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| Machado no fue un poeta de ocasión, sino una conciencia. A 100 años de su nacimiento, su legado no se guarda en vitrinas

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Continúa Machado haciendo camino; Bardo de las soledades

  Por Aurelio Pérez

Publicado el sábado, 26 de julio del 2025 a las 04:00


Hoy se cumplen 100 años del natalicio del célebre poeta andaluz

Saltillo, Coah.- Se cumplen 100 años del nacimiento de Antonio Machado, y su voz, lejos de apagarse, sigue resonando como un eco necesario en medio de las crisis contemporáneas. Poeta del compromiso y de la introspección, Machado asumió la palabra como acto moral, como gesto de lucidez frente a la niebla. Su poesía, de aparente sencillez, late con una hondura que incomoda y consuela a la vez. No escribió para la evasión, sino para la conciencia.

Desde sus primeros libros, su escritura se ofrece como espejo interior, como llamada a un diálogo sin disfraces con uno mismo y con la tierra. En campos de su amada Castilla, más que un canto al paisaje, retrató con crudeza el derrumbe espiritual y social de un país herido. Castilla no es fondo, sino figura; no escenario, sino símbolo: territorio desgarrado, matriz cultural y cicatriz abierta. Frente a una España tópica y folclórica, Machado propone otra más honda, austera, exigente, donde aún duerme una ética olvidada.

La decadencia que recogió la Generación del 98 recorre su obra entera. Viajó por pueblos detenidos en el tiempo, vio el abandono, la fatiga, la resignación. Esa Castilla le dolía, y en ese dolor se fundía con el destino de una nación incapaz de mirarse sin excusas. Escribió con sobriedad y sin sentimentalismo, nombrando lo que otros evitaban: la ruina, el atraso, la derrota.

En sus versos vibra una tensión entre dos Españas: la que sueña y trabaja con dignidad, y la que oprime, niega, golpea. Su célebre advertencia –españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios…– no es un lamento, sino un juicio lúcido.

Machado no se dejó arrastrar por las modas ni por las certezas de los otros. Rechazó la España oficial, la del cliché y el dogma, y pensó una identidad nacional que pudiera abrirse a la modernidad sin traicionar la memoria. En su discrepancia con el ensayista y pensador Ortega y Gasset –quien apostaba por el progreso técnico como solución–, defendió que sin una reforma ética, el avance podía ser hueco o incluso destructivo.

Esa tensión la despliega Machado con claridad en su obra Juan de Mairena, donde, bajo el disfraz de un profesor imaginario, aborda el pensamiento, la cultura, la moral, y la crisis de identidad colectiva. Su palabra no buscaba consuelo fácil, sino despertar. Nunca cayó en el nacionalismo excluyente ni en el servilismo ideológico. Su fidelidad fue al espíritu crítico.

Fue, como él mismo escribió, bueno en el buen sentido de la palabra. Lo dijo también su colega Juan Ramón Jiménez: el único verdadero hombre bueno de su generación. Pero no fue bondadoso por temperamento, sino por coherencia, por rigor, por compromiso. En proverbios y cantares dejó pequeñas joyas éticas que valen más por su contenido que por su forma: despacito y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas.

La soledad, tan presente en soledades, fue en él una forma de introspección. Ahí, el bardo soñador busca no solo recuerdos, sino una verdad sin adornos. Canta a la espera, a la melancolía, al deseo de un amor que hospede y una palabra que salve. Versos como alma, que en vano quisiste ser más joven cada día o donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera son apenas algunas de las imágenes donde el tiempo, la vida y el misterio se dan la mano.

Caminante No Hay Camino se convirtió en emblema universal. En ese poema, la existencia se narra como tránsito sin mapa, donde el sentido se construye paso a paso. Nada permanece, salvo el gesto de andar. La memoria no es nostalgia, sino brújula.

Durante la Guerra Civil, Machado apoyó la causa republicana. No por militancia ideológica, sino por una defensa inquebrantable de la dignidad humana. En el crimen fue en Granada, escribió con una sobriedad estremecedora el asesinato de Lorca. Su poesía no buscó dramatismos, sino verdad.

Murió en el exilio, en Collioure, con la serenidad del que no traiciona su palabra. En su bolsillo, un verso final: estos días azules y este sol de la infancia. Ocho palabras que contienen todo el desarraigo, toda la luz, toda la pérdida. Y también toda la esperanza.

Machado no fue un poeta de ocasión, sino una conciencia. A 100 años de su nacimiento, su legado no se guarda en vitrinas. Vive en la memoria crítica, en la ética sin alardes, en la voz que se hace camino mientras anda.

 

Con información de EFE

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