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Coahuila

Lo mismo da un problemita que un problemón

Por Fernando de las Fuentes

Hace 6 años

Todo cuanto existe evoluciona mediante el conflicto, entendido como el encuentro de los opuestos que hay en cualquier aspecto de la creación, para librar una pequeña o gran batalla que terminará en sincretismo o en el dominio de un aspecto sobre otro, lo que creará una nueva realidad donde habrá nuevos polos.

Los seres humanos, por supuesto, no somos la excepción. Es más, estamos entre los más dignos representantes de la creación de conflictos. Efectivamente, nosotros los creamos, igual que los problemas, representados por los “enemigos” a vencer, trátese de personas, situaciones, emociones o ideas que no se parecen a nosotros ni se comportan como consideramos que debieran hacerlo.

Entrar en conflicto con la vida y problematizarla es absolutamente necesario para comprendernos a nosotros mismos, a través de aprehender y entender lo que nos rodea, es decir, el contexto dentro del cual existimos. La distorsión radica en creer que tales problemas son autónomos, vienen de fuera y por tanto no están bajo nuestro control.

Sólo el día en que un problema se esfuma, no porque se haya resuelto materialmente, sino porque nuestra perspectiva emocional y mental cambió, es que nos damos cuenta de que la tranquilidad depende de la percepción. Tan fácil, pero hay gente que nunca lo logra.

Hay gente que vive del conflicto porque es la única forma de conexión consigo y con otros. Le aterra la vulnerabilidad, así que está siempre en pie de guerra. La hay adicta a los problemas, porque es la única forma de ser atendida. Prefieren sentirse miserables en su zona de confort que enfrentarse al cambio, por “miedo a lo desconocido”, otro falaz problema que inventamos, ya que en realidad tememos a todo aquello de lo que poblamos ese “desconocido” con nuestra catastrófica imaginación.

Conflictuar y problematizar son cualidades (sí, cualidades) del ser humano; actividades internas que le permiten relacionarse dinámicamente con la vida. No son reacciones, sino inyecciones, las aplicamos intermitente y a veces indiscriminadamente en aspectos del exterior.

Se entra en conflicto para trascenderlo y se problematizan las cosas para conocerlas. Con esta actividad mental y emocional se supone que debiéramos tomar más dominio sobre nosotros mismos, templarnos, descubrir la realidad y desarrollar nuestro potencial. Pero los hemos usado para destruir el planeta, nuestras relaciones y a nuestros semejantes, porque, claro, “el problema está afuera”.

Esto sucede porque tardamos mucho en salir de la etapa narcisista de la infancia y la adolescencia o no salimos nunca, particularmente en la cultura occidental, que basa todo su dogma cultural en el individualismo. En oriente existe una tendencia del individuo hacia el bien colectivo, por eso sus sociedades son menos depredadoras.

Mientras ellos se han dado cuenta de que trabajar en exceso mata, aquí lo seguimos promoviendo como un mérito; en tanto han comprendido que preocuparse por los demás aporta el mayor beneficio personal, aquí lo consideramos una actividad para altruistas que puede resultar incluso contraproducente. Mientras ellos tratan con amabilidad a quien está enojado, nosotros nos escalamos todavía más que el supuesto enemigo. Nos tomamos las cosas a personal y a pecho porque somos lo más importante que existe, pero como dijera T.S. Eliot, poeta y dramaturgo, “la mayor parte de los problemas del mundo se deben a que la gente quiere ser importante”.

Un cambio de conciencia es lo que solucionará nuestros conflictos y problemas. No todos, por supuesto. Los necesitamos para evolucionar; pero al menos serán los trascendentales y no los accesorios, los importantes y no las nimiedades, los estrictamente necesarios y no todos los que se nos ocurran. Y tendrán un carácter constructivo, no destructivo, serán un escalón y no un pozo, nos estimularán en lugar de aterrarnos, nos moverán en vez de paralizarnos.

En resumen, hay que dejar de echarle la culpa a los demás o a la vida.

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