Queridas personas lectoras:
No sé cómo vivieron las últimas semanas. En lo personal, me he sentido arrastrada por una corriente fuerte. Es una sensación difícil de describir y, sin poder juzgarla como buena o mala, la percibí como una fuerza fuera de mi control.
Es algo parecido a lo que se siente al enfrentar un mar agitado por vientos. Quizás esta sensación tenga que ver con el periodo de eclipses, o tal vez las explicaciones sean otras.
Seguramente, a muchas de las personas que leen estas líneas les ha tocado ir a la playa con condiciones meteorológicas no ideales, como cuando hace mucho aire que genera olas grandes y fuertes corrientes.
En estos casos tenemos pocas opciones: la primera es evitar entrar al agua y quedarnos en la orilla tomando el sol o haciendo otras actividades.
Pero, si somos temerarios y un poco precavidos (y con experiencia en natación), podemos decidir enfrentar esas olas y corrientes de dos maneras completamente distintas y opuestas: la primera, tratando de resistir, y la segunda, dejándonos llevar para cabalgar esas olas.
Si elegimos la primera opción, seguramente nos cansaremos mucho y saldremos del agua en un estado de agotamiento físico y mental.
En el segundo caso, en cambio, es muy probable que aprendamos a surfear esas olas de una manera más divertida y fluida.
En muchos momentos, las personas nos podemos convertir en ese mar agitado: es cierto que podemos vivir experiencias que nos den paz y tranquilidad, pero también es cierto que hay otras que nos generan nerviosismo, tristeza, frustración o agitación.
Ninguna emoción es buena o mala en sí misma; cada una nos transmite un mensaje. Sentimos felicidad o euforia cuando vemos los resultados de algo que estamos haciendo bien, o nos agitamos cuando quizás algo no va como hubiéramos querido.
Las razones por las que nuestra alma se agita pueden ser muchas, y nosotros decidimos si enfrentamos esas olas monstruosas con la fuerza intentando dominarlas o si, en cambio, las aprovechamos para surfearlas.
La principal responsabilidad que tenemos es observar esas olas para entender qué nos están diciendo. Los vientos generan cambios en el ambiente, en nuestro entorno y a nivel global, pero también a nivel personal en cada uno de nosotros.
O quizás sea al revés: la necesidad de cambios genera las condiciones perfectas para que se produzcan aquellas tormentas que nos obligan a movernos de lugar y a cambiar nuestra forma de vivir.
Sea cual sea la relación entre tormentas y cambios, sería muy poco responsable de nuestra parte ignorarlas y entrar a un mar agitado como si las aguas estuvieran calmadas.
Eso no solamente sería imprudente, sino también muy peligroso. De la misma manera, debemos escuchar los vientos que agitan nuestra alma, que no son otra cosa que un termómetro que nos indica que necesitamos hacer o pensar algo distinto. Y debemos tener siempre presente que, después de cualquier tormenta, viene la calma.
No podemos hacer nada para que la tormenta termine; sólo tenemos que esperar a que se calme, tomando las medidas necesarias para reducir los posibles daños.
Pero, sobre todo, lo que tenemos que hacer es prepararnos para todo lo que podamos construir una vez que llegue la calma. Y preguntarnos: ¿qué aprendimos de y durante la tormenta?
Después de una tormenta, nada se queda igual. No podemos vivir la tormenta tratando de controlarla, así como no podemos vivir nuestra tormenta interior intentando resistirnos al cambio que esa tormenta está tratando de impulsar. En este caso también sería inútil, imprudente y hasta peligroso.
Y tú, querida persona lectora, ¿qué haces cuando una tormenta agita tu vida?
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