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‘Ahogados’ en tierra seca…

Por Rosalío González

Publicado el sábado, 17 de junio del 2017 a las 08:04


Poca distancia existe entre la cabecera municipal de Saltillo y comunidades que habitan en la incertidumbre

Saltillo, Coah.- Un camino de terracería se abre a mano izquierda sobre la carretera a Zacatecas, a 90 minutos de la cabecera municipal. Cinco kilómetros antes, las nomenclaturas anuncian la existencia de un ejido que internet, en la inmensidad de su inteligencia, no pudo ubicar: la Presa de San Javier.

Cada metro ganado para llegar a él, entre las piedras, tierra suelta y seca, es en realidad un metro perdido para la utópica igualdad social. Media hora tierra adentro, entre las palmas y la nada están las primeras dos vacas muertas, tan secas como el resto del ecosistema.

Ahí frente a los restos de los animales, soportando su olor y dolor, cuatro hombres se contemplan entre sí. Se miran sin decirse nada. Las vacas eran suyas, de las pocas cabezas que quedaban. Venían del ejido a rescatarlas y las encontraron muertas. “Ya no teníamos nada y ahora tenemos menos que la nada”.

A poca distancia de la escena trágica, una tercera vaca todavía caminaba: flaca, moribunda, sedienta y desahuciada, porque en el pueblo no hay agua para los hombres, menos para la vaca.

Los cuatro ejidatarios hacen una reunión. Quieren hacer tiempo y no avanzar más, tienen miedo de encontrar un cementerio de animales por el camino, darse cuenta de que la realidad puede ser todavía más dura y que la vida les depara un panorama más negro.

“Lo que vamos a hacer –dice Jesús, inyectando energía al grupo–, es vender los becerros al coyote para mantenernos mientras pasa esta sequía tan desgraciada”.

“El coyote”, es el hombre que visita este y otros ejidos para comprar ganado flaco a “un precio de hambre” y lo engorda en tierras prósperas para venderlo a un precio alto. Es indignante, pero no hay otra opción, es la única forma de sobrevivir que tienen decenas de familias.

Pueblo seco y quieto

Jesús Maldonado es uno de los ejidatarios más jóvenes de Presa de San Javier, tiene 40 años y no entiende por qué el ejido lleva en su nombre la palabra Presa.

“Deberían cambiarle el nombre y ponerle Presa Seca, ese sí queda” con la condición de sequía que están viviendo.

A cinco minutos de donde estaban las vacas, sobre el mismo camino de terracería se encuentra el “poblado”. Nadie recibe a nadie. Nadie espera visitas. “Aquí es pueblo quieto”.

Hay casas pero todas cerradas. No mintieron los cuatro hombres del camino cuando dijeron que “somos los únicos que vivimos allá, ahorita sólo se quedan nuestras mujeres en la casa”.

Las mujeres no abren las puertas, se asoman por la ventana cuando escuchan cualquier ruido en el pueblo.

En el centro de San Javier hay una plaza llamada La Presa, tiene juegos infantiles instalados, una tortuga metálica, resbaladero y una frase pintada donde el Gobernador promete sacarlos de la pobreza.

Para qué quieren juegos y plaza, si no hay niños en San Javier, todos se fueron porque cerraron la escuela hace ocho años. Las autoridades, los maestros, todos los dejaron a la deriva, a su suerte, que nunca ha sido buena.

‘Vida infeliz’

Frente a la plaza hay dos enormes tinacos, uno de metal con las siglas de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) y otro de plástico negro, ambos son monumentos a la desgracia.

En San Javier no hay agua limpia para llenar un par de vasos, menos para almacenarla en semejantes tinacos. “Para tener agua hay que ir por ella a La Ventura”, un ejido a 14 kilómetros de distancia.

A un costado de la plaza hay un consultorio, “elefante blanco” del sistema de Salud. “No lo abren, no hay nada”, sólo unas sillas.

“Sí, aquí la vida es muy infeliz, pero pues qué le hacemos, a donde nos vamos, estamos acostumbrados a vivir aquí” –¿cómo puede acostumbrarse a un lugar así?– “Es que en la ciudad es otra cosa, aquí pasamos malas pero es la tierra de uno”.

Resignados a su destino, los de La Presa esperan a que llueva, “nombre sea de Dios, esta semana llueve”, dicen los hombres del ejido, miran al cielo y extienden los brazos… sólo corre tierra.

Sonido del silencio

¿Dónde es El Salitre?, “aquí es El Salitre, sólo que no hay mucha gente”. No hay mucho de nada, lo único que abunda es el sonido del silencio y un quejido que apenas se distingue, entre el salón ejidal y la escuela del Conafe, ambos abandonados desde hace mucho tiempo.

En el escalón de su puerta, mirando hacia el vacío frente a su casa está Agustina Gallegos, una mujer que no recuerda su edad, que el dolor ha enloquecido y que siente su vida irse.

