03 Abril 2011 04:00:11
Saramago y Vargas Llosa
José Saramago y Mario Vargas Llosa: Dos hombres de caminos diversos; de ideologías encontradas, se abrazan de manera entrañable en torno a la letra escrita, a pesar de sus diferencias para aprehender la vida a través de la literatura. Este diálogo imaginario –contrapunteado– surge de los discursos de ambos al recibir el Premio Nobel de Literatura; uno, el de Saramago, en 1998, y el otro, de Vargas Llosa, en 2010.
Saramago: El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. Era mi abuelo Jerónimo Melrinho. Un campesino que criaba cerdos con mi abuela Josefa Caixinha.
Vargas Llosa: Aprendí a leer a los 5 años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio La Salle, en Cochabamba (Bolivia).
Saramago: Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmane eran vendidos a los vecinos de la aldea.
Vargas Llosa: Casi 70 años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el Capitán Nemo, Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
Saramago: Ayudé muchas veces a mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anexo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir el agua del pozo comunitario y la transporté al hombro.
Vargas Llosa: La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía, pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final.
Saramago: En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, mis abuelos, Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos, ni retóricas, era proteger el pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.
Vargas Llosa: No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Y estaban también Sartre, Camus, Orwell y Malraux para recordarme otras cosas.
Saramago: Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo decía: “José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera”. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo me iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, el mismo que suavemente me acunaba.
Vargas Llosa: Estos autores, fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aún en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Saramago: Ese fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
Vargas Llosa: Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir.
Saramago: Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida; mis abuelos y mis padres, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir. Pues al pintarlos con tintas de literatura, transformándolos, de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde mis personajes literarios surgirían; y acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos.
Este diálogo imaginario, tejido a base de contrapuntos, precisa un hecho: La literatura no exige condición de clase, pobreza económica o sufrimiento existencial para existir y serlo, y mostrar así, el amplio abanico de la condición humana, con sus abismos, sus heroísmos y sus desvaríos.