Coahuila
Por Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola
Hace 2 meses
Esa tarde de sábado al terminar los trabajos en el auditorio Franciscus del Obispado, nos trasladamos a la Casa Frontera Digna, donde fuimos impactados por el testimonio de las religiosas, Franciscanas de María, que junto con Mons. Pepe Valdés, atienden con mucho amor, entrega y valentía a hermanos y hermanas migrantes que siguen viniendo de diferentes partes de Latinoamérica, y de México mismo, con la esperanza de cruzar hacia Estados Unidos.
Ahí fuimos recibidos los obispos venidos de diferentes Diócesis de Texas: San Antonio, Brownsville, Laredo, El Paso y Victoria; y del noreste de México: Monterrey, Matamoros-Reynosa, Nuevo Laredo, Ciudad Juárez, Saltillo y Piedras Negras. Uno a uno fuimos saludando a los jóvenes y adultos, que nos recibieron en la puerta, formando una valla. Los obispos preguntaban: ¿Desde dónde vienes? Y todos contestaban gentilmente diciendo su país de origen.
Inmediatamente después, nos pasaron a un salón de la antigua escuela, y que hoy es un comedor. Ahí nos sentamos los 13 obispos, y detrás de nosotros, entraron los 85 migrantes, que se colocaron al frente, formados en 4 hileras, los niños y niñas por delante, después las mujeres, y al final los hombres. Y acompañados en la guitarra, por la hermana Carmen, empezaron a cantar hermosas melodías de sus pueblos, con lo que tocaron nuestro corazón. Todos cantaban entusiasmados, recordando su patria, con los ojos encendidos y sus rostros llenos de luz. De repente gritaban emocionados, cuando el canto mencionaba a su país: Panamá, Colombia, Venezuela, Honduras o Nicaragua, sin faltar, por supuesto la de Cielito lindo, con la que todos nos paramos y cantamos unidos. Al final, dos hermanos, uno de Colombia y otro de Venezuela, narraron sus peripecias para llegar hasta Piedras Negras, habiendo pasado el Darien, y luego Centroamérica, pero nada tan peligroso – agregaron – como atravesar México. Sin embargo, uno de ellos dijo: “y aunque me asaltaron, me golpearon y varias veces me devolvieron, hubo mucha gente buena que me tendió la mano, y por ellos, sólo por ellos, sigo creyendo en la humanidad”. Había también mexicanos, desplazados del sur del país. Nos despedimos alegres pero tristes, y al mismo tiempo sensibilizados ante su situación, pero llenos de esperanza. Algunos niños no soltaban a los obispos, no los querían dejar salir, hasta que finalmente – sin pagar rescate – fueron liberados.
Después de ahí, tuvimos un espectáculo preparado en un lienzo charro a las afueras de la ciudad, con dos equipos coahuilenses que se preparaban para una competencia nacional y nos darían una exhibición del deporte mexicano por excelencia. Ahí mostrarían no sólo la belleza de sus caballos, sino el arte de correrlos a toda velocidad, frenar y dominarlos; la suerte de lazar yeguas y becerros, lo mismo que las coleaderas, que consiste en tumbar a los novillos con la mano, todo ello cabalgando a todo galope. Dos destrezas finales nos presentaron: el jaripeo, que mostró la destreza del jinete para montar y soportar las acometidas y saltos embravecidos de los peligrosos toros de reparo; y el floreo de la reata, de pie y bailando sobre los caballos. Al final nos pidieron la bendición, quedando los obispos, sacerdotes y laicos invitados, encantados con el arte ofrecido por nuestra gente. El equipo organizador de laicos de nuestra diócesis dejó muy en alto nuestro nombre. Una rica cena culminó esa noche.
Una reflexión personal.
Por la forma en que se arresta y deporta a los inmigrantes, difundido por tantos medios, se ve que no hay procesos éticos, legales, ni morales; no hay respeto a los derechos humanos, ni reconocimiento de su valor, dignidad y cultura. Desposeídos de todo esto, quedan desnudos, vacíos, o vaciados de todo; no considerados seres con familias, con pasado, menos con futuro. Sin importar si tienen estudios, trabajo, patrimonio, historia personal, familiar, capacidades, aptitudes, nada. Seres sin ningún tipo de valor, descartables, no sólo desechables, como si su existencia no valiera, o no importara.
Posdata.
Al final llevamos a los obispos americanos de regreso a su país, en una camioneta Van, pero como no pudimos conseguirles a ningún chofer mexicano con tarjeta “Sentri”, y como había mucha fila para cruzar la frontera, se tuvieron que bajar del vehículo que los transportaba, y como cualquier extranjero, o hijo de vecino, tuvieron que cruzar a pie el puente fronterizo, cargando con todo y sus maletas, ¡qué pena! Fue el único prietito en el arroz, fuera de eso, todo estuvo excelente.
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