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Coahuila

Palabra de honor

Por Xavier Díez de Urdanivia

Hace 2 años

Hablar de “Estado de Derecho” es hablar de una entidad soberana que, en ejercicio de su poder supremo, expide las normas que le darán estructura y cauce a la convivencia en su seno. Por eso se dice que en toda comunidad que se precie de ser “Estado de Derecho” gobiernan las leyes, no los hombres, enfatizando la sumisión inexcusable del gobernante en turno a las normas.

Para especificar, sin dudas ni equívocos, esa condición, es que se estila “juramentar” ese deber, incluso ante símbolos religiosos.

En México, en lugar del juramento que es común encontrar en otros países, se exige que los servidores públicos “protesten” respetar y hacer que se respeten las normas, especialmente la constitución y las leyes. Esa protesta tiene, desde luego, un valor jurídico; el incumplimiento de ese deber asigna consecuencias en forma de sanción y responsabilidades.

La razón de la diferencia descansa en el puntilloso laicismo mexicano que, respetuoso de todas las creencias religiosas, quiso también mantenerse plenamente ajeno a todas ellas.

En este punto es bueno considerar que, cuando no está en juego ese temor reverencial, se necesita un alto grado de civilidad y auto respeto de quien “protesta”, porque, antes que cualquier otra cosa, estarán su compromiso social y el deber de honrar su palabra, que lo vincula consigo mismo y con la comunidad a la que debe servir.

Esa razón justifica con creces que la constitución exija que el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, al tomar posesión del cargo, deba rendir, solemnemente, la protesta de “guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere que la Nación me lo demande”.

Justifica, también, que recaiga en quien asuma el cargo la responsabilidad de honrar su palabra, y con ella la confianza que le fue depositada, respetando las normas y siendo obediente de ellas. 

El actual rindió esa protesta, puntualmente. Por eso resulta inadmisible su desprecio por las normas, expresado en términos despectivos, cuando, ante el procedimiento en el que la Suprema Corte de Justicia de la Nación debía pronunciarse sobre la constitucionalidad del decreto por el que se reforma la Ley de la Industria Eléctrica dijo que los ministros deberían declararla constitucional, agregando: “Y que no me vengan a mí de que la ley es la ley, no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley”. 

Es verdad que había ya dejado ver, desde que fungía como jefe de gobierno en la Ciudad de México, su poco aprecio por las normas, que siempre serán incómodas para quien quiera gobernar a su antojo y sin cortapisas, pero nunca en la presidencia había demostrado tan expresa y contundentemente su desprecio a la civilidad democrática que reside en el orden jurídico.

Sólo los ministros de la Suprema Corte sabrán a ciencia cierta el peso que en cada uno de ellos y ellas habrá tenido esa actitud -y quién sabe que otras presiones no conocidas- a la hora de emitir su voto respecto del proyecto presentado por la ministra Ortiz Ahlf, pero frente a una actitud pública tan desafiante no es de dudarse que haya sido definitiva.

Cada vez más, infortunadamente, este gobierno se acerca, por sus acciones y omisiones, a un estatus de perturbación intencional del orden constitucional. Es una pena que la pérdida de legitimidad sustantiva que eso implica lleve a intentar “reciclar”, a toda costa, la legitimidad formal que se tuvo por la votación obtenida en su elección original, que acredita la confianza depositada en él y es fuente del compromiso, adquirido con la comunidad toda, de ejercer un buen gobierno.

El honor no es adorno, es la medida del compromiso de la gente de bien con la palabra empeñada.

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