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Rigoberta Menchú, tras los pasos de la paz

Por Rosalío González

Publicado el lunes, 8 de mayo del 2017 a las 09:09


La guatemalteca y promotora de los derechos humanos comparte un dolor muy familiar con Coahuila

Saltillo, Coah.- Para la guatemalteca Rigoberta Menchú el nombre de Patrocinio trae recuerdos profundamente encontrados. Su hermano Patrocinio Menchú, de 16 años, fue secuestrado y torturado hasta la muerte por el Ejército de su país en 1979; en Coahuila, ese nombre, el de Patrocinio, representa los mismos sentimientos de muerte, dolor, desaparición e impunidad.

Cuando la guerra civil de Guatemala, Rigoberta y su familia vivieron los peores horrores. Su madre Juana Tum, una comadrona que poco supo del español, pues más hablaba quiché y kekchí, sufrió desaparición forzada en 1980, un año después del asesinato de Patrocinio. Todo por la represión y explotación de los indígenas y sus tierras.

“A mi madre se la llevaron y luego me dijeron que la habían matado y dado de comer a los animales”, contó Rigoberta, mientras observaba por el rabo de los ojos hacia sus costados y casi en secreto le confiesa al micrófono, “y cuando los recuerdo, siento que van a tocar a la puerta y que van a ser ellos”, los soldados, los asesinos de su familia.

El dolor está vivo en Rigoberta, como lo está también, a 228 kilómetros del foro donde ofreció su conferencia, en Patrocinio, un cementerio clandestino en La Laguna de Coahuila, a donde han acudido madres, hijos, hermanos y esposas a la búsqueda de sus desaparecidos, como la madre de Rigoberta, como su hermano Patrocinio, familias completas que han buscado entre la tierra seca los fragmentos óseos de sus seres queridos.

La Nobel de la Paz es de sonrisa fácil. A donde va sonríe, siempre se presenta así, con una sonrisa expuesta en su cara redonda que resulta tan familiar y confiable. Rigoberta viste con huipil bordado con hilos de colores contrastantes: oscuros y chillantes, pero a pesar de que ella misma ha relacionado su imagen con la de los indígenas quiché de Guatemala, no le gusta que los artistas liguen a los indígenas con la desnudez y la pobreza material.

“Los artistas nacen con un sentido que no todos tenemos, pero luego tienen ideas que no son, por ejemplo, a mí siempre me dibujan con caites (guaraches rústicos y coloridos), y no saben que a mí me encantan los tacones”.

En su primer evento público en Saltillo, Rigoberta Menchú se presentó en tacones. Eran negros, sobrios y ejecutivos. “Mi vicio son los tacones”, confiesa. No son los únicos que tiene, dice que cuando va a alguna tienda busca tacones lindos que le queden a sus pies. Debe tener una colección.

HUELLAS QUE PERSISTEN

Han pasado casi 40 años desde que perdió a sus padres y a su hermano, y aunque no los olvida, ha podido mitigar el odio, el resentimiento contra quienes le hicieron tanto daño a su gente. “El odio no sirve de nada y los niños, que son el futuro, deben saber esto”.

Rigoberta no olvida. Siempre que la presentan, lo hacen agregando el Menchú, apellido heredado por su padre Vicente, quien murió igual que su esposa Juana en 1980, pero él en la toma de la Embajada de España en la capital de Guatemala.

Vicente murió en la lucha, se manifestó con otros 21 indígenas para que el Gobierno dejara de atacar a sus comunidades, pero el Ejército respondió con fuego a la toma de la Embajada. Vicente murió ahí.

Rigoberta, que además del Nobel de la Paz 1992, ganó también el Premio Príncipe de Asturias a la Cooperación Internacional que otorga el Gobierno de España. Sobrevivió a fuerza de astucia y suerte, porque también querían matarla.

“México es para mí un gigante, llegué aquí refugiada, huyendo de la guerra, de la violencia, de todo lo que pasaba en Guatemala”, narra la también escritora que se soba las rodillas con una de las manos mientras recuerda su salida de su patria, “su patria grande”.

Las palabras de Rigoberta duelen, raspan los corazones, jalan heridas vivas de su huida de Guatemala, uno de los países más pobres de Latinoamérica, enclavado en Centroamérica, donde también están El Salvador y Honduras, de donde provienen cientos de migrantes que al año pisan suelo saltillense.

Menchú Tum estuvo en la FILA 2017 dictando una charla sobre el derecho a la educación de los niños, pero sus enseñanzas fueron más allá, golpearon las paredes de una pequeña casa en la colonia Landín, por las curvas, una casa que ahora es santuario de migrantes.

“Los libros son migrantes sin fronteras”, dice. Ella también lo es, y su cara, su color de piel, el acento de sus palabras, la complexión de sus manos, de sus pies semidesnudos en unos caites intensamente rojos, son tan iguales, tan familiares, y no sólo porque la hayamos visto decenas de veces en los noticieros y entrevistas de televisión, o leído, sino porque en nuestra ciudad decenas de refugiados, de migrantes que comparten patria con ella, llegan a las calles para pedir dinero, para vivir la paz, y en sus ojos está la mirada de Rigoberta Menchú.

En lo que va del año, 17 personas han solicitado refugio en Saltillo, de acuerdo con la Casa del Migrante. La mayoría de ellos, salvo un par de excepciones, son centroamericanos, paisanos de la guerra, de la Mara Salvatrucha, gente sufrida de violaciones físicas y mentales, víctimas de la pobreza y la delincuencia.

“Para mí es inconcebible que haya niños abandonados y que las mujeres sean ultrajadas”, dice Rigoberta, sostenida en un atril de plástico transparente desde donde da su conferencia, arriba de un banco de madera que la hace emparejar su estatura con el atril, pues de otra manera no alcanzaría.

Para Menchú es inconcebible lo que para la realidad es el pan de todos los días: hambre, desigualdad, xenofobia, odio, armas, falta de medicinas, asesinato de periodistas, pero ya párenle, “porque los mexicanos siempre dicen que en México no se puede vivir y entonces yo bromeo y le digo a la prensa ‘si en México no se puede vivir, entonces dónde querían vivir los mexicanos’”, dice Rigoberta.

Camina tranquila, parece que quiere recuperar la lentitud y la tranquilidad que perdió con los años, da los pasos como acechando una presa, despacio, un pie tras otro, como los jaguares de su tierra, como los viejos mayas, los del calendario del que ella tanto habla.

“Digan a los niños sobre la grandeza de nuestros abuelos, no lo malo, hablen con ellos de lo bueno, porque si no, estaremos fregados porque ellos nunca se sentirán orgullosos”.

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