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Tarahumara: nuestra Somalia (por culpa de las malditas balas)

Por El Universal

Publicado el domingo, 15 de enero del 2012 a las 22:11


En los cuneros del hospital regional de ginecobstetricia, las enfermeras vigilan la condición de tres recién nacidos.

Ciudad de México.- En los cuneros del hospital regional de ginecobstetricia, las enfermeras vigilan la condición de tres recién nacidos. Son dos varones y una mujer, ninguno tiene nombre de pila. Miden menos de 50 centímetros y no sobrepasan el kilo y medio. El mayor de ellos nació el dos de noviembre. Lleva cinco semanas interno y comparte el mismo diagnóstico que el más pequeño, nacido la primera semana de diciembre: síndrome de estrés respiratorio e hipoglucemia. Ambos provienen de Bocoyna, la región más elevada de la sierra Tarahumara. La madre del primero de ellos es una indígena de 28 años, a la que se detectó desnutrición severa cuando fue atendida del parto.

“Le está echando muchas ganas —dice la enfermera que lo atiende— pero no hay mucho qué hacer. Básicamente estamos esperando a que muera”.

La diferencia entre los dos varones es notable. El niño indígena tiene el abdomen inmenso, como si le fuera a reventar, y su piel parece un cartón envejecido, surcado por venas y arterias. Cada día pierde peso y las convulsiones le provocaron lesiones irreversibles en el cerebro. El otro niño es hijo de una mestiza joven. Nació a las 40 semanas de gestación pero está allí porque su madre descuidó el embarazo. Los médicos predicen que sobrevivirá sin problemas, lo mismo que la bebé, nacida antes de término, a las 32 semanas, también de madre mestiza.

“Este es un cuadro dramático, que por desgracia es hasta cierto punto común”, dice Alejandra Valdez Mendoza, la encargada del Departamento de Calidad y Enseñanza del hospital chihuahuense. “La mortalidad de estos bebés casi siempre es por prematurez extrema; son bebés que nacen de (pocas) semanas. O por las infecciones nosocomiales, también, y por la asfixia. Esas son las principales causas de mortalidad perinatal”.

El hospital de ginecobstetricia ocupa un viejo edificio, construido hace sesenta años en lo que antes fue la orilla de la ciudad. Cuenta con 20 camas, quirófano, laboratorio, dos médicos generales, cuatro especialistas y 67 enfermeras. Cada mes nacen allí un promedio de 260 infantes, cuyas madres residen en 25 municipios aledaños.

Alrededor de un 15 por ciento son tarahumaras, y en su gran mayoría, unos 20 casos por mes, llegan en estado grave, consecuencia de la desnutrición y la falta de cuidados médicos durante el embarazo. Las madres indígenas suelen ocupar 13 de las 20 camas disponibles y sus hijos acaparan igualmente el área de cuidados intensivos.

“Como hospital nos sentimos un poco impotentes en ese sentido”, dice la doctora mientras camina de regreso del área de cuneros. “Somos un hospital de segundo nivel de atención y esto significa que aquí atendemos a las mujeres prácticamente en el parto. Entonces, cuando nos vienen pacientes indígenas, éstas suelen llegar a partir de la semana 34, cuando se sienten muy mal o ya están por aliviarse. La mayoría de estas pacientes llegan en desnutrición. Son pacientes delgadas, con una pancita muy chiquita a pesar de que ya son embarazos a término. Y sus bebés nacen con bajo peso y agarran infecciones muy fácilmente. Son bebés que ya por el hecho de venir desnutridos tienen, no diré que pocas posibilidades de vivir, pero sí están más propensos a adquirir una enfermedad”.

