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Expediente Criminal: ‘El Laureles’

Por Pedro Martínez

Publicado el jueves, 12 de julio del 2012 a las 00:29


Se convirtió en un muñeco para satisfacer un momento de lujuria salvaje y psicópata.

Su pantalón estaba por debajo de sus rodillas, su ropa interior caía ante la crudeza de los actos vergonzosos que en ese momento se estaban gestando… José Luis estaba siendo violentado sexualmente. Uno de sus amigos entrañables le introdujo un pedazo de metal por su cavidad anal y lo movía al gusto.

“El Laureles” se convirtió en un muñeco, en un objeto inerte. Su vida, de por sí olvidada, se había apagado en ese momento, en ese instante de lujuria salvaje y de sustentos psicópatas.

“Mira Carlos, estoy moviendo al ‘Laureles’ porque ya no se movía él solo”, dijo en su declaración ministerial Carlos Hernández Martínez, “El Charly”, en donde describió cómo Francisco Briones Reynosa movía el cuerpo con una varilla enterrada en su cuerpo (Exp. 120/1995).

EN EL ALCOHOL

Era inevitable, José Luis Flores Contreras, “El Laureles”, se levantaba minutos después de las 6 de la mañana e iba en busca de su amado alcohol, de esa bebida que le otorgaba momentos de tranquilidad, inclusive de raciocinio momentáneo. Sin duda era el elemento que lo mantenía sereno, activo, pero sobre todo lo motivaba a vivir.

José era parte de la triste fotografía que estaba instalada en la colonia Isabel Amalia en los años 90. Su transitar era como el de muchos, que gustosos lo acompañaban en su humilde casa, una que adoptó ante el olvido de la misma. Sus paredes se mantenían vírgenes, estaban elaboradas de block y todavía resaltaban los rezagos de lo que pudiera haber sido una casa habitación. La estructura era grande, pero pobre, sus cuartos contaban con ventanas sin protección y sus techos eran las nubes y el cielo azul de Saltillo; permanecían así desde hace años, en obra negra.

Los vecinos se acercaban a diario a la casa que “El Laureles” había tomado por sorpresa y que él mismo le hacía llamar las “tapias”, de hecho había elaborado varios dibujos en una de sus paredes. El diablo era su proyecto y los nombres de los amigos que se habían ido al más allá eran parte del recuerdo, aquel que trababa de reavivar cada vez que miraba en esos garabatos hechos con pintura blanca, algunos con gis.

Este lugar era distintivo, sobresalía entre muchas casas, pues estaba edificada en un cruce importante; en la calle Cocotlán, entre Aeropuerto de Mérida y Aeropuerto de Veracruz.

“Ahí nos juntábamos todos los días a tomar con ‘El Laureles’, desde temprano estábamos ahí”, aseguró en su testimonial Leopoldo Rodríguez Martínez, “El Polo”, uno de los tantos teporochos que se avivaban en la ingesta de alcohol.

Desde una botella de alcohol, de ese llamado “Negrito”, pasando por la tradicional cerveza, “El Laureles” saboreaba las fiestas que arrancaban desde las 9:00 o en ocasiones desde las 6:00 horas del día.

En esas borracheras, en las que sólo había un descanso de 3 ó 4 horas diarias, acudían los amigos de siempre: “El Moy”, “El Geno”, “El Choco”, “El Polo”, “El Cachetes”, “El Charly” y “El Peter”. Todos y cada uno se dedicaban a lo que sabían hacer, la bebida era su pasión y su entretenimiento.

Entre pláticas sin sentido, siempre aderezadas con la espumosa cerveza o con el líquido amargo de un mal vino, José Luis ni siquiera les daba el paso, es más, tampoco era uno de los que se avocaban a darles la bienvenida. Él, como muchos, permanecía sentado en dos colchones viejos, los cuales eran sostenidos por un tubular en pésimas condiciones.

“A él lo querían mucho los vecinos porque era una