Cada año, desde 1960, al conmemorar el Día de la Abogacía el 12 de julio, tendemos a engalanar nuestra profesión, a exaltar la importancia de nuestra formación y celebrar los logros individuales y gremiales. Somos herederos de una tradición milenaria que ha forjado las columnas de la civilización moderna: el respeto a la ley, la defensa de los derechos humanos y sus garantías. Sin embargo, la toga puede convertirse en una máscara si no nos detenemos a reflexionar y cuestionar el reflejo que ofrecemos a la sociedad.
Hablar de abogacía es hablar de responsabilidad, cada argumento que presentamos o analiza un juez, cada contrato que celebramos, cada asesoría que se ofrece o cada clase que se dicta, impacta directamente en la vida de las personas. Esta dimensión ética y social de nuestra profesión es la que debemos enaltecer. Somos constructores de certezas, mediadores de conflictos y guardianes del orden jurídico. Sin duda hay motivos para celebrar, profesionales comprometidos con causas, litigantes que han cambiado vidas, académicos que enriquecen el debate y abogados que ejercen libremente la profesión y que llevan la justicia a donde más se necesita.
No obstante, la imagen exerna de la abogacía dista mucho de retratar esa nobleza interior. En el imaginario colectivo, las y los abogados aparecen a menudo como sinónimo de tecnicismo extremo, de litigante frío, de gestor de intereses económicos, o incluso de un actor dispuesto a sacrificar la verdad por una remuneración. Esta percepción es parcialmente resultado de estereotipos formados por la cultura popular, series de abogados que ganan a toda costa, chistes recurrentes sobre la inclinación al soborno o al dilatamiento de resolución de conflictos y noticias mediáticas cuando un profesional se ve envuelto en escándalos de corrupción. ¿Cómo se llegó hasta aquí?, una parte de la respuesta se encuentra en nuestra formación académica, con frecuencia, los planes de estudio privilegian el examen riguroso de códigos y jurisprudencias, sin darle el mismo peso a habiliades como la comunicación, la empatía, la mediación o la ética aplicada. Muchos egresados se incorporan a despachos o corporativos donde la métrica de éxito se reduce a la facturación, dejando de lado el compromiso social. Por otro lado la complejidad de nuestros procesos y la jerga legal generan una barrera entre el abogado y la sociedad; muchas personas se sientes excluidas y desinformadas respecto a sus propios asuntos legales. A esto se suma el daño que causan colegas, que con prácticas poco éticas, alimentan la narrativa de que el erecho es un terreno de intereses y no de justicia.
La buena noticia es que estamos a tiempo de reflexionar y transformar; reconocer que algo no está bien no es una derrota, sino un acto de valentía profesional. Necesitamos revisar el tipo de formación que estamos impartiendo en las aulas, incorporar espacios para aprender con empatía, donde resolver alineados a la cultura de la paz y el ejercicio con responsabilidad social. Nada de esto requiere reformas complicadas, empieza por algo simple como actuar con coherencia. Si decimos que el derecho es una vía para la justicia, entonces vivamos esa idea en cada acto profesional. Los retos del presente ya son otros, las tecnologías avanzan, los conflictos son distintos, cada vez se necesita más preparación y más corazón.
Así que este, Día de la Abogacía, no se trata solo de celebrar, se trata de mirarnos con honestidad y de corregir lo que haga falta. Porque si algo tiene de noble esta profesión, es que siempre hay la oportunidad para empezar de nuevo y porque cuando ejercemos con fuerza, con honor, ideales, con orgullo y pluralidad, reafirmamos lo que le da sentido a todo esto: SI HAY DERECHO, HAY SOCIEDAD.
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