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Las Cuevas

Por Redacción

Publicado el jueves, 29 de octubre del 2009 a las 02:12


Es espíritu de los pueblos se forma por sus costumbres y por el medio en que ellos viven, y se transmite

A veces las tragedias sirven para reunir a las familias

(Recopilación Martha Santos de León) | Saltillo, Coah.- Es espíritu de los pueblos se forma por sus costumbres y por el medio en que ellos viven, y se transmite de generación en generación con leyendas, cuentos, historias y recuerdos personales que forman, a veces, el sabroso tema de conversación de los más viejos, dice Froylán Mier Narro en el relato de la leyenda “Las cuevas”, publicado en su libro “Leyendas de Saltillo”.

Detalla que mucho antes de que todos los que están aquí nacieran, se ha venido festejando año tras año en el mes de agosto la función religiosa de Las Cuevas, dedicada a la Santa Cruz, como propicia devoción para atraer bonanza en las cosechas, así como ventura y paz a los hogares.

En esa fiesta, dice Mier Narro, como en todas las de su clase, nunca han faltado las danzas de matachines, los puestos de fritangas y frutas regionales, los tendidos de cañas y “ruidos de uña” (o cacahuates), las tinajas de atole blanco y champurrado, los carcamanes, las pirinolas, las loterías de baratijas, la “chuza” y hasta los expendios de pulque curado. La cucaña o palo ensebado, los cohetes y corredores, así como los tradicionales árboles de pólvora, han completado siempre lo típico de la festividad, para la cual se forma una verdadera romería.

Las Cuevas están situadas aproximadamente a dos kilómetros del centro de Saltillo hacia el sureste en la prolongación de la calle Las Maravillas, después Nezahualcóyotl y ahora Obregón.

Esta festividad, reseña el escritor, ya no se celebra con el esplendor y el entusiasmo de antes.

Como era costumbre, dice al contar lo que sucedió en una de esas festividades, los preparativos para el suceso se empezaban a hacer desde las primeras horas de la mañana. Las familias se reunían para formar los famosos días de campo en guayines de alquiler o vehículos particulares.

Cada familia cargaba con sus canastas llenas de provisiones, algunas mantas y almohadones para sentarse y descansar bajo la sombra de los árboles de las huertas cercanas o en los barrancos del arroyo que está a pocos metros del lugar de la función.

Aquella vez, la fiesta se vio un poco desanimada debido a que después de mediodía se empezaban a formar negros nubarrones que al fin se desataron en fuerte lluvia, obligando a los vendedores a recoger sus puestos y guarecerse en las humildes casuchas del rumbo.

Muchos se quedaron afuera, recibiendo el chaparrón; ya debajo de los guayines o al campo raso.

Cacahuates, cañas, naranjas y muchas otras cosas cuyos dueños no habían podido recoger a tiempo, fueron arrastrados por la avenida.

Los truenos y rayos, deslumbrantes unos y ensordecedores y crispantes los otros, formaban un ambiente de tragedia, pues se sucedían con pequeños intervalos y el eco retumbante de los primeros en los cerros cercanos, junto con el aguacero que se transformaba en tormenta, hacía el espectáculo más espantoso.

Las mujeres, devotas, rezaban de rodillas implorando al Creador para que hiciera cesar la tempestad.

Por doquiera se veían caras con palidez de espanto con el estruendo retumbante de las descargas eléctricas. Nadie osaba moverse de su lugar para no ser arrastrado por las lodosas aguas que aumentaban constantemente.

De pronto empezó a oírse un sordo ruido que momentos después se convirtió en rugido ensordecedor. Estaba bajando ya la avenida por el arroyo de Las Barrancas en cantidad extraordinaria.

Ya cerca del anochecer aminoró la lluvia, mientras la gente recobraba la tranquilidad, y precipitadas y rugientes, aumentaban las turbias aguas del arroyo que ya en muchos lugares amenazaba con desbordarse.

La mayoría de los asistentes a la función, se acercaron al arroyo para ver el imponente espectáculo de la avenida. De pronto se escuchó un grito unánime de la multitud. Acababan de ver un enorme tronco de árbol arrastrado por la impetuosa corriente y aferrada a sus ramas y con un niño amarrado a la espalda con el rebozo, una pobre mujer ya sin fuerzas pedía socorro.

Aquel doloroso cuadro conmovió hondamente a don Tiburcio Martínez, quien subiendo rápidamente en su caballo, salió en vertiginosa carrera por el camino de la Fundición; corrió casi desbocando al animal hasta el callejón del Chivo, y fue a pararse sobre el puente recién construido del ferrocarril Coahuila y Zacatecas. Arrojó la reata, lazó el árbol en que iba la infeliz mujer con su hijo a cuestas y logró detenerlo.

Desmontó; se hizo a la orilla enredando la reata a un poste del puente para tirar con más fuerza, sacó a la mujer ya casi desmayada, con el chiquitín atado a la espalda.

Aquel acto heroico de don Tiburcio se extendió por la población y los alrededores, suscitando admiración y alabanzas, y más cuando se supo que la mujer salvada de la impetuosa corriente era la esposa de Santos Martínez, hermano de don Tiburcio, y quiso la Providencia, según decía la gente, que su cuñado la salvara para unir nuevamente a aquellos hermanos, que por viejas rencillas de familia hacía mucho tiempo que ni siquiera se saludaban.

Es posible que aquél niño no conociera nunca la historia del hecho por el cual salvó su vida.

Como dato curioso de esta verídica narración, cita Mier Narro, un arriero aquella misma noche se encontró en un lugar cercano a Las Cuevas varias cajas de duraznos, y dijo celebrando el hallazgo:

“Por eso es bueno que llueva
para cosechar duraznos
y conducir en asnos
de la función de La Cueva”.

Créalo o no…

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