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2018: el dilema de Meade (y IV)

Por Raymundo Riva Palacio

Hace 6 años

La precampaña presidencial de José Antonio Meade está crujiendo. No está cuajando dentro del PRI de manera fácil, y no se sabe si el cronograma electoral del presidente Enrique Peña Nieto estimaba lo que está pasando. La postulación de Andrés Manuel López Obrador por parte del Partido Encuentro Social, que nació con gene priista de Hidalgo, es una fractura que apenas el conflicto interno en el PRI. Pero la brecha parece más profunda. Paola Rojas entrevistó el miércoles al expresidente Carlos Salinas en Televisa, quien afirmó que el PRI que gobierna hoy no es el que lo hizo durante 70 años. Y cuando le preguntó por quién iba a votar, Salinas respondió: “El voto es secreto”.

Estos episodios muestran la disfuncionalidad del momento priista. La salida del PES se determinó porque el compromiso con el Gobierno para que apoyar al PRI en las elecciones en el Estado de México –que se contaba en cuatro dígitos de millones de pesos–, nunca llegó a sus arcas. La declaración del expresidente, quien cuando parecía tambalearse la candidatura presidencial de Luis Donaldo Colosio ante la embestida pública y mediática de Manuel Camacho, afirmó “no se hagan bolas”, ha enredado las cosas con su silencio, que grita a 180 decibeles, como el sonido del Krakatoa cuando hizo erupción. El PRI está dibujando su ruptura, que no se da sólo entre el viejo régimen y el nuevo, sino que dentro del mismo grupo de poder que ganó la sucesión presidencial, se empiezan a apreciar las grietas.

De entre las sombras está comenzando a aparecer el secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, quien a decir de personas informadas de lo que sucede hacia el interior de la casa presidencial, ha comenzado a tomar decisiones y a operar en algunos temas dentro de la campaña presidencial de Meade. Videgaray no se ve abiertamente, pero su mano es a la que se le adjudica la decisión final del presidente Peña Nieto para que trasladara al exgobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, de la presidencia del PRI en la Ciudad de México a la campaña de Meade, y que su relevo fuera el exgobernador de Hidalgo, Francisco Olvera, distanciado de su antecesor, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, como delegado especial del Comité Ejecutivo Nacional del partido en la capital federal.

Las primeras acciones notorias de Videgaray en la campaña, sugieren que la coordinación de la misma, encargada por Peña Nieto al exsecretario de Educación, Aurelio Nuño, no está funcionando como debería. Nuño, quien asumió el control total de la campaña junto con el líder nacional del PRI, Enrique Ochoa, llegó al equipo de Meade y lo sacudió de meadistas. Ciertamente, contra lo que se piensa en la República de las Opiniones, el equipo que tenía su corazón de poder en Videgaray al arrancar el sexenio, se ha venido fragmentando. Dentro del equipo del precandidato hay voces que le han pedido que rompa con Videgaray y se quite lastre, lo que no hizo Meade. Ahora menos. El afectado inmediato de su llegada, aunque aún limitada, es Nuño, que pese a ser amigo del precandidato, no pertenece a su círculo de confianza.

La precampaña tiene apenas una semana de vida y enfrenta disfuncionalidades. No se conoce realmente cuál es el ánimo de Nuño para apoyar ciegamente a Meade, dado que durante el mes previo al destape, el presidente Peña Nieto tuvo una serie de muestras y gestos hacia él que lo hizo pensar al igual que a sus colaboradores que la decisión se iba a inclinar por el secretario de Educación. Su inclusión al frente de la campaña lo convirtió en una pieza fundamental para la estrategia. Por un lado, como enlace con Peña Nieto, el verdadero jefe de campaña –como lo fue en el Estado de México, donde se metió directamente al diseño y manejo estratégico–, y por el otro como el Plan B, que desde el asesinato de Luis Donaldo Colosio, cuando Salinas no pudo hacer candidato a Pedro Aspe por las restricciones constitucionales, se ha dispuesto un relevo en dado caso –nadie lo dice abiertamente– de que fuera necesario el relevo por una causa de fuerza mayor.

Las señales son que, pese a la cercanía de Nuño con Peña Nieto y la enorme confianza que le tiene como operador político, el Presidente ha dejado ver que requiere de mayor experiencia para reencauzar la campaña de Meade. Videgaray, que manejó su campaña presidencial en 2012 y la de Ávila como candidato a gobernador en el Estado de México, parece haber sido la solución inmediata para enderezar un barco antes de que se pierda y naufrague. La presencia de Videgaray, aún en las sombras, no es un factor cohesionador.

El canciller –no se sabe cuánto tiempo dedicará a la campaña– está enfrentado con Osorio Chong, uno de los perdedores en la sucesión presidencial, y con Claudia Ruiz Massieu, la secretaria general del PRI, con quien se enemistó hace casi un año, y que no ha podido trabajar con comodidad en el partido, donde ha tenido varios frentazos. Peor aún, en términos de simetría de inteligencia, tiene cuentas pendientes con el expresidente Salinas, con quien se ha enfrentado varias veces a lo largo de este sexenio. Videgaray es un elemento disruptor en la campaña de Meade. Pero el precandidato también lo es. El choque que se perfila es contra el PRI, a nivel jerarcas, en su totalidad. El único que puede conciliar, apaciguar, contener o reprimir es Peña Nieto, quien tendrá que hacer una campaña paralela para evitar que el PRI, como en 2006, abandone a su candidato.

Nota: Esta columna suspenderá su publicación hasta el próximo 2 de enero.

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