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Gritar en silencio

Por Manuel Rodríguez Muro

Publicado el martes, 17 de enero del 2012 a las 16:01


Tres historias en común, tres víctimas de la inseguridad, tres casos como los de muchos mexicanos que viven en carne propia...

Piedras Negras, Coah.- Gerardito es el hijo mayor de Luz Clarita, una joven mujer originaria de San Luis Potosí, que ha tenido que hacerle frente a la vida para sacar adelante a sus dos hijos con la ayuda de Dios y de sus fuerzas.

Es empleada doméstica.

Gerardito tiene apenas once años, transcurre el otoño de 1998, es algo introvertido, suele salir de casa luego de regresar de la escuela. Camina solo por el rancho, una población que se encuentra entre los límites de San Luis Potosí y el estado de Zacatecas, allá por donde ni la agricultura, mucho menos la ganadería son opción para los lugareños ante la prolongada sequía que parece rematar al campo, de por sí olvidado ya desde hace tiempo.

La escuela parecía no ser lo suyo, siempre serio, poco sociable, solía jugar de vez en cuando con su hermanita Malena mientras su madre regresaba de una larga jornada de trabajo.

Pasaron los años y Gerardito dejó de ser un niño, su madre tuvo que tomar la decisión de emigrar a la ciudad, donde la vida, sin saberlo, daría un vuelco inesperado.
A mediados del 2000, Luz Clarita dejó el pueblo y emigró a la ciudad para que Gerardito y su pequeña Malena siguieran estudiando y así poder estar más al pendiente de ellos, ya que la distancia entre su casita, allá en el pueblo y su lugar de trabajo provocaba que descuidara y a la vez desatendiera a sus dos amores.

Todo cambió para esta humilde familia. Llegaron a la ciudad y los niños siguieron en la escuela.

Era el tiempo de asistir a la secundaria y fue donde Gerardito dejó de ser aquel niño solitario que solía caminar por el monte lanzando piedras a las ratas de campo y lagartijas que en el camino se encontraba.

Su voz cambió, su mirada se volvió más penetrante, dejó de obedecer a su mamá y se desentendió de la escuela.

Luz Clarita no sabe en qué momento su Gerardito había dejado de ser niño, aún no alcanzaba a comprender lo que estaba pasando cuando una terrible revelación la estremeció.

“Un día, recuerda, noté ciertos cambios en la actitud de Gerardo, -porque ya no le gusta que le digan Gerardito, el diminutivo quedó atrás- dejó de ir a la escuela y por las noches se salía y no regresaba hasta entrada la mañana… así pasaron los días, los meses y los años, hasta que definitivamente no supe qué hacer con él”.

Mientras se truena con nerviosismo los dedos de las manos, sentada en el patio de la casita que ahora renta en una colonia de clase media baja, en un municipio del estado de Zacatecas, Luz Clarita hace el esfuerzo por encontrar las respuestas a sus cuestionamientos y trata de recordar y entender en qué falló.

“Un día, -prosigue-, llegó asustado y me dijo que se tenía que ir, que tenía que ayudarlo porque le querían hacer daño, alarmado me contó lo que hacía en sus salidas por la noche, pero, me aseguró que estaba arrepentido y que quería irse lejos porque le habían puesto precio a su cabeza.

“Ese día, como pude conseguí un poco de dinero y sin pensarlo se lo di para que se fuera lejos… ¡pero no sé qué tan lejos se fue, han pasado cuatro años desde que lo abracé por última vez..!”

…“Un día, llegaron a mi casa dos bolsas, en ellas venía la ropa que llevaba puesta el día que le di el último adiós…”

¿A qué hora me van a matar..?

María es profesionista, madre de familia y comerciante. Con el producto de su trabajo y el de su esposo Jorge ha conseguido lo poco o mucho que ahora disfruta.
Es una gran profesionista que ha sobresalido, vive, desde siempre en uno de los 53 municipios del estado de Zacatecas, donde los tiempos de bonanza parecen haber regresado, donde la pobreza antes era la fiel e inseparable compañera de sus habitantes.

