Como los antiguos de Canaán (fenicios, sirios, libaneses y palestinos, etc.) en el Saltillo de ayer hubo verdaderos y honestos mercaderes ambulantes.
Muy atrás quedaron aquellos auténticos servidores públicos (no confundir con algunos burócratas), que recorrían la ciudad ofreciendo mercaderías y oficios varios a las puertas de la casa o a veces hacia el interior, todavía por la década de los 60 del siglo pasado.
El trato era personalizado.
Vendedores de pájaros de ornato, gallinas y pollos, o el de plantas y tierra para las macetas, el afilador de cuchillos, toda una estampa que era el alma de México y número importante de servicios y productos que ofrecían casa por casa.
El hojalatero que cargaba con sus anafres, soluciones y cautines, para soldar las vasijas de peltre, baños y tinas de lámina agujeradas; los “cameros” que reparaban los resortes de las camas antiguas, que se enchuecaban por el peso. El que daba mantenimiento a las estufas de petróleo. El zapatero remendó cargando con su tambache por todas las calles de la diminuta ciudad, para coser a mano los zapatos rotos o reponer tacones y medias suelas, en su improvisado taller, ¡todo un espectáculo! para la chiquillería.
El ropavejero, que como diría la canción de Cri Cri, el Grillito Cantor, solía gritar ¡botellas que vendan! ¡Zapatos usados! Sombreros estropeados, pantalones remendados; cambio, vendo y compro por igual. ¡Chamacos malcriados!
El que compraba tortillas duras para luego ya doradas en aceite revenderlas aderezadas con una salsa casera muy picosa. Los vendedores de naranjas y limones, cada uno con su costal a cuestas.
El aguacatero, aquel señor rubio de zambo caminar, que montado en su bicicleta de las llamadas “valonas”, con una caja de madera en la parrilla, recorría la ciudad para ofrecer su producto bajo el grito suplicante: ¡Aguacate queretano, madurado con la mano, cómpreme marchanta!
El chicharronero, que regularmente era gente del barrio, como “El Chato” Morales, que ofrecía su producto calientito a las puertas de las casas.
Y los hermanos Lalo y Jesús Soto Magallanes, con sendos canastos sobre la cabeza ofreciendo sabroso pan francés y de azúcar para la merienda.
El fiel lechero que dejaba los entregos en las ollas colocadas en las ventanas de rejas amplias, o los litros de vidrio en las puertas de las viviendas, donde nadie osaba robárselos. ¡Otro Saltillo, definitivamente!
El cabritero, que regularmente era gente del campo, que a las puertas o en el patio de la casa sacrificaba el animalito para la fritada, un platillo dominguero regularmente. El vendedor de pulque y aguamiel. Y el de las cobijas hechas a mano, como don Perfecto Delgado Carreón.
Pero había otros servidores públicos muy especializados que ofrecían frutas y verduras en sus carros de madera de tracción humana (¿un solo caballo de fuerza?), como don Nemesio Vázquez y don Aureliano Cruz, que bajaban con sus armatostes toda la calle Hidalgo y recorrían las callecitas de la antigua ciudad y se posaban a las puertas de los domicilios de donde salían “las marchantas” con canasta o en el mandil, para cargar con los productos que servirían para elaborar la comida del día.
Existieron “los barbacolleros”, que en “el lomo” cargaban un bote de cuatro hojas de láminas ofreciendo este comestible a la puerta de la casa. Pero también había sastres y costureras que ofrecían sus servicios a domicilio.
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