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Por Redacción
Publicado el jueves, 29 de octubre del 2009 a las 02:33
La causa del peligro de aquél depósito de agua quedó al descubierto luego de haber cobrado muchas vidas
(Recopilación Martha Santos de León) | Saltillo, Coah.- Así lo cuenta Froylán Mier Narro en su libro “Leyendas de Saltillo”. A unos 200 metros al sur del puente Dos de Abril, en el arroyo de las Barrancas, situado al oriente de la ciudad de Saltillo, existió hasta hace unos cuantos años un pozo que el vulgo bautizó, como se acostumbraba a hacerlo, con el nombre de “El Pozo de los Caballos”, porque a él llevaban los cocheros a bañar a sus bestias de tiro, para que aparecieran tirando de los boguecitos, victorias o jardineras, limpias y lustrosas.
Nadie más osaba bañarse en aquel pozo cuyas aguas, según era fama, guardaban en su fondo un misterio.
En muchas ocasiones, el juez de barrio de los panteones, el juez de paz y otras autoridades dieron fe de misteriosos ahogados.
Aguas aquellas de El Pozo de los Caballos, límpidas y tersas, de suave tranquilidad y sublime indiferencia, que reflejando el azul del cielo ocultaban en el fondo los tentáculos de un demonio insaciable de tragedia.
Se cuenta que temerarios bañistas sucumbieron al ser arrastrados y sumergidos por aquel impenetrable misterio, a pesar de su destreza y habilidad, apareciendo después sobre la superficie los cuerpos inermes y rígidos, ahogados por nunca se supo qué causas.
Muchos perecieron ahí. La gente que conoció aquel pozo lo veía con horror, le temía y varias leyendas quedaron de él.
Refiere la conseja que aquel pozo no fue labrado por la naturaleza, sino que fue hecho con toda intención por un maligno espíritu, para que le sirviera de trampa y cayeran en él los que retaban con temeraria intrepidez aquella parte de sus dominios.
Existen aún por aquel rumbo ancianos trabajadores de ladrillera, areneros, caleros o lavadores de cascajo, que conocieron el Pozo de los Caballos en su apogeo como segador de vidas humanas.
Cuenta uno de aquellos trabajadores, don Anselmo Valero, que una ocasión estaba cribando arena a unos 100 metros del Pozo; poco tiempo después de haberse visto caer una fuerte lluvia por el rumbo de La Encantada, cuyas avenidas bajaban y bajan aún por el arroyo de Las Barrancas, y vio que al pozo se acercaban dos mozalbetes de humilde presencia, pero robustos, sanos y fuertes.
Tuvieron una breve discusión, relacionada se supo después, con una apuesta para deslindar quién duraría más en el fondo del Pozo de los Caballos, y enseguida, los dos se desvistieron y al mismo tiempo se tiraron “de clavado” al charco.
Esto pasaba muy cerca del mediodía, en pleno verano. El sol reverberaba sobre la superficie al parecer tranquila de las aguas del Pozo de los Caballos, pero cuyo fondo siembre estaba ávido de tragedia, demostraba una vez más el poder de su fatídica atracción, pero 10 minutos más tarde, aparecieron flotando los dos cadáveres de los intrépidos bañistas.
Don Anselmo corrió a dar parte a la autoridad que llegó representada por dos gendarmes de caballería, con una camilla donde pusieron a los muertos.
Don Tacho, que así cariñosamente llamaban a don Anastasio Martínez, viejo mayordomo de la ladrillera, refiere también una de tantas y trágicas muertes ocasionadas por el Pozo de los Caballos.
La curiosidad de los dos muchachos de la escuela Número Uno en una tarde “de pinta” –dice– fue tanto lo que se decía del Pozo del Arroyo de las Barrancas, que fueron a él y empezaron por echar “patitos”, sin la menor intención de bañarse en sus aguas; pero los dos muchachos fueron atraídos por ellas y los dos cuerpos con sus vestidos completos fueron encontrados algunas horas después, ahogados y flotando de manera macabra sobre las barrosas aguas del Pozo de los Caballos.
Dice don Tacho que la madre de uno de ellos, casi en estado de locura, prometió terminar con aquella fatídica trampa de agua, así lo hizo cuando fue pasando la estación de las lluvias y las corrientes dejaron de bajar por el arroyo de Las Barrancas.
Ocupó cinco hombres en la obra, y con botes y tinas, como quien saca agua de una noria, empezó a vaciar el siniestro pozo, hasta que después de arduo trabajo, logró descubrir el fondo, que tenía una forma desconcertante para ser obra de la naturaleza, pues figuraba perfectamente en una profundidad de tres metros, un enorme cono invertido, donde, según la gente imaginativa, se formaba el remolino del demonio para atraer a sus víctimas.
La madre de aquel muchacho ahogado continuó la obra y se dio a la tarea de rellenar aquel hueco con piedras y ramas, y es ahora uno de tantos charcos, sin que conserve el misterio entrañable y trágico que antes tenía.
Una cruz de pino fue colocada en cada montón de piedras en medio del charco por aquella señora, pero tal vez las avenidas o la gente quitaron la cruz y ya no existe del Pozo de los Caballos más que el recuerdo de su tétrica leyenda.
Créalo o no…
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