El 8 de agosto de 1979, serían aproximadamente las 2:00 horas de aquella madrugada, el reportero Jesús Martínez del Castillo se encontraba escribiendo material informativo para Extra, diario del mediodía.
Estaba solo en la sala de redacción. De pronto se escucharon unos disparos en la calle, salió curioso a ver de qué se trataba, y casi en seguida salió también el fotógrafo Juan García Olvera.
Ambos vieron un automóvil Chevelle, color azul, último modelo, tripulado por uno de dos jóvenes visiblemente ebrios o drogados, que disparaban en contra de las luminarias públicas del bulevar Venustiano Carranza.
Ambos reporteros en una camioneta siguieron a los supuestos “vándalos”, quienes se internaron en una casa de la privada Los Ángeles, por la calle Xicoténcatl, casi a la altura de la calle Viesca.
Dieron aviso a la policía y se “posesionaron” de la privada, donde estuvieron esperando bastante rato, hasta que por fin llegaron tres agentes de la Judicial del Estado; llamaron a la puerta y se identificaron como policías, exhortando a sus ocupantes a salir con las manos en alto.
Uno de los tipos gritó que no fueran a disparar, pues iba a salir con un niño pequeño.
A partir de aquel instante los hechos se hicieron dramáticos. De pronto aquel sujeto abrió fuego a “boca de jarro” en contra de los agentes policiacos, logrando hacer blanco en los tres. Uno de los agentes murió minutos después y los otros dos fueron llevados graves a un hospital. El sujeto que, simulando cargar un niño cubierto con una sábana, llevaba un rifle denominado AK-47
Llegaron refuerzos integrados por judiciales y preventivos y hubo momentos en que aquello se convirtió en un campo de batalla, pero luego cesaron los disparos de parte de los policías por una poderosa razón: se les agotaron las balas.
Nadie tomaba iniciativa alguna, ni siquiera para recoger al agente Jesús Cortés, que se desangraba irremediablemente y agonizaba bajo un vehículo hasta donde se arrastró en su afán de protegerse.
Allí murió abandonado por sus cobardes compañeros; ninguno tuvo los arrestos suficientes para ir a recogerlo y llevarlo a que recibiera atención médica. Los residentes en aquella casa disparaban andanadas de balas y, entonces, todo mundo corría a refugiarse detrás de las esquinas.
Desde hacía varias semanas vivían allí aquellos jóvenes, acompañados por dos mujeres guapas, también muy jóvenes.
Los policías no sabían qué hacer, los jefes andaban apretándose las manos de impotencia. Llegaron armas de grueso calibre del centro penitenciario local y, con ellas, controlaron la escena. Un delincuente murió al instante y el otro quedó gravemente herido e internado en el Hospital Universitario donde, una semana después, falleció sospechosamente.
Cuando entraron los judiciales a la casa, parte de ellos se dedicaron a registrar los guardarropas; hallaron fajos de billetes de diferentes denominaciones, algunos estaban quemados, pero los policías se guardaron únicamente los billetes en buen estado. También allanaron una de las viviendas de al lado y de allí sustrajeron un lote de monedas antiguas y joyas. Afuera de la casa donde vivían los asaltantes semejaba una romería; se había reunido una multitud de curiosos. Aquel 8 de agosto de 1979, los reporteros Juan García Olvera y Jesús Martínez del Castillo condujeron a la policía a la guardia de peligrosos asaltabancos que operaban en varios puntos del país, no simples “niños bien”, como se habían imaginado.
En Guadalajara se detuvo al abogado Carlos Villalobos, a un hermano de uno de los asaltabancos, y a dos sujetos más, el primero acusado de cómplice y los otros como encubridores.
Se supo que el maleante herido mejoraba satisfactoriamente, pero fue martirizado por algunos policías judiciales, quienes tal vez le causaron la muerto.
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