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Coahuila

Las expectativas del cambio

Por Xavier Díez de Urdanivia

Hace 6 años

Los humanos se caracterizan y distinguen de otras especies por contemplar el futuro y en el mejor de los casos, prepararse para el; en el peor, solo preocuparse, mientras se depositan sus esperanzas de mejorar en factores ajenos o en seres iluminados y superdotados, capaces de resolver, como por arte de magia, todos los problemas públicos o privados que con el porvenir puedan llegar o los que en él persistan. Tal vez por eso, cada vez que se renueva el poder se abren incógnitas y esperanzas en toda la gente.

En un “estado de derecho” que de verdad lo sea, una amplia probabilidad de previsión está plasmada en el orden jurídico, cuyo conocimiento y la certidumbre de que sea acatado proveen la seguridad necesaria para construir ese futuro que de otra manera se torna caóticamente imprevisible.

No importa tanto quién gobierne, entonces, porque la norma aporta estabilidad y certidumbre razonables a la comunidad que rige.

En Coahuila, como acaba de ocurrir en otros estados y pasará en México el año próximo, se ha dado el relevo en el poder ejecutivo, y la gente se pregunta qué esperar del nuevo titular y el equipo que con él estará a cargo de la gestión pública. Creo, por eso, convenientes algunas reflexiones más allá de las consabidas promesas de campaña y compromisos proclamados por los candidatos.

Lo primero que hay que hacer es tener en cuenta que, antes y como requisito para tomar posesión, todo servidor público protesta cumplir y hacer cumplir las constituciones -la general y las estatales- y las leyes que de ellas emanen.

Dejar de hacerlo constituye, sin duda alguna, un deshonor para quien, habiendo empeñado su palabra, la incumple.

Lamentablemente el honor es una tan devaluada prenda, que prácticamente ha desaparecido de los códigos y tratados, casi del lenguaje cotidiano y, desde luego, de los cánones éticos que deberían ser regla general, y no excepción, del servicio público.

Por ello es necesario recordar que dejar de cumplir esas normas es, además, una falta seria que puede llegar a constituir, incluso, delito.

Si no es por honor y autoestima, tendría que ser al menos por temor a sufrir las sanciones previstas para el caso de infringir las disposiciones que se prometió cumplir y ver que fueran cumplidas.

La impunidad imperante, sin embargo, muchas veces hija de la complicidad y los contubernios diluye el valor disuasivo de esas previsiones y, faltando el sentido del deber, pareciera que ningún persuasor podrá ser capaz de mover la voluntad de los reticentes a obrar con corrección.

Por eso se vuelve letra muerta, con indeseable frecuencia, el alma misma de toda constitución, que está hecha para la preservación de las libertades y la promoción de las mejores condiciones para el desarrollo pleno de cada individuo y de la comunidad que con otros compone.

En esas circunstancias, solo queda un camino para apuntalar la esperanza de los que no tienen acceso a los centros en que se toman y ejecutan las decisiones: El que pasa por el azar de que toque en suerte que el presidente -o el gobernador, en su caso- sea una gente de bien que anteponga el interés general a los apetitos parciales y propios, y se conduzca como un “buen padre de familia”-según decían los romanos- y sea así capaz de prever y proveer lo necesario para que la gente pueda vivir dignamente.

Es obvio que tal esperanza es insuficiente e inadecuada, pero en el peor de los casos bastaría cuando menos para cumplir con la garantía de los derechos y libertades fundamentales, base de todo el orden jurídico, si al menos el gobernante en turno, comprometido con esa misión y consciente de ese deber, fuera atendido en sus políticas e instrucciones por los integrantes de la administración pública, que de él son, por ley, dependientes.

Si ni a él hacen caso quienes le deben obediencia institucional, el futuro se torna precario y la esperanza se esfuma.

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