Internacional
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Agencias
Publicado el lunes, 21 de febrero del 2011 a las 15:59
Ayod, Sudán del Sur.- La imagen de ese buitre acechando a una “niña” moribunda en África lo persiguió en vida. Con ella obtuvo el Pulitzer, pero también la maldición de una pregunta: “¿Qué hiciste para ayudarla?”. A Kevin Carter, cronista gráfico de la Suráfrica del “apartheid”, la presión le empujó al suicidio. Un periodista testigo de aquellos años rememora su figura.
Un hombre blanco bien alimentado observa cómo una niña africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro.
Niña famélica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más a la niña y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto! Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue.
No se debería haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de “The New York Times” y acabó ganando un premio Pulitzer. Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó.
INTERROGANTES
Hay dos preguntas. La primera, ¿por qué se suicidó? La segunda, ¿por qué no ayudó a la niña? La respuesta a la primera es relativamente fácil. La contestación a la segunda es más interesante. Remontemos.
Kevin Carter nació en Suráfrica en 1960, dos años antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 años de cárcel. Al llegar a la adolescencia empezó a entender que ser blanco en Sudáfrica significaba ser una de las personas más privilegiadas y también, cómplice de una atroz injusticia. Cumplidos los 24 años, Carter descubrió que el periodismo era el terreno donde libraría su guerra particular contra el apartheid.
Comenzó su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades –como Soweto, que estaba al lado de Johannesburgo– se convirtieron en campos de batalla. Jóvenes militantes negros, cuya única fuerza residía en su ventaja numérica, lanzaban piedras a los policías y a los soldados, que respondían con gases lacrimógenos, balas de goma o balas de verdad. Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ardía, y allá, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fotógrafo novato de “The Johannesburg Star”, expiando su culpa.
La gran ironía de la historia reciente de Sudáfrica es que cuando salió Mandela de la cárcel en 1990, cuando empezó el proceso de paz que condujo cuatro años después a la democracia, se desató una violencia mucho mayor.
Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión.
Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo. El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habría habido más muertos, menos presión política para acabar con la violencia. Ésta era la contribución de Carter a la causa de sus compatriotas negros.
VIAJE A SUDÁN Por eso no hizo nada para ayudar a la niña. Porque si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto.
El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Donde sea le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”
EL PREMIO Voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó y volvió a casa. Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y la angustia moral retrospectiva de la escena con la “niña” sudanesa, se hundió en una profunda depresión. No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor…
EL FINAL La historia no contada ¿Por qué la camisa del miliciano de Capa luce tan inmaculada en el momento de recibir un disparo mortal? ¿Estuvieron alguna vez enamorados el chico y la chica que retrató Doisneau frente al Hotel de Ville de París? ¿Quién era aquel hombre que detuvo el avance de una columna de blindados en Tiananmen?
Todos los grandes iconos fotográficos cargan con su ración de mitología. Pero hay otros en los que la mitología ha virado hacia la leyenda negra. ¿Por qué Kevin Carter no ayudó a la niña a escapar del buitre?
El fotógrafo sudafricano Kevin Carter visitó en avioneta la aldea sudanesa de Ayod en 1993 para denunciar la hambruna y la guerra que sufría el país.
En un momento vio a un bebé desnutrido tendido en la arena justo en el mismo plano que un buitre.
Carter dejó Ayod sabiendo que había conseguido una gran fotografía y así fue. “The New York Times” la publicó días después con un efecto que él desconocía. La opinión pública se volvió contra él por no haber hecho nada para salvar a la criatura de las garras del buitre amenazante, llegando a acusarlo de ser el auténtico carroñero de la foto. En 1994, ganó el Pulitzer y se suicidó.
Nadie vio morir a aquel bebé y es la propia imagen la que desmiente ese destino trágico, al menos en parte, ya que la criatura de la foto lleva en su mano derecha una pulsera de plástico de la estación de comida de la ONU. Si se observa la foto en alta resolución, puede leerse, escrito en rotulador azul, el código “T3”.
A Carter se le criticó por no ayudar al bebé y el mundo le dio por muerto a pesar de que el propio Carter no lo vio morir. La realidad es que ya estaba registrado en la central de comida de la ONG Médicos del Mundo.
Florence Mourin coordinaba los trabajos en el dispensario: “Se usaban dos letras: “T” para la malnutrición severa y “S” para los que necesitaban alimentación suplementaria”. Kong tenía malnutrición severa, se recuperó, sobrevivió a la hambruna, al buitre y a los peores presagios.
Con la posibilidad de que la criatura siguiera viva pese a la hambruna y la guerra, “Crónica” viajó a Ayod 18 años después para reconstruir la historia de aquella fotografía.
Tras varias reuniones con gente de la aldea, una mujer que repartía comida en el lugar hace 18 años, Mary Nyaluak, dio la primera pista sobre el paradero de la criatura. “Es un niño y no una niña. Se llama Kong Nyong, y vive fuera de la aldea”.
Dos días después, aquella pista llevaría hasta la familia del pequeño, cuyo padre identificó al pequeño y confirmó que se recuperó de aquella hambruna pero que murió hace cuatro años de “fiebres”.
KEVIN CARTER » Allí, siendo miembro de “The Johannesburg Star”, fotografió a los civiles expectantes a la situa-ción que estaban viviendo.
» Carter es famoso por una fotografía que realizó diez años más tarde: en 1993. El sudanés Kong Nyong, un niño famélico, estaba en el suelo y un buitre estaba al acecho. Carter tomó la escena, y no volvió a saber nada más de ese niño. No supo siquiera si el buitre se lo comió o logró sobrevivir.
» El 26 de marzo de 1993, “The New York Times” publicó la foto y él ganó el Pulitzer.
» La crítica se cernió sobre él e intentó justificarse alegando que el niño hacía sus necesidades y que la tribu estaba a unos 20 metros de él.
» Abatido por ese capítulo de su vida y por un cúmulo de problemas personales, Carter se suicidó a los 33 años.
NOTA PÓSTUMA
En casi casi todos esos cuatro años, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johannesburgo vivieron una anarquía asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democrático. Allí, una vez más, estaba Carter. Todos los días se presentaba por la mañana a los campos de la muerte.
En marzo de 1993 se tomó unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sudán. Ahí, poco después de tocar tierra, es donde vio a la “niña” y el buitre. Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto. Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión –precisamente– que en él estaba necesariamente adormecida.
En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza. Carter se quedó destruido.
El 27 de julio de 1994, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño. Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.
El Mundo
DETALLES
» Comenzó su carrera a los 23 años, cuando poblaciones cómo Soweto –cerca de Johannesburgo– estaban en guerra.
Estoy deprimido (…) sin teléfono (…) dinero para el alquiler (…) dinero para la manutención de los hijos (…) dinero para las deudas (…) ¡¡¡dinero!!! (…). Estoy atormentado por los recuerdos vivídos de los asesinatos y los cadáveres y la ira y el dolor (…) del morir del hambre ó los niños heridos, de los locos del gatillo fácil, a menudo de la Policía, de los asesinos verdugos (…)”.
KEVIN CARTER
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