Quien crea que no se ha obsesionado alguna vez en su vida, seguramente está confundiendo la obsesión con perseverancia, tenacidad o cualquier otro término similar de significado positivo intrínseco, que disfraza lo que podríamos describir como una fijación emocional y mental enfermiza.
Siempre podremos encontrar palabras de impacto positivo que nos ayudarán a sustituir las de significado negativo, y con ello ocultar emociones y pensamientos distorsionados, de envidia, resentimiento, odio, arrogancia, miedo, obsesión y lo que se le ocurra.
Ya ve, este es el segundo paso en el camino del autoengaño. El primero es el rechazo a lo que somos, sentimos y pensamos. Pero centrándonos en el tema: ciertamente hay pequeñas y grandes obsesiones, es decir, menos o más invasivas, menos o más paralizantes, menos o más cegadoras. Casi todo el mundo conoce lo que es no poder dejar de darle vueltas a una idea en la cabeza y lo estresante y agotador, física, emocional y mentalmente que esto es.
Las obsesiones, pues, no producen bienestar interior, a diferencia de actitudes como la perseverancia o la tenacidad, que requieren concentración, una actividad cerebral que nos permite desechar distracciones, durante corto o largo tiempo, tanto como requiramos, para alcanzar una meta, y cuyo combustible es el entusiasmo por el descubrimiento, la alegría del aprendizaje y el gozo del logro.
Además de la diferencia en el impacto emocional que producen, obsesión y concentración se distinguen también por lo que ocasionan en nuestra cotidianidad: mientras la obsesión pone la vida en suspenso, la concentración inspira, impulsa e induce creatividad.
Las obsesiones pueden ir desde consumirnos mentalmente durante una semana o más en la preocupación de cómo pagar una factura, hasta dejar literalmente de respirar con normalidad toda una vida tratando de obtener o de rechazar algo.
Una obsesión que paraliza nuestras vidas puede provenir de un pensamiento que echa raíces profundas en una carencia emocional, y por tanto la ramifica a todos los aspectos de nuestra vida, hasta hacernos creer que si no conseguimos tal o cual cosa o a tal o cual persona, no podremos nunca estar tranquilos ni ser felices ni sentirnos satisfechos. Podemos, sin ello, incluso, morir. Es absurdo si se piensa, pero así se siente.
Las obsesiones más invasivas pueden deberse también a un pensamiento arraigado en un miedo profundo e irracional, que igualmente se ramifica hasta invadir toda nuestra energía vital y hacernos creer que podemos ser destruidos por un germen, una persona, toda una raza, determinada creencia o situación, de manera que nos dedicamos a combatirla sin descanso.
Las obsesiones por completo invasivas y paralizantes despiertan la conducta llamada compulsión, la necesidad imperativa de hacer algo repetida y mecánicamente, creyendo alejar lo que nos atemoriza o conseguir lo que queremos. Podemos vivir lavándonos las manos cada cinco minutos o repetir mentalmente y sin tregua palabras, oraciones, etc. La finalidad de la compulsión es calmar la insoportable ansiedad que produce la obsesión.
Pero estos son los casos extremos. Vayamos a los comunes, que podrían ser perfectamente encuadrados en la siguiente descripción que hace de sí mismo Emmanuel Carrere, escritor francés: “Como obsesivo que soy puse de mi parte el máximo de posibilidades. Lo cual no me impide saber, como todo buen obsesivo, que del otro lado está el azar, lo imprevisto, todo lo que puede dar al traste con los planes mejor preparados. Y ahí está el horror”.
A esto nos enfrentamos constantemente todos. Esto es lo que confundimos con tenacidad, perseverancia e incluso amor. Mientras más se nos resiste o aleja, mayor es la obsesión, porque más invasiva es la idea y más grande la falsa necesidad de atraer o repeler.
La obsesión más común para todos es la del amor. Queremos atraerlo y/o conservarlo a toda costa y eso nos vuelve insaciables. Si a usted le gustan los esquivos o las esquivas, es un obseso del amor.
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