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Coahuila

A la memoria de doña Graciela Garza Arocha

Por Carlos Gaytán Dávila

Hace 2 años

Era un encanto más que un lujo entrar a La Canasta, el conjunto de cosas y detalles que doña Graciela Garza Arocha y el ingeniero Luis Jaime Tamayo supieron imponer a su restaurante, cualidades que hacían a estas personas atractivas, sumamente agradables.

Muy pocas veces se veía a doña Graciela y al ingeniero en la caja. Siempre estaban al fondo en una de las mesas del comedor, junto a la chimenea con una sonrisa franca, no fingida, prestos para satisfacer “al más exigente paladar”. La gente, (los clientes) saludan a la pareja de dueños desde lejos con una cercanía como de mucha amistad. ¿Sería que todavía nos conocíamos todos o la mayoría de los saltillenses?

Creo que para el servicio se nace, no se hace. Nunca encontré a “Gachi” –como así decíamos cariñosamente a la señora Garza Arocha– con el “ceño fruncido en el entrecejo”, mal humarada, con señal de cansancio o de fastidio.

Recuerdo perfectamente a la escena al entrar al famoso restaurante La Canasta: un jardín muy bien cuidado, un enorme portón de madera con vidrios esmerilados de diseño art nouveu que da directo al comedor, cuya decoración era cambiada de acuerdo con la época del año, con artesanías mexicanas y para muchos de nosotros el piso de loseta de barro muy familiar, elaborado en la fábrica del hermano de doña Graciela, el famoso Charro Garza Arocha.

Las mesas hexagonales, los vitrales de las ventanas de llamativos colores reflejan tonalidades e imágenes vivas de los escenarios de la tierra y materiales como de piedra, ladrillo, madera, árboles, llanamente perfectos. La Chimenea es obra del ingeniero Luis Jaime Tamayo.

Y al fondo uno o dos de los dueños con la sonrisa a flor de piel, con la clásica “bienvenido” y el servicio de primer nivel. No sé si ahora es lo mismo, pues desde que doña Graciela y don Jaime decidieron retirarse del negocio y rentar el restaurante, ya no volví. Tal vez no será nunca lo mismo. Ellos le daban vida al lugar, lo hacían atractivo y agradable.

Mis inicios como comunicador están muy ligados con el principio de La Canasta, la original, el de la señora Gachi.

Recuerdo que trabajaba yo para la XESJ, cuyas oficinas y cabina de transmisión se ubicaban en la esquina de Allende y Lerdo de Tejada –allá por los años 60–, unas dos o tres casas al norte, Graciela y su hermana Rebeca Garza Arocha instalaron tal vez la primera rosticería que hubo en Saltillo para vender pollos asados.

Las Garza Arocha llegaron de la Ciudad de México a vivir a Saltillo en 1956. Con el objetivo de salir adelante y emplearse para llevar un sustento económico a su hogar, comenzaron el negocio, aunque el camino no fue sencillo.

Después de muchas dificultades con un crédito que consiguieron en Monterrey, porque en Saltillo se los negaron, instalaron el primer negocio ya no solamente de pollos, sino de comidas por la calle Aldama, donde se mantuvo durante un año 8 meses; después se mudaron a Allende, donde permanecieron por poco más de 5 años. El 7 de octubre de 1970 inauguraron el restaurante en las calles de Venustiano Carranza y Colima, colonia República.

¡Este arroz no tiene madre!

Era muy variada y atractiva la carta de La Canasta, pero uno de los platillos que identificaba al restaurante era un arroz especial muy diferente a como usted haya probado en otra parte. Era un arroz oscuro, aderezado con piñones, nueces y menudencias de pollo y otros “menjurjes” (variantes de la forma estándar de preparar el arroz que le daba doña Graciela).

Se lo dieron a probar a un “gran catador gastronómico”, el político y escritor parrense Roberto Orozco Melo, sin haber sido “bautizado” el famoso platillo, exclamó: ¡Gachi, este arroz es huérfano, no tiene madre!, que en la jerga mexicana en pocas palabras quiere decir: no tiene comparación, no hay otro.

Siempre que iba con mi familia a La Canasta, lo primero que pedíamos era el arroz huérfano al centro de la mesa, luego el platillo fuerte: el filete de res tapado, hecho con tocino, jamón, champiñones, cebolla, chile serrano y cubierto con delgadísimas tortillas de maíz. (No sé si sería invento de doña Graciela) Al empezar unas cáscaras de papa fritas con queso fundido y chorizo. Para abrir el apetito las zanahorias y calabacitas en escabeche, así como requesón y mantequilla para untar en galletas de soda (de sal). El postre cortesía de la casa, dulces encurtidos de chilacayote, camote y calabaza, ¡toda a una delicia!

Esas grandes satisfacciones culinarias nos dejó doña Graciela, además de su ejemplar don de gente. Descanse en paz.

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