Algunas de estas pacientes indígenas provienen de lugares remotos en los que difícilmente alguien puede atenderlas. El nueve de diciembre, una de ellas alcanzó a llegar viva, tras día y medio de travesía. Era una adolescente de catorce años, originaria de Guazapares, en los límites con Sinaloa y Sonora. Tardó 24 horas para llegar a San Juanito, en el municipio de Bocoyna, y desde allí fue traslada en ambulancia hasta Cuauhtémoc. Tenía 37 semanas de gestación. Los médicos le diagnosticaron clamsia, que no es otra cosa que convulsiones que anuncian el coma durante el embarazo. Tras alumbrar fue remitida a terapia intensiva en el hospital de zona del IMSS. Su hijo sufrió desnutrición in útero y seguramente, dicen los médicos, presentará restricción de crecimiento.

Sin accesos para llevar comida

Cada semana, dice Juan Carlos Trejo, el director del hospital, reciben al menos cuatro casos similares. Aún así, sólo han registrado en el año la muerte de un recién nacido tarahumara. “Fue un caso en el que no pudimos hacer nada por el estado de gravedad en que llegó la madre. Pero sí, la pobreza, la desnutrición y las enfermedades que ello genera, nos brindan un cuadro bastante triste casi todos los días”, señala.

En su pequeño despacho, Trejo dispone de una pizarra blanca, enorme, cuadriculada con marcadores de color negro y rojo. Ahí lleva la estadística mensual de atenciones. No especifica si son indígenas, mestizas o menonitas, pero eso no importa. Su personal sabe bien que los casos más graves suelen ser de tarahumaras.

Anteriormente, la Secretaría de Salud del estado, a la que pertenece el hospital, solía realizar trabajo de campo en las comunidades más apartadas de la sierra. Con ello obtenían algo parecido a un control perinatal que aminoraba el riesgo de parto y las secuelas que dejan en los recién nacidos. Sin embargo, la violencia e inseguridad de los años recientes volvió imposible continuar con el programa.

“Es una pena, porque por ejemplo el Seguro Popular deja fuera a la comunidad indígena, porque ellos no cubren el requisito del domicilio fijo o del acta de nacimiento. Entonces, estos trabajos de campo eran importantísimos. Pero la verdad hay mucha dificultad para trabajar allá”, dice.

La zona referida por Trejo no sólo es ruta de paso de droga, sino asiento histórico de cultivos de adormidera y mariguana. Hay tala clandestina, minas custodiadas, caciques y gavilleros. Las armas son habituales entre buena parte de la población y hasta la primera mitad de la década pasada, algunos de los municipios que la conforman registraban la mayor tasa de homicidios del estado. Sin embargo, los ataques contra empleados de gobierno, maestros y médicos eran casi inexistentes. Eso cambió en 2008, después de que las fuerzas federales iniciaron operaciones en el llamado “Triángulo dorado”, en la conjunción de Chihuahua con Sinaloa y Durango.

En octubre de ese año, dos empleados de la Coordinadora Estatal de la Tarahumara fueron asesinados con disparos de AK-47 y R-15, mientras conducían de noche por una carretera en Guadalupe y Calvo. El ataque fue el punto culminante de una secuencia de asaltos a mano armada que rebasó la media centena entre enero de 2008 y junio de 2009. Los blancos preferidos fueron camionetas del programa Oportunidades y 70 y Más. Ante ello, la delegación de la Secretaría de Desarrollo Social dejó de atender comunidades remotas y centró operaciones en poblaciones relativamente seguras.

La inseguridad ha ido en aumento. Grupos armados han sitiado por horas las principales poblaciones de la Tarahumara, como Creel y San Juanito, para cometer asesinatos múltiples, y han amenazado con disolver a tiros concentraciones de brigadas médicas en la cabecera municipal de Carichí, donde reside la mayor población indígena de la sierra.

“Las cosas están realmente peligrosas. El alcalde me dijo hace unos días que tras una feria de salud, fueron a colocarle una manta para advertirle que la próxima sería reventada, porque no les gustan las aglomeraciones”, cuenta Rubén Morales Marín, director de la jurisdicción Cuauhtémoc de la Secretaría de Salud en el estado.

Eso ocurrió el domingo 11 de diciembre. Y el viernes previo, Morales fue enterado también sobre el secuestro de seis profesores y el hermano del mismo alcalde. De acuerdo con los testigos de tales hechos, todos fueron retenidos por grupos de hombres armados que instalan retenes sobre carreteras y brechas, así sea de día.