“Tengo un dolor bien fuerte aquí en el estómago –dice, pero para escuchar su lamento hay que pegar la oreja a su boca– siento mucho miedo de morirme, pero no puedo hacer nada, no tengo ni para comer. Una vez me atendió un médico y me dijo que la solución era comer, pero ¿qué voy a comer?”.

Antes de que el plástico supliera al hilo de lechuguilla en el mercado, su esposo se dedicaba a deshilarla.

Ahora, “la lechuguilla no vale nada” y el esposo de Agustina que está cerca de los 70 años, tiene que trabajar de pastor, arreando chivas por 50 pesos al día.

“Se va desde temprano y a veces se queda un día completo en el campo y regresa y me trae unos pesos”, dinero que no alcanza para nada porque la única tienda en el ejido vende caro por el costo del transporte de los productos.

Ganas de llorar

Su enfermedad es el hambre, hace un año comenzó a aquejarla con mayor fuerza, “porque ahora me caigo y van y me recogen de donde ando y me traen a mi casa”.

No sabe qué hacer. Mira hacia los cuatro puntos cardinales y no hay solución a la vista. El consultorio médico más cercano es el del ejido Presa de Los Muchachos, pero estuvieron cinco años sin médico de planta.

Tiene ganas de llorar pero se aguanta. Ha llorado tanto que sus ojos se ven secos como la tierra.

Con sus brazos huesudos se abraza su propio estómago, “hoy no he probado bocado, ¡ay Dios mío!”, dice Agustina, la cara de la pobreza extrema.

El Salitre sabe a sal. Amarga, duele en la garganta lo que se ve y escucha. Su sal carcome las esperanzas, la vida misma de quienes se encuentran ahí, atrapados en la nada.

Acarrear agua

“Si te acepto es porque quiero que me abone la desgraciada vida, la que me abrió esta herida, la cuenta ya olvidada, la cuenta ya perdida…”, canta don Antonio sobre su burra, “la sin nombre”.

Tiene 70 años, las manos partidas y la espalda cansada. A su bestia no hace falta ni golpearla, ni guiarla, ya conoce el camino repetido tantas veces durante tantos días, en muchos años.

El golpe de los maderos de la carreta donde Antonio transporta un tonel con agua se escucha estridente cuando baja de la calle pavimentada hacia el caminito que lo lleva al estanque donde el agua de lluvia se guarda.

La tarea de Toño Castillo es indispensable. Con el agua que transporta se mantienen hogares y algunas milpas y labores porque la vende a los habitantes de San Francisco del Ejido.

Afuera de las casas ponen tanques para mantener el agua de uso diario, para bañarse y limpiar las casas, “cuesta 20 pesos cada tonel que vendo”.

Que no se vacíe

Al medio día en San Francisco hay poca gente, a pesar de ser un ejido más grande que el resto de sus vecinos.

En la mañana, a veces a las 5, a veces a las 6, vienen los camiones desde Derramadero para llevarse a los hombres jóvenes a la fábrica.

En el ejido se quedan unos cuantos jóvenes, mujeres y ancianos, que le dan vida a un poblado negado a desaparecer.

Líquido turbio

Mientras va de casa en casa hasta el estanque va cantando, silbando y dando un trago a la cerveza que guarda en una pequeña caja de madera que cuelga de su carreta.

Presume que además de cerveza toma agua del mismo estanque, un líquido turbio, contaminado con tierra. Nadie la toma porque cuando han intentado les ha provocado fuertes dolores de estómago, pero a don Toño no.

“Estoy acostumbrado, tengo toda la vida viviendo aquí, ahora resulta que todos quieren tomar agua de garrafón”; según el arriero el agua del estanque tiene propiedades curativas porque arrastra una planta, la Gobernadora, que sirve para problemas renales y reumas.

En la zona ejidal de Saltillo el agua es salada, parecida a la de mar. “Nunca nos han explicado por qué sabe a sal”, por eso los que pueden comprarla purificada la compran, pero los que no, la “desinfectan”.

En los ejidos más pequeños, los habitantes tienen que comprar cloro para echarle al agua y tomarla directo. “O si no hay cloro, pues así, pero luego anda uno que no aguanta el dolor de panza”, dice Tomasa Canales.

Dejan el hogar

En algunas casas, limpiando el sorgo hay jóvenes que hablan poco pero sueñan mucho con llegar a la universidad, salir del ejido, hacer una vida en otro sitio, pocos le ven futuro a sus campos.

Sus tíos y padres han dejado la tierra, se fueron a la fábrica, ellos también se quieren ir, unos desde ahora, otros los más conscientes primero quieren terminar la preparatoria para poder “volar” a la ciudad y buscar un pupitre en la educación superior.

El campo se encuentra en un momento coyuntural: la falta de agua desanima a los jóvenes y estos quieren abandonarlo, los mayores dicen no poder hacer su vida en otro lado y los cambios en el clima están lapidando lo poco que les queda, mientras que las autoridades, ausentes, contribuyen al fracaso y el rezago.

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