Como madre, esposa, profesionista y empresaria ha tenido todas las satisfacciones que ha querido, sin embargo, su vida dio un vuelco inesperado, ahora ya no piensa en otra cosa que no sea en que lo que está viviendo sea un castigo divino o una venganza.

…Era una mañana del mes de agosto cuando cuatro hombres llegaron a su negocio, uno de ellos se le acercó y le ordenó con voz amenazante: “Súbete al carro mamacita, te vas con nosotros”.

“A empujones me subieron a un auto compacto, eran morenos, de baja estatura y de facciones rudas”.

Ya en el auto me dijeron que querían que los llevara a buscar a un funcionario, que necesitaban les hiciera un trabajito y que yo sería quien lo sacara de su oficina, llegamos al lugar, me dieron la orden de descender del auto, no sin antes amenazarme por si se me ocurría algo.

Descendí del auto y me sequé las lágrimas, levanté la cabeza y entré a preguntar por aquella persona, ya adentro me atendió uno de sus subordinados, le pregunté por él pero su respuesta fue que no se encontraba, que había salido fuera y que tardaría varios días en regresar.

No pude decir nada más, simplemente le di las gracias al empleado y me regresé al auto, en el trayecto sólo esperaba el momento en que decidirían matarme, no podía pensar en nada más, mis piernas flaqueaban conforme me acercaba a aquel auto, de donde sus miradas parecían salir dirigidas hacia mí como afiladas flechas que poco a poco terminaban con la esperanza de volver a ver a mis hijos, a mi familia…”

-No está-, les dije muerta de miedo.

-Pues a ver cómo le haces mamacita pero nos consigues quién nos haga el “jale”-, me dijeron.

Uno de los cuatro hombres que me vigilaban se bajó para asegurarse de que me subiera de nuevo al auto, nos pusimos en marcha y dimos varias vueltas por todo el pueblo, mientras tanto, por mi mente pasaban muchas personas que podrían hacerles el trabajo a mis secuestradores.

Pedro, ah no, él no porque está recién casado, Arturo, no, tampoco porque tiene dos pequeñas… y así, pensaba y pensaba, pero no llevaría a esos tipos a donde hicieran más daño.

De pronto, me acordé de Jaime, es un buen hombre, se acaba de divorciar y vive solo, así que los llevé con él.

Llegamos a su casa y los tipos me acompañaron hasta la puerta, le dije a Jaime que los muchachos necesitaban que les hiciera un trabajo, él de inmediato supo que lo que aquéllos tipos querían era ilegal y se negó a hacer el trabajo.

Cuando aquello ocurrió, sentí que me moría, sentí que Dios me había abandonado y que algo terrible ocurriría en ese momento, sin embargo, sin que mis secuestradores se dieran cuenta, le tomé la mano a Jaime y se la apreté tan fuerte como pude y parece que eso le hizo entender lo que estaba pasando.

-Necesito herramientas- eso fue lo que les dijo después de que le apreté la mano, y de allí no lo sacaron, logró que regresaran a mi negocio, después se lo llevaron a él.
Pasaron varios días y volví a ver a Jaime, gracias a Dios está sano y salvo.


La segunda vez

Quince días habían pasado desde aquel secuestro, María aún no se reponía de lo sucedido.

Regresó a su negocio y se deshizo de su camioneta, de su auto, cambió su forma de vestir y trató de aparentar ser una empleada más, sin embargo, sus esfuerzos por despistar a sus secuestradores no fueron suficientes.

Eran pasadas las 12 del día de un martes, una camioneta modesta se estacionó frente a su negocio, de ella descendió un hombre, ya adentro, cuando lo atendía, nuevamente vino la orden.

-“Te vienes con nosotros mamacita, no hagas ni digas nada y vámonos”-.

-En ese momento estallé en llanto sin poder evitarlo, el hombre se molestó y me ordenó que me pusiera unos lentes, como pude, saqué unos de mi bolso y obedecí sin pensarlo más.

Me subí al vehículo, adentro el humor era el mismo que hacía quince días, las voces, el acento y el miedo se repetían, tenían acento de centroamericanos.

-Mamita, ahora nos vas a cambiar unos dolaritos- ¡eran 50 mil dólares los que pretendían les cambiara en los negocios del pueblo!, en mi vida había visto tantos billetes verdes juntos.

Una vez más, mi agonía era enorme, me subieron al vehículo, yo no podía dejar de llorar, esta vez sentía que en cualquier momento me matarían, ya no pensaba en nada, sólo en el momento en que decidieran quitarme la vida.

En el pueblo hay una casa de cambio, únicamente pude cambiarles 200 dólares, al parecer con eso se conformaron y me regresaron nuevamente a mi
domicilio.


El tercer levantón

Apenas había pasado una semana del segundo levantón cuando la pesadilla se volvía a repetir.

Esta vez, María no estaba sola, con ella estaban sus hijas, al verlos llegar y bajarse de una camioneta que se estacionó frente a su negocio, sintió que el mundo se le venía encima, un dolor provocó que se desmayara en ese momento y ya no supo más…

Desperté en un hospital, lo que sé es que se me reventó la vesícula, creo que cuando caí justo en el momento en que mis secuestradores iban nuevamente por mí, pensaron que me había muerto, desde entonces, no han vuelto pero tengo mucho miedo…


Nadie la escucha ni recibe…

Después de las tres experiencias que ha vivido, María ha tocado las puertas del procurador de su estado, de la Policía Federal, de las autoridades locales, del mismísimo gobernador y nada, nadie le ha recibido tan sólo una llamada, su desesperación es tal que está pensando en desaparecer junto con su familia.

El procurador ni siquiera se ha dignado a contestarle las llamadas o los mensajes.

En la Federal Preventiva, de plano le han dicho que se olvide de lo que le pasa, y de las autoridades locales ni se diga.

María vive ahora lo más parecido a estar muerta en vida ante la indiferencia de las autoridades locales, estatales y federales.

Ha pensado en dejarlo todo e irse a otra entidad, sin embargo, ella misma se pregunta, ¿dónde puedo estar segura con mi familia si para donde voltee está igual?

Vive todos los días pidiéndole a Dios la proteja, porque la confianza que antes tenía en las autoridades se ha desvanecido, al igual que la esperanza en que alguien haga algo por ayudarla.

Volvió a casa en un ataúd…

José nació en el mes de junio de 1984 en una ciudad fronteriza al norte del país.

Creció en una colonia popular de clase baja.

Desde niño, cuenta su padre Felipe, fue muy travieso, fue a la escuela, y en primaria todo estaba bien, era un niño normal.

Cuando pasó a la secundaria, su madre, -doña Rosa-, me decía que había algo raro en José, que lo notaba muy serio, a veces irritable y que dormía mucho durante el día, apenas regresaba de la secundaria y se encerraba en su cuarto.

Ya entrada la noche, continúa, salía con el pretexto de jugar un rato con los amigos.

El tiempo pasó y de pronto José ya no volvió a la secundaria.

Poco a poco fuimos viendo cómo de pronto llegaba a casa con ropa nueva, con artículos que no sé de dónde los sacaba, yo no le decía nada porque siempre se irritaba tanto que mejor opté por dejarlo.

Se casó, tuvo dos pequeños, el más grande tiene ahora 4 añitos y el bebé apenas tiene dos.

Solía desaparecer por semanas, luego regresaba y se dedicaba a su esposa e hijos.

Un día, era como a mediados del mes de junio cuando se volvió a ir, así como lo hacía con frecuencia…

…desde ese día ya no lo volvimos a ver.

José dejó en la orfandad a sus dos pequeños, su esposa Claudia sabía que no andaba en buenos pasos y se resigna a no tenerlo.

Regresó a su tierra en un ataúd, murió durante un enfrentamiento contra elementos del Ejército mexicano, en el estado de Zacatecas.

Las causas de su muerte especificadas en el acta de defunción señalan que murió a causa de “heridas producidas por proyectil disparado por arma de fuego, penetrantes de cráneo, en tórax y abdomen”…

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