Celebración ineludible. Es Navidad y abordar el tema se vuelve poco menos que obligatorio, aunque lo redactado esté dirigido a eventuales lectores ahítos de pavo, tamales o pierna de puerco, todo ello bañado con bebidas bien pertrechadas de alcohol y sin ganas de leer. Sin embargo, hay distintos ángulos para elegir. Depende del humor de cada cual. Habrá quienes prefieren instalarse en la euforia navideña. A otros los inspirará el fastidio provocado por los problemas de tráfico y la aglomeración en los comercios. No faltan los que, enarbolando la espiritualidad, condenan la forma en que el nacimiento de Jesús se ha desvirtuado hasta convertirse en la fiesta mayor del consumismo desenfrenado. También es posible echar a retozar la nostalgia, recordar sillas vacías en el comedor, rememorar ingenuas esperanzas infantiles y enlistar juguetes que hace años, muchos años, los hicieron felices.
En fin, enfoques no faltan, pero lo difícil, por no decir imposible, es encontrar algo novedoso, no trillado. Empeño harto espinoso. Literatos geniales se han ocupado de la Navidad. Charles Dickens lo hizo como todo lo que hacía, magistralmente, en el Cuento de Navidad, y hasta creó un personaje paradigmático, Scrooge, enemigo oficial del 25 de diciembre desde hace 174 años. El norteamericano O’Henry nos legó una estampa navideña clásica: el cuento de la pareja de jóvenes esposos sin dinero que, tratando de halagarse mutuamente, él vende su reloj a fin de poder regalarle a su esposa una bella peineta para adornar su hermosa cabellera, mientras ella vende su cabello para comprarle una cadena para el reloj de su marido. Ahora bien, los nacionalistas pueden acudir a La Navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano.
Después de tales monumentos compuestos con letras, a uno solamente le queda la disculpa de León Felipe: contar cosas de poca importancia. Extraer recuerdos ajados por los años, pero siempre gratos, pues, como es bien sabido, la bruma del tiempo todo lo vuelve azul. Memorias de la melancolía, como reza el título del libro autobiográfico de la injustamente olvidada María Teresa León. Memorias de la melancolía despertadas al recordar a aquel niño de 10 u 11 años arrobado ante los aparadores de la Ferretera Sieber, luminosos cofres de tentaciones que en la época decembrina rebosaban de juguetes enlistables en la carta al Niño Dios– Santa Claus aún no se popularizaba de este lado del río Bravo.
Recordar a ese mismo niño ante el lujo que a él le parecía faraónico de la mesa del comedor, donde el cristal de las copas centuplicaba la luz del candil, mientras al centro se alineaban cuatro velas rojas sostenidas en un tronco adornado con piñas a modo de candelero, hecho con las manos mágicas de su madre. Y al día siguiente, sentado en el piso, mirando como hipnotizado el trenecito eléctrico Lionel dando vueltas alrededor del pino colmado de luces y esferas.
Recordar a ese niño, ya hombre, eligiendo regalos para sus hijos, con un sabor agridulce en el corazón, por la lejanía de algunos de ellos. Recuerdos para contar hoy casi con impunidad absoluta, en el entendido de que sus presuntos lectores seguramente se reducirán a un mínimo microscópico después de una cena pantagruélica, el intercambio de regalos y repetidos brindis deseando a familiares y amigos una Feliz Navidad, misma que el escribidor desea a todos ustedes sin copa en la mano y la pantalla de la computadora frente a él. Ni modo, no hay justicia en este mundo.
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