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Por Redacción
Publicado el jueves, 29 de octubre del 2009 a las 02:31
La dignidad indígena se impuso ante la barbarie de los conquistadores y sus prácticas inhumanas
(Recopilación Martha Santos de León) | Saltillo, Coah.- Según cuenta el relato de José de Jesús Dávila Aguirre, publicado por María Concepción Recio Dávila en su libro “Entre la Realidad y el Mito”, separando las haciendas de Los González y de Los Valdés, al norte de Saltillo y muy cercanas a ellas, existe un lomerío calichoso de poca altura, al pie del cual los labradores, con las rejas de sus arados, han desenterrado numerosos huesos y calaveras humanas que la leyenda atribuye a estar en ese lugar un panteón indio, por haberse encontrado también en ese lugar puntas de flecha y otros artefactos indígenas.
Los vecinos del lugar evitan cruzar por la noche ese sitio, ya que dicen haber visto arder al pie de la loma y haber escuchado lamentos y ruidos de cadenas.
Queda el lugar mencionado a corta distancia del antiguo Camino Real a Monterrey, y posteriores investigaciones han permitido saber que en ese sitio se encontraba un pequeño fuerte que daba albergue a un destacamento de protección a la ruta, pera defenderla del ataque de los indios borrados que, en la época de la Colonia, atacaban cerca de ahí a los viajeros.
El pequeño fuerte, del cual hace poco tiempo aún se veían restos de los cimientos de sus muros, era utilizado también por los soldados españoles para encerrar a los indígenas que habían capturado para venderlos como esclavos en las minas de Zacatecas y Mazapil. En collera y atados con cadenas de las piernas, eran conducidos desde el punto de su captura hasta su destino.
Habiendo asaltado un grupo de soldados de fortuna una ranchería indígena, lograron una presa numerosa de hombres, mujeres y niños, los que fueron puestos en collera y encadenados de los tobillos, conduciéndolos luego al pequeño fuerte para que al día siguiente fueran llevados a los minerales donde serían vendidos como esclavos.
Era jefe de los coahuiltecos, nación a la cual pertenecían los borrados, un guerrero valiente y afamado, Zapalinamé, de quien la sierra al oriente de Saltillo tomó el nombre.
Enterado de su captura, con un nutrido grupo de guerreros salió en auxilio de sus súbditos, sitiando el fuerte y exigiendo la libertad de los cautivos.
Los españoles, que en compañía de la pequeña guarnición, habían estado celebrando anticipadamente las pingües utilidades que recibirían por sus cautivos, al verse cercados tomaron la infame decisión de sacrificar a los prisioneros antes de verlos liberados, y sin respetar sexo ni edad así lo hicieron. Esto enardeció a Zapalinamé, quien sin importarle la superioridad de las armas españolas, ordenó un furioso ataque que aunque con pérdidas de numerosas vidas, le permitió tomar el fuerte ejecutado y escalpar a los españoles que lo defendían.
Se dice que ninguno pudo escapar con vida. Luego destruyó el fuerte y enterró a su gente, tanto a cautivos como a sus guerreros muertos en el combate, retirándose a sus escondrijos en las montañas.
Días después, por el vuelo de las aves de rapiña sobre los cadáveres de los españoles que habían quedado insepultos, la guarnición del Saltillo se dio cuenta del desastre y acudió a enterrar a sus muertos.
Se organizó una expedición de castigo, pero no tuvo éxito, ya que Zapalinamé se encontraba en sus inaccesibles reductos de la serranía.
Pasaron algunos años, y por confesión de un indio cautivo que había participado en el hecho de armas se supo lo ocurrido, que narró al detalle antes de ser ajusticiado en el Saltillo.
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