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Coahuila

» Cuento de Navidad

Por Rafael Loret de Mola

Hace 6 años

Soñé, todavía es posible, con una Navidad blanca. No la artificial que impone a una parte del zócalo el hielo para el disfrute de los patinadores –escasos si los comparamos al total de una población cuya cultura no incluye las llamadas festividades del invierno estadounidense-, y regocijo de los curiosos que, a falta de poder adquisitivo, se animan observando en silencio sólo roto cuando alguien de los activos sucumbe irremisiblemente ante la ausencia de equilibrio.

Las risotadas son enormes y no pocos manifiestan su sorpresa ante un paisaje que, desde luego, no nos pertenece y es tan ajeno como el de los pingüinos al sur del continente; aún con algunas reproducciones en los zoológicos las muestras nos siguen pareciendo exóticas y lejanas.

La Navidad blanca con la cual entré al paraíso de la irrealidad –o la fantasía, si no creemos en la sentencia de que cuanto pensamos adormecidos, en la oscuridad de la noche, encuadran en las premoniciones-, no tiene que ver con la nieve, tan poco frecuente como los actos de justicia en el centro de la República y sólo presente en algunos sitios del norte, sino con la urgencia de frenar la barbarie, dejar de observar a sujetos patibularios andando al lado nuestro y convencidos que portar una cadena de oro les hace tan superiores como para abrirles el paso en las estrechas banquetas o en los pasos peatonales artificiales en donde las obras públicas huelen a complicidades y corrupción.

Hace unos días, por cierto, uno de los trabajadores contratados para modificar la avenida Presidente Masaryk, acaso uno de los sitios de la capital en donde menos falta hacía esta millonaria inversión, me abordó con voz muy suave, como si quisiera hablar en silencio lo que, naturalmente, es imposible y me susurró:
–Oiga… fíjese que nos encontramos una pulsera de oro cuando escarbábamos; ¿quiere verla?

La vi, por curiosidad. Y aunque parecía una artesanía azteca propia de un museo recordé que esta sección de la inmensa ciudad de México, Polanco, era un islote alejado de la Gran Tenochtitlan por lo cual era poco probable desenterrar piezas prehispánicas; acaso, dicho con el mayor respeto, podrían encontrarse algunas Menorah, el tridente del pueblo israelí utilizado para las grandes celebraciones, considerando que esta colonia defeña fue, durante muchos años, casi exclusivo de la comunidad judaica. Por cierto, no faltan lugares en donde pueda apreciarse este símbolo, incluso en centros comerciales como Antara muy cerca de lo que se denomina ya “ciudad Slim”, el segundo gran espejismo de la urbe magna en paralelo con Santa Fe.

Pretendí explicarle al humilde obrero la realidad y con el rostro sonrojado y la cabeza baja -¡nunca deberíamos admitir esta postración!-, me suplicó:
–Por favor, no le diga a nadie… es mi Navidad.

–¿Y a quién podría decirle? ¿A un policía que seguramente haría el negocio él a costa de usted? No, mi amigo, soy mexicano y, por desgracia, no confío en las autoridades.

Lo dije y me quedé petrificado. ¿Estaba estigmatizando a mi país, a mi propio entorno, tan entrañable y amado? Por un momento quise rectificar pero ya no alcancé al ofertante y, entonces, también perdí la vista por el mal amalgamado cemento de las escarpas agrietadas por haber sido construidas con una amalgama amoral para hacer rendir más las famosas “comisiones” con las cuales los funcionarios de la “high-life” pueden disponer de suficientes fondos para construirse mansiones en Las Lomas, en Huixquilucan o en Malinalco. Y en otros sitios, como Valle de Bravo o Ixtapa de la Sal –favorita para el descanso de un tal señor peña-, aunque alrededor pululen las mafias más terribles, los monstruos bípedos para quienes la vida sólo es la de cada uno de ellos, perentoria y por ende provocadora para obtener placeres sin límites para desquitarse del horror de la miseria, como la que muchos de los sicarios padecieron en sus terribles, obsesivas infancias.

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