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Coahuila

Carrera presidencial

Por Gerardo Hernández

Hace 6 años

En una comida con José López Portillo (JLP) en el casino de Saltillo, el gobernador Óscar Flores Tapia (OFT) pidió a Dios iluminar al presidente para elegir a un sucesor de su talla de estadista y su estatura intelectual y política. En sus memorias Mis Tiempos. Biografía y Testimonio Político (Fernández Editores, 1988), JLP refiere ese momento como algo bochornoso. OFT, quien renunció 101 días antes de concluir su mandato por desavenencias con el presidente, había publicado previamente el libro José López Portillo y Yo: Historia de una Infamia Política (Editorial Grijalbo, 1983).

Autoproclamado como “el último presidente de la Revolución”, JLP ha sido hasta hoy el único mandatario surgido de la Secretaría de Hacienda. Ganó con 16.4 millones de votos, el 91.9% del total, pues en las elecciones de 1976 el PAN no presentó candidato, y el PRI tuvo como aliados al PPS y al PARM. Treinta y seis años después, Peña Nieto llegaría al poder con 19.2 millones de sufragios, el 38.2% de la votación general.

El Gobierno de JLP resultó ruinoso para el país por la corrupción, el sobreendeudamiento externo, el pésimo manejo de la política petrolera y la estatización de la banca. No era experto en cuestiones financieras –antes había sido director de la CFE–, pero poseía la llave para despachar en Los Pinos: su amistad con el presidente Luis Echeverría. El favorito de la clase política era el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, como en la sucesión de este año lo fue Miguel Osorio Chong, titular de la misma cartera.

El presidente Peña Nieto se decantó por José Antonio Meade, un híbrido del PRI y del PAN. Lo hizo forzado por las circunstancias y el miedo cerval a que Andrés Manuel López Obrador gane las elecciones de 2018 a pesar de las embestidas del poder, de sus adláteres y de un sector de la prensa para descalificarlo por aun por la razón más baladí. Para tranquilizar al país, lavarle la cara al Gobierno y generar confianza en los mercados, a Meade se le presenta como un servidor público experimentado, probo y juicioso.

Sin embargo, pedir a los sectores del PRI “háganme suyo” y a la vez comprometerse a combatir la corrupción, como Miguel de la Madrid lo ofreció al país después del sexenio de JLP, siembra dudas sobre su voluntad para sanear la política y enjuiciar a funcionarios venales de este y otros gobiernos –federal y estatales– sin importar filiaciones partidistas. Meade es la estrella del momento y en pocas semanas ha sido colmado de halagos de toda índole. Incluso su escaso nivel de conocimiento entre la población se pondera como una ventaja.

López Obrador encabeza las encuestas y es el único presidenciable –ya fue candidato dos veces– que ha recorrido la república en múltiples ocasiones y tiene mayor cercanía con la gente. Todavía puede provocar incertidumbre en algunos medios, pero después de las experiencias de 2006, cuando afrontó a Felipe Calderón, y de 2012, cuando compitió contra Peña Nieto, ha moderado sus posturas y avanzado incluso en sectores que antes los consideraban “un peligro” para México. Además, su base electoral está en los estratos más amplios: los indignados con un régimen corrupto, soberbio e insensible; los necesitados y las víctimas de un sistema que privilegia el amiguismo por encima de la justicia. Meade necesita más que un rostro amable, una sonrisa contagiosa y buena fama para ganar las elecciones. Necesita ser creíble.

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