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La casona del tesoro

Por Redacción

Publicado el jueves, 29 de octubre del 2009 a las 02:19


En verdad resulta interesante el remover el pasado de los antiguos callejones de la vieja ciudad de Saltillo

(Recopilación Martha Santos de León) | Saltillo, Coah.- En verdad resulta interesante el remover el pasado de los antiguos callejones de la vieja ciudad de Saltillo, sobre todo cuando escuchamos de viva voz la conversación de los ancianos, dice Juan Marino Oyervides Aguirre en su libro “Cuentos y Tradiciones del Saltillo Antiguo”.

Enseguida sale el relato en donde se mezcla la realidad con el misterio, y que el olvido, y el transcurso de los tiempos, pretenden borrar.

Tal es el caso de los sucesos acontecidos en una casona del callejón De Peña.

Oficialmente este callejón se denomina calle Praxedis de la Peña, pero también fue conocido por el vulgo como el De la Rana. En la traza urbana ya aparece incipiente a finales del siglo 18.

El relato que ahora se presenta, sirve para reflexionar cómo en la vida, la fortuna es veleidosa con los mortales; trágica con unos y generosa con otros.

En el año de 1915, cuando hizo su llegada a Saltillo un comerciante español de comodidad y solvencia. Le acompañaba su familia, compuesta por su esposa y su pequeño hijo Gerardito. Venía con ellos un primo del señor, que servía de cochero, quien daba también cuidados a caballos y herrajes.

Los primeros años de estancia en Saltillo fueron de prosperidad en los negocios. Un día el señor adquirió un automóvil, una de esas primeras “fortingas” que circulaban por la ciudad.

Tiempo después levantó una casona que hasta nuestros días destaca por el callejón, estructuralmente es de adobe, pero tiene ladrillo aparente en su fachada y también tiene grabado en piedra el año de su construcción.

Refiere una anciana que vivió en aquella época por el callejón, que un día se presentó una tragedia en la familia que lo cambió todo.

Sucedió que Gerardito, jugando con un arma de fuego que su padre dejara cargada en un lugar impropio y al alcance del niño, disparó por accidente al cochero, quien cayó pesadamente sin vida; falleció sin los auxilios espirituales de algún sacerdote.

Aquel suceso entristeció en adelante el ambiente del hogar, al grado que el español decidió mudarse de Saltillo sin que se volviese a saber de él.

Después se supo vagamente que un familiar del castellano vendió la finca. Los nuevos dueños la rentaron a varios inquilinos de la localidad, entre ellos una señora familiar de Juan Marino Oyervides, quien cuenta que la noche de un 2 de noviembre, cuando ya se disponía a dormir, después de haber visitado a sus difuntos en los cementerios locales, se sobresaltó mucho cuando sintió cómo sacudían con fuerza una de las ventanas que daban al pasillo interior.

Tiempo después de esos y otros detalles, una vecina suya llamada Dolores, mejor conocida como “Cholita”, le dijo: “Señora, anoche vi ahí en uno de los cuartos que dan a mi casa, al espanto, una sombra como de un hombre que se hundía en el piso, y todo iluminado como con un resplandor. Dígale a su esposo que escarbe, a lo mejor hay dinero enterrado”.

“Ay Cholita… –contestó– me preocupa lo que pudieran decir los dueños. Ya ve, con lo buena gente que son…”.

Entonces Cholita, como fiel devota de San Francisco de Asís, a quien cada año visitaba en el Real de Catorce, propuso: “Estaría bien rezar algunas oraciones para pedir por el eterno descanso de las almas de los difuntos que penan por ahí”.

Posteriormente, la señora se cambió de casa, debido a que la humedad causaba molestias a una de sus hijas, Indiferente a los comentarios y sugerencias de sus vecinos y familiares para que excavase en los pisos de la casona en busca de algún tesoro oculto en el subsuelo.

Algunos meses más tarde, un comerciante dedicado a la venta de frutas y verduras instaló en la casona su negocio. Su carácter diligente y atento pronto le ganó la simpatía del vecindario.

Refiere la leyenda que una noche de febrero, en donde el cierzo invernal sacude con fuerza las hojas y las ramas de los árboles del lugar, en uno de los locales posteriores se presentó al señor, como brotando del subsuelo, un haz de luz refulgente, que por instantes casi lo cegó; cuenta la voz popular que el hecho se repitió en varias ocasiones.

Seguramente, a consecuencia de todo lo anterior, el frutero comenzó a cambiar su ánimo y disposición hacia Cholita y en general hacia todo el vecindario, y en su carácter devino en hosco y huraño.

Un día Cholita acudió al establecimiento y pidió: “Señor, quiero unos membrillos para el caldo, y unas verduras también”.

El frutero sólo quiso abrir la puerta a medias, sin permitir el paso franco a su cliente y vecina, a quien de manera cortante respondió: “No hay, ya es muy tarde, venga mañana, si quiere. Ahorita no hay servicio”. Acto seguido dio el portazo dejándola con la palabra en la boca.

Una noche pasó algo significativo y revelador. Desde la casa de Cholita se pudo apreciar con alguna dificultad lo que pasaba en el cuarto posterior de la casona, ya que una ventana veía al patio de la casa vecina.

A Cholita le sorprendió ver que el encendido eléctrico estaba apagado, sin embargo se podía ver el resplandor de una lámpara de petróleo.

Se aproximó con sigilo en medio de la penumbra nocturna y vio cómo todo el piso del local estaba excavado y también cómo de manera rápida y febril, el frutero y su cuñado escarbaban con pico y pala a la luz mortecina de la lámpara, cuyos rayos proyectaban sus sombras agigantadas sobre los muros laterales.

Cholita se volvió nerviosa a su casa, aquella visión le explicó de golpe muchas cosas. Reflexionó entonces que el vendedor de frutas y legumbres quería descubrir algo y por ello procuraba casi no tener trato con los vecinos, para que estos no estuvieran en posibilidad de enterarse, si es que llegaba a encontrar algo valioso en el subsuelo aquel en donde se perdiera la sombra que ella había visto.

Cuentan los ancianos que después el frutero desapareció de la noche a la mañana. Se dijo posteriormente que se convirtió en un próspero comerciante allá en el norte del estado.

Algunos aseguraban que encontró el fabuloso tesoro que cambió su vida.

Oyervides Aguirre concluye que tal vez el cochero penaba por los cuartos de la casona por no haber experimentado su alma el consuelo de la confesión por su muerte tan repentina, pero que dejó de hacerlo quizá por los rezos y oraciones de aquellas mujeres pías, y como el tesoro había sido extraído por el frutero, desaparecieron los áureos resplandores.

Por otra parte, alguien contó que el origen de aquellas joyas y monedas ocultas se debía a que el español las enterró bajo el piso de la finca, con la esperanza de que algún día regresara a Saltillo a reiniciar alguna nueva empresa.

Sobre el destino de la casona, se sabe que en las décadas de los 40 y los 50, ya mucho después de los acontecimientos relatados, fue adquirida por terceros propietarios. La ocuparon diversos inquilinos y de esta leyenda de enteraron vagamente.

Créalo o no…

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