El nivel de inseguridad redujo por lo tanto la asistencia médica para los tarahumaras más vulnerables, dice Isabel Talamantes, la coordinadora de brigadas de los servicios de salud del estado en esa región.

“Usted al momento que sabe dónde está la delincuencia, simplemente no llega a consulta; no llega con el diabético, no llega con el hipertenso, no llega con el tratamiento de tuberculosis, no llega con la influenza. Y aquellos niños se le van a enfermar, aquellos viejitos se le van a morir o van a venir aquí complicados con neumonía, o cuando los tome ya la brigada van a venir al hospital muy mal. ¡Claro que es un problema muy grave lo que se vive en la sierra de Carichí!”.

Los tarahumaras viven en aldeas distantes unas de otras, algunas hasta dos horas a pie. Talamantes dice que sus brigadistas en ocasiones caminan por 15 horas para atender enfermos. Se meten por veredas que, hasta ahora conocían sólo ellos y los propios indígenas. Pero es allí donde comenzaron a operar los grupos armados. “Eso ocurre a cualquier hora del día”, dice. “Y las personas que están haciendo esto saben las rutas, saben las veredas. Vigilan sobre todo a los maestros. Y entonces uno se pregunta: ¿Cómo llegan hasta estas veredas? Sin duda alguien les está diciendo”.

Del universo de ocho mil tarahumaras en Carichí, la tercera parte ha dejado de recibir atención médica porque Talamantes y sus jefes decidieron suspender las brigadas en buena parte de la sierra.

Hambre que no termina

La impunidad con la que operan grupos de la delincuencia organizada es sólo uno de muchos fenómenos que rodean a la comunidad tarahumara, dice Javier Ávila, el sacerdote jesuita que es el líder moral de la zona. De manera directa, los indígenas han sido vejados por caciques y gobernantes, golpeados y encarcelados por policías federales y estatales, y al final el hambre y la desprotección de todos ellos es algo que tiene origen en tales atropellos.

“El hambre no se ha ausentado de la Tarahumara, yo creo que desde que llegó la otra cultura. Es gente que invade o que invadimos y que de muchas maneras les vamos quitando derechos”, explica. “A mí no me gusta manejar lo de la ‘hambruna’. La hambruna, según lo que yo entiendo, la vemos nosotros en Somalia, por ejemplo. ¿Hay hambre en Tarahumara? Hay mucha hambre. Que hubo sequía, hubo sequía. Que hubo heladas fuertísimas, hubo heladas fuertísimas. Que no se levantó cosecha, no se levantó cosecha. Que no hay maíz no hay frijol, no hay maíz y no hay frijol. Pero lo que a mí me preocupa es que esto es reiterativo y jamás se han atacado las causas y sólo se atienden los efectos dándoles cobijas y despensas a los tarahumaras”.

Al sacerdote todos lo conocen como El Pato. Lleva metido en la sierra tres décadas y no ha dejado de encabezar movimientos ciudadanos que luchan por los derechos humanos de la población indígena. Desde hace diez años representa a organizaciones de la sociedad civil en el Programa Interinstitucional de Atención al Indígena (PIAI), del que forman parte dependencias de gobierno y empresarios. Durante el año pasado pidieron al gobernador de Chihuahua, César Duarte, que declarara en estado de emergencia a la sierra, debido a la sequía, pero el reclamo de la comunidad fue rechazado por el funcionario. A cambio, el padre Ávila logró que los integrantes del programa acordaran llevar ayuda sin promover ninguna instancia de gobierno, y que el alimento se ofreciera a cambio de un trabajo comunitario en lugar de regalarse así nomás.

