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Si yo nunca muriera

Por Tomás Mojarro

Hace 6 años

Pero, mis valedores, lo afirma el poeta: sólo venimos a soñar – No es cierto, no es cierto – que venimos a vivir sobre la tierra.

Con la desalentada filosofía del rey poeta Nezahualcóyotl y reflexiones en torno a la fugacidad de la vida que a su hora han formulado poetas de la hondura y reflexión de Khayyam y Manrique, aquí entrego a todos ustedes, como cada fin de año por estos días, este mensaje que procura interrumpirles el ritmo desalado de las fiestas de fin de año, con la secreta esperanza de que a alguno sea de provecho con la meditación de lo efímero de tales jácaras dentro de la fugacidad de una vida que se nos huye para nunca más.

El cuerpo todavía fatigado después del ritual navideño, y estragado el gaznate por el regusto a festividad y derroche excesivo, y una vez que a litros de alegría se habrán  deseado felicidades y parabienes para el año que acecha ahí nomás, yo desentone del ánimo colectivo y los invito a frenarnos el tanto de un suspirillo para reflexionar sobre el tiempo perdido.

El hombre nacido de mujer – corto de días y hastiado de sinsabores – sale como una flor y es cortado – y huye como la sombra.

Y qué hacer. Estamos a la vuelta de un año más, que a la hora de hacer las cuentas resulta que fue uno menos, contradictoria la aritmética de nuestro humano existir. Andamos, dos o tres de la misma camada, doblando ya el Cabo de Buena Esperanza y alienta dentro de nosotros la sentencia inmortal de Manrique:

Nuestras vidas son los ríos – que van a dar a la mar – que es el morir.

¿Por qué este ánimo ceniciento cuando en derredor todo es júbilos, azucarillos y aguardiente? Será porque a algunos se nos quiebra el ánimo, se nos resfría con la certidumbre de que vivimos en el cogollo de lo fugaz, lo perecedero; de que existimos en la sustancia misma de nuestra muerte propia y particular, a la que vivimos alimentando día a día con el tiempo de nuestro cotidiano existir. 

Job, dolorido: mis días fueron más veloces que la lanzadera del tejedor y fenecieron sin esperanza.

Acá, en el otro polo del mundo, Nezahualcóyotl: ¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? – No para siempre en la tierra – Sólo un poco aquí – Si yo nunca muriera – Si nunca desapareciera.

¿No es verdad que tal sentimiento de lo transitorio, que esta sensación de errabundaje y romería, viene a depositar al cabo del año y a principios del nuevo, en la almendra del ánima, un regustillo a ceniza, a terral, a aliento de despedida apenas postergada? Y qué hacer con esta tristura que se nos aposenta aquí, miren, en lo más blando de una corazonada, por cuestión de este otro año que se nos ha ido para nunca más. Mis valedores:

No por estropearles su gusto, sino porque los miro correr a lo desalado rumbo a ninguna parte, hoy invoco para ustedes la voz de algunos poetas filósofos que, de repente, perciben el aletazo del tiempo que pasa para nunca más; voz que es sabiduría quintaesenciada que provoca serenidad y quebranto machihembrados y un regustillo a lejanía y desprendimiento del ánimo bien dispuesto en el final de un año más, que a fin de cuentas vino a ser uno menos. Y aquel sabor de amargura en la reflexión del poeta: “Tanta vida, y jamás”. En fin. A vivir. Qué más. Qué mejor.

(Vale).

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