(Se me volvió costumbre y necesidad lanzar al aire este texto sobre la muerte de Doña Mary, acaecida siete años atrás. Es solo para cultivar mi memoria y cosechar los recuerdos de su vida).
Tenía en mi lista de temas algunos por demás interesantes: ¿Por qué pelean los hermanos?, por dar un ejemplo; también podía hablar acerca de cómo tasar el sueldo de un maestro que enseña a sus alumnos un conocimiento inmarcesible, que lo lleva a conocerse a sí mismo y encontrar un nuevo sentido a lo que nos rodea. Porque los hay, créanlo.
Sin embargo me ganó el sentimiento y quise recordar el olor cálido de las cocinas del rancho; no me acuerdo muy bien del huevo con salsa para el almuerzo, con tortillas de maíz bien tostadas que se toman de a una, directo del comal de una chimenea improvisada con la barriga de un tonel.
La idea se me desdibuja en los rosarios, un momento en que las voces de todas las mujeres se juntaban para cantar con el mayor fervor que he conocido, en una combinación de voces graves y agudas que, a propósito, a nadie le saldría mejor.
Creo, no estoy segura, una vez me contó doña Mary que iba caminando con su hermana gemela, cantaban a voz en cuello por entre los pinos y la tierra cuando don Nacho Niño, el hombre mítico de Los Gringos, en la Sierra de Arteaga, les pegó un buen susto porque hizo un repentino sonido gutural, para luego, cuando las muchachas echaron en corrida, él reírse a carcajadas como lo hacía en la mañana, en la tarde y en la madrugada.
Se me olvidan los pasos para hacer la cajeta. Ella los aprendió de su madre y luego me pasaba las recetas salpicadas de historias de cocina y felicidad. Trato de apresar en la memoria a qué hora se pone el cuajo en la leche caliente todavía de la vaca, espumosa y colada.
¿Cómo eran las navidades? Estoy segura de que me lo dijo, y también me contó entre lágrimas que su hermana Luz no quería morir porque le gustaba mucho la Navidad y no estaba segura de que en el cielo pusieran pino.
Si lo tuviera presente, podría hablarles de los marranos que cuidó y luego hizo chicharrones; de las gallinas que alimentaba a soplidos y onomatopeyas; de las flores hacinadas en un pequeño jardín que parecía siempre contento, porque hasta en las heladas había dalias despeinadas, como yo, que asomaban sus ojos de colores. (Confieso, doña Mary, que yo fui quien robó los brotes de geranio el otro día).
Apenas rememoro las nochebuenas de fieltro para Navidad, la levantada con muchos niños y muchos bolos, y los regaños y los cariños.
Ahora que ya está cerca Navidad voy a pedir solo una cosa: Que, por favor, no se me olvide su amor, porque hace muchas noches doña Mary murió.
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