Espectáculos
Por Grupo Zócalo
Publicado el sábado, 18 de junio del 2022 a las 11:57
Ciudad de México.- El 6 de febrero de 1921, los cines de Estados Unidos estrenaban el primer largometraje de Chaplin como director, El chico. Cuarenta y tres años después, la cadena de televisión ABC comenzaba a emitir una singular sitcom, La familia Addams. Nada que ver. Sin embargo, los títulos de crédito revelan una coincidencia interesante. El dulce y desvalido niño protagonista de la primera era el mismo que daba vida al regordete y ojeroso tío Fétido de los Addams: John Leslie Coogan Jr., Jackie Coogan.
La metamorfosis de Coogan en esos cuarenta años largos simboliza bien el modo grotesco en que el Hollywood de las décadas previas a la Segunda Guerra Mundial fagocitó la infancia de decenas de niños actores. La ternura de sus primeros años fue explotada hasta la saciedad por una industria que arrinconó su desarrollo personal.
Jackie Coogan había nacido en Los Ángeles en 1914. Su padre era intérprete en un espectáculo de vodevil que se representaba en el teatro Orpheum de la ciudad. Formaba parte de los juegos del pequeño Jackie salir en un momento de la sesión al escenario y dar rienda suelta a su simpatía deleitando al público con algún baile de moda.
Coogan tenía apenas cuatro años cuando Charles Chaplin lo vio actuar en el Orpheum. Quedó prendado de la candidez y desenvoltura del pequeño. “Jackie Coogan era encantador, y el público disfrutó lo indecible”, escribiría el cineasta en Charles Chaplin. Mi autobiografía (1964). El británico tuvo el olfato de convertir a aquel niño extrovertido en la estrella de su película más ambiciosa hasta el momento.
Chaplin quería ir un paso más allá de la habitual sucesión de caídas, persecuciones y tartazos de los cortometrajes de Charlot. Buscaba infundir emoción a su obra, y Jackie era la viva encarnación de lo emocionante. Es lo que consiguió con El chico. Sus 68 minutos son un icono del cine. La imagen del niño y el vagabundo, el símbolo de una época.
El éxito de Coogan fue fulgurante. Su personaje, humilde, con un punto pícaro y un corazón honesto, arrancaba por igual carcajadas y lágrimas al espectador. El chico fue el principio de todo. Con seis años, Coogan era una de las mayores estrellas de Hollywood.
En 1922 protagonizó Oliver Twist. Era casi el único reclamo. Basta observar el póster promocional dominado por su nombre e imagen. En ese momento, los espectadores iban a ver a Coogan; la película era lo de menos.
Tanto que no tardó en convertirse en el primer niño anuncio de Hollywood. Su rostro aparecía como señuelo de una marca de crema de cacahuetes, las revistas sabían que tenerlo en portada era garantía de éxito, los niños dormían abrazados a un sinfín de muñecos con los rasgos de Coogan…
Una biógrafa que conocía el terreno
La sobre la vida de Coogan se la debemos a la única actriz infantil que pudo hacerle sombra en aquellos años veinte, Diana Serra Cary, conocida como Baby Peggy. Sabía bien de lo que hablaba. Serra conoció las mieles del éxito, también los abusos de la industria y las familias.
Muchos años después, dedicó parte de su vida adulta a defender activamente los derechos de los niños actores. En Jackie Coogan: The world´s boy king (2003), describía lo alejados que estuvieron los primeros años de Coogan de los juegos y aprendizajes propios de la infancia.
En 1924, Jackie llevó a cabo una interminable gira por medio mundo. Sus encuentros eran más propios de un jefe de Estado que de un niño de diez años. “El alcalde de Boston le dio la llave de la ciudad”, escribía Serra. Poco después, Coogan visitaba Brooklyn, “donde le recibieron 100.000 niñas y niños”.
Tras ello partió a Europa. En Londres tuvo que salir una y mil veces de su habitación en el hotel Savoy a saludar a la multitud que lo jaleaba. En Roma fue recibido por el papa Pío XI, que le entregó “una medalla de plata con el escudo de armas vaticano”. Tuvo tiempo también para ver a Mussolini, a quien su padre consideraba “uno de los más grandes hombres de Estado de Europa”. Aquella fue “una de las mayores campañas de publicidad hechas por una estrella de Hollywood”.
La sociedad occidental rabiaba por saber todo lo relacionado con Coogan, si se le caía un diente, si se cortaba el pelo… La vida de Coogan era casi un reality show. A veces sin el casi. En 1927 protagonizó Juanito, córtate el pelo. Tenía trece años, y la productora Metro-Goldwyn-Mayer consideró necesario un cambio de imagen y hacer partícipe de la transformación a todo el público.
Una vida en descomposición
Pero a medida que se alejaba de la niñez menguaba su fama. Otros intérpretes ocupaban su puesto. A comienzos de los años treinta, los tirabuzones de Shirley Temple saturaban las pantallas de los cines, y Coogan dejaba de ser la estrella principal del firmamento infantil.
Pese a ello, rodó algunos éxitos como Tom Sawyer (1930) o Las aventuras de Huckleberry Finn (1931), en los que trabajó con uno de sus grandes amigos, el también actor infantil Junior Durkin. Precisamente, Jackie y Junior viajaban en automóvil en 1935 junto al padre de Coogan y otras dos personas cuando sufrieron un grave accidente. Todos los ocupantes excepto Coogan fallecieron. Empezaba un infierno para el joven.
En su intensa carrera, Coogan había generado ganancias estimadas en unos cuatro millones de dólares, una fortuna para la época. Una vez que la vida lo apartó del estrellato, quiso acceder a esos fondos. No le fue posible. Su madre y su asesor financiero (que se había convertido en el nuevo esposo de esta) lo habían dilapidado casi todo.
Arrancaba un doloroso proceso que le hizo denunciar a su madre. La ley no amparaba a Coogan. Los ingresos durante la minoría de edad de los actores podían ser administrados con plena libertad por padres o tutores.
Proteger a los intérpretes infantiles
El juicio se celebró en 1938. Arthur Bernstein, padrastro de Coogan, fue tajante: “Cada dólar que gana un niño antes de los 21 años pertenece a sus padres”. En las arcas de la familia Coogan quedaban 250.000 dólares. El juez determinó que a Coogan le correspondían 126.000. Era apenas un 3% de lo que había generado.
El proceso saltó a los medios estadounidenses. El escándalo impulsó un cambio legislativo, que implicó la aprobación del Proyecto de Ley de Actores Infantiles, popularmente conocido como ley Coogan. Hoy sigue en vigor.
Según esta ley, un 15% de las ganancias de los actores menores de edad debe ser ingresado en una cuenta fiduciaria de propiedad exclusiva del intérprete y de la que podrá hacer un uso libre cuando cumpla la mayoría de edad.
La vida de Coogan se convirtió a partir de entonces en un torbellino que le concedió más visibilidad por sus relaciones sentimentales que por su trabajo. Tras el ataque a Pearl Harbor, se alistó en el ejército y combatió como oficial de vuelo, participando en misiones muy significativas en India y Birmania.
Con más pena que gloria se paseó por comedias de situación y series de segundo orden en televisión
De regreso a la vida civil, Hollywood había cambiado. No había espacio para un niño prodigio que se había convertido en adulto. Con más pena que gloria se paseó por comedias de situación y series de segundo orden en televisión.
Un último éxito
La vuelta a la fama le llegó gracias a un personaje que era la antítesis del candor y la dulzura del niño de Chaplin. Con la cabeza rapada, obeso, excesivo en su aspecto y en su interpretación, consiguió el último gran papel de su vida, el tío Lucas de La familia Addams. La serie se mantuvo en antena de 1964 a 1966.
Coogan, con una personalidad tan inmensa como su físico, llenaba el plató. “Jack fue una de las personas más interesantes que he conocido”, aseguraría John Astin, que interpretaba al patriarca de los Addams. “Era un actor con mucho talento e increíble, podía quedarse dormido en cualquier lugar en cualquier momento, despertarse de repente e interpretar su papel de manera brillante”. Poco quedaba de aquel niño que había deslumbrado en El chico, pero su carisma permanecía intacto.
Jackie Coogan murió de un fallo cardíaco en Santa Mónica en 1984, a los 69 años.
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