La existencia humana, en su esencia más primaria, parece estar definida por un constante estado de competencia. Desde nuestros primeros años de vida, se nos enseña a medirnos contra los demás para destacar, ya sea en la escuela, en el deporte, en el trabajo y, hoy en día, en el escaparate de las redes sociales. A diario nos vemos confrontados con imágenes de una felicidad perfecta, logros deslumbrantes y vidas que, aparentemente, superan la nuestra en todos los aspectos. Siempre habrá alguien más guapo, que, vista con mejor estilo, más inteligente, con una casa más bonita, un mejor auto o un puesto más alto.
Solemos vivir esta competencia también contra nosotras y nosotros mismos, nos exigimos ser personas más productivas, delgadas, exitosas, disciplinadas, entre otras cosas. Esta autoexigencia, si no aprendemos a gestionarla con conciencia, se transforma en un perfeccionismo frenético que, lejos de impulsarnos a ser nuestra mejor versión, puede llevarnos a un preocupante estado de agotamiento y frustración.
En realidad, competir no es necesariamente un mal. De hecho, la competencia sana y constructiva es uno de los motores más poderosos para que cada persona pueda aprender más, desarrollarse y superarse. Por ejemplo, un rival talentoso nos debería empujar a entrenar más duro. El éxito de un colega nos debería motivar a trabajar más.
Sin embargo, muchas veces ese impulso positivo se contamina con un elemento muy negativo: la envidia. Con ella, se cruza la delgada línea que separa la competencia de la amargura. Mientras la competencia sana es admiración y reconocimiento genuino del talento ajeno, la envidia es un sentimiento negativo y reactivo que nace de la inseguridad y la carencia.
Con la envidia no sólo desearíamos tener lo que la otra persona tiene, sino que, en un nivel más profundo, desearíamos que el otro no lo tuviera para que podamos sentirnos mejor con nuestra propia situación.
La envidia es un sentimiento destructivo que nos apaga. Es un veneno que, en lugar de dañar a la persona envidiada, nos consume por dentro. Quienes viven con envidia se encuentran atrapados en un círculo vicioso: dedican una enorme cantidad de energía mental y emocional a monitorear los logros de las demás personas en lugar de concentrarse en sus propios objetivos. Sus conversaciones se llenan de ataques personales disfrazados de críticas aparentemente constructivas, sus pensamientos de resentimiento y su corazón de amargura.
El antídoto para la envidia no es dejar de competir, sino redirigir la competencia hacia nosotros mismos, enfocándonos en nuestros propios objetivos y sueños. ¿Cómo se logra esto? Primero, es fundamental reconocer y valorar lo que ya tenemos: nuestra salud, nuestras habilidades, nuestras relaciones; para transformar nuestra perspectiva de la carencia a la abundancia. Segundo, debemos aprender a convertir la admiración en inspiración, para que los éxitos de los demás nos sirvan de guía. Finalmente, es clave abrazar y amar nuestra propia singularidad.
El verdadero éxito no se mide por lo que los demás tienen, sino por la lealtad a nuestros valores y la apuesta por nuestra propia autenticidad. Dejemos de luchar para ser como otras personas y empecemos a construir la vida que realmente queremos vivir: ese es el único camino para liberar nuestra propia luz interior y disipar la sombra de la envidia.
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