendo por la raja. Luego hubo una avalancha de “collares”: el cuerpo quemado era encontrado con un remate carbonizado en lugar de la cabeza, los hilos metálicos de las llantas abrazaban a los cadáveres como aros ennegrecidos.

DE CAZADOR… A PRESA

Su cara refleja miedo. No miedo de mí sino de algo que ninguno de los dos puede definir, una máquina de muerte sin conductor a la vista. No existe un cártel del que se tenga que escapar, no existe ningún jefe del que deba cuidarse. Alguien dio luz verde y ahora cualquiera que conozca el contrato puede matarlo y reclamar el dinero. El nombre de su asesino es legión.

Puede esconderse, pero eso sólo compra un poco de tiempo, y si comete un error grave acabará muerto. Sus cazadores pueden ser pacientes. Es como un billete de lotería que un día alguien cobrará. La máquina de matar corre desbocada por las calles, las armas listas, siempre en el camino, sin dirección, merodeando al azar en busca de sangre fresca. El día llega y se va, y matan a 10. O más. Ya nadie es capaz de llevar la cuenta, además, algunos cuerpos simplemente desaparecen y es imposible rastrearlos.

Es un hombre que ríe, su cuerpo casi fluye, sus ojos ya no son dos carbones negros, ahora están radiantes y bailan mientras habla.

“No somos monstruos” explica. “Tenemos educación, sentimientos. Yo podía dejar de torturar a alguien, ir a cenar con mi familia y regresar. Desconectas ciertas partes de tu mente. Es un trabajo, sigues órdenes”.

Durante algún tiempo su pasado estuvo muerto para él, lo desconectó. Pero ahora está de regreso. Piensa que Dios me envió para que otros conozcan su historia.

DOS VECES “MUERTO”

“Ya no hago cosas malas”, dice, “pero no puedo dejar de ser precavido. Es un hábito. Así me siento seguro. Ya me han matado dos veces, ¿sabías?”.

Se levanta la camisa y me enseña las cicatrices de dos ráfagas de AK-47 que recibió en distintos momentos.

“Estuve en coma durante un tiempo”, prosigue. “Pesaba 130 kilos cuando llegué al hospital, a un narcohospital, y salí pesando 60”.

Había sido un error. La organización pensó que había filtrado datos sobre el asesinato de un columnista, pero resultó que el informante era el mismo al que le habían pagado para intervenir los teléfonos. Así que lo mataron y luego “se disculparon conmigo y me pagaron un mes de vacaciones en Mazatlán que incluía mujeres, droga y alcohol. Tenía como 24 años”.

“La primera persona que maté… Bueno, éramos policías estatales y estábamos patrullando”, dice. “Le hablaron a mi compañero al celular y le dijeron que el hombre que buscábamos estaba en un centro comercial. Así que fuimos ahí, lo agarramos y lo metimos en el coche”.

Él y su compañero utilizan el código policiaco para homicidio: cuando alguien usa el número 39, quiere decir que hay que matar a la persona.

El tipo al que levantan había perdido 10 kilos de coca; la droga pertenecía a los otros dos.

Su pareja conduce, mientras él se pasa a la parte de atrás con la víctima.

La presa asegura que le dio la droga a otra persona. En ese momento su compañero dice “39” y él lo mata al instante.

“Era algo automático”, explica. Manejan durante horas con el cuerpo mientras beben. Finalmente, se dirigen a un parque industrial, levantan una coladera y arrojan el cadáver por la cloaca. Por este trabajo le pagaron 30 gramos de coca, una botella de whisky y mil dólares.

“Me dijeron que había pasado la prueba. Tenía 18 años”.

SOLO SIGUIENDO ORDENES

Después de su bautizo, se mete al negocio del secuestro y entra en un mundo nuevo. Pronto empieza a viajar por todo el país. Trabaja para la policía pero cuando le asignan una misión simplemente pide licencia.

En algunos de los secuestros en los que participa sólo importa el dinero del rescate. Pero cientos más tienen un propósito distinto.

“Te decían, ‘Levanta a ese tipo. Perdió 200 kilos de mariguana y no los pagó’. Yo lo levantaba en mi carro de policía y lo aventaba en alguna casa de seguridad. Horas después, alguien me llamaba porque había que deshacerse del cuerpo”.

“Así fue el inicio de mi carrera después de pasar aquel examen. Durante unos tres años viajé por todo México. Una vez hasta fui a Quintana Roo. Siempre andaba en un carro oficial de la policía. A veces íbamos en avión pero casi siempre manejábamos. Para pasar los retenes militares enseñábamos un documento oficial que aseguraba que estábamos transportando a un prisionero. El documento tenía un número de expediente falso”.

“Cuando ellos veían que era un carro oficial yo les decía: ‘No se preocupen, todo va a salir bien. Van a regresar con su familia. Pero si no cooperan, los vamos a drogar y a meter en la cajuela, y no les aseguro que lleguen al final del viaje’”.

PODER Y OPULENCIA… SIN PREGUNTAS

Los elementos policiacos que están “metidos” en el crimen casi no hacen labor policial; trabajan de tiempo completo para los narcos. Ese fue el verdadero hogar de nuestro entrevistado durante 20 años, en un segundo México que oficialmente no existe pero que cohabita sin cortapisas con el Gobierno. En sus múltiples viajes para amordazar, torturar y matar, nunca ha sido interceptado por las autoridades. Él es parte del Gobierno, de la policía, y tiene a ocho agentes bajo su mando. Pero su verdadero jefe es la organización, él asume que es el cártel de Juárez, aunque nunca pregunta porque sabe que las preguntas pueden ser mortales. Le dieron un sueldo, una casa y un coche. Y prestigio.

EN LAS MANOS DE DIOS

Como todos, quiere que su vida tenga un significado. Debe tener cuidado, por supuesto. Cuando abandonó esa vida hace dos años, la organización le puso precio a su cabeza: 250 mil dólares. No sabe si la cifra ha aumentado, pero no cree que haya disminuido. Por ahora, sabe que Dios lo protege a él y a su familia, pero aun así debe cuidarse.

Lea mañana: Radiografía de las torturas

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