“Desde luego que no vamos a solucionar el hambre de la Tarahumara ni pretendemos hacerlo”, reconoce El Pato, “pero sí buscamos incidir en lugares donde menos apoyos se pueden tener y para tal efecto realizamos un mapeo sobre las zonas más vulnerables. Por desgracia, la tentación electoral es demasiada: ya acordado todo en la mesa del PIAI (el programa para atender a los indígenas), para sorpresa mía me entero que de pronto aparece (a comienzos de diciembre pasado) la Coordinadora General de la Tarahumara, con el gobernador del estado repartiendo costales de maíz y frijol y barras de salchicha; regalando cobijas. Y claro que el maíz y el frijol viene en un costal que dice ‘Chihuahua Vive’, y es muy patriota porque trae el verde, blanco y colorado. Así no se atacan las causas de tanta hambre”.

La grave sequía

A unos cuantos metros de las oficinas del sacerdote se encuentra la clínica Santa Teresita, un complejo asistencial fundado por civiles en Creel para atender a la población tarahumara. Allí se tiene capacidad para internar a 72 pacientes y se ofrecen unas 500 consultas mensuales. La ocupación habitual se mantiene sobre 50 por ciento y predominan los pacientes menores de cinco años y los adultos mayores de 60. El complejo tiene un área de cuidados intensivos que para la segunda semana de diciembre comienza a llenarse con casos de menores tuberculosos, con cuadros de neumonía y desnutrición severa. Son los niños que el estado no provee de salud, alimentación y escuela, y a los que El Pato dice que tratan de mejorarles la vida con despensas y cobijas.

La sequía de los últimos años ha comenzado a impactar en los registros de pacientes que se llevan en la clínica de esta zona.

“Hemos visto que a partir de julio ha habido un aumento significativo en este tipo de pacientes con desnutrición severa. Nos ha llamado la atención que no sólo vienen niños afectados por la falta de alimentos, sino adultos”, dice René Cuéllar, uno de los médicos a cargo de la clínica.

En seis meses Cuéllar atendió 35 casos de desnutrición severa en menores de cinco años, una cifra que dobla la estadística del primer semestre. Sólo uno murió. Fue una niña de tres años, procedente de Urique, que ingresó con edema y lesiones sangrantes e infectadas en la piel. Los tarahumaras, sean infantes o adultos mayores, comienzan a llegar en mayor proporción desde noviembre, con tuberculosis y parasitosis.

El hambre es histórica en la Tarahumara, como refirió el sacerdote jesuita. Pero en años recientes, la sequía ha mermado aún más la capacidad que tienen los indígenas para alimentarse, agrega el médico. “En el caso de los niños, comen menos de lo requerido por el cuerpo para tener una actividad normal. Entonces el cuerpo se adapta y con la poquita energía de lo que la gente come, alcanza para generarse energía suficiente para que el cuerpo funcione, pero no para que crezca, no para que se desarrolle. Esto significa que los menores crecerán menos de lo habitual para su etnia”, explica.

En la sala de cuidados intensivos Cuéllar señala a uno de los pacientes que será dado de alta, dos meses después de que llegó moribundo por la falta de alimento. Tiene nueve años, pero tiene el peso y la estatura de un niño de cinco. “La sequía está impactando las estadísticas”, dice el médico. “De por sí, la sierra no es muy fértil y no se dan muchos alimentos, y ahora además está el problema de la inseguridad, que impide que llegue la ayuda que envían organismos nacionales y extranjeros, porque no hay quién quiera llevarlos”.

Los cuadros de desnutrición severa y el resto de enfermedades asociadas apenas estallan en Creel y otros poblados de la Tarahumara. Es una avalancha que no tarda en llegar a Cuauhtémoc, 200 kilómetros al norte, y a la ciudad de Chihuahua. Es cosa de semanas. El reflejo de la hambruna que agudiza la sequía y la falta de ayuda por cuestiones de seguridad, se verá en toda su magnitud a partir de febrero, cuando el invierno esté en su apogeo con temperaturas promedio de 17 grados bajo cero, dice María Dolores Chávez, coordinadora de vigilancia epidemiológica y medicina preventiva de los Servicios de Salud en Cuauhtémoc.

“Es entonces que esperamos los casos más graves y, por desgracia, también los primeros decesos. Lo peor está por verse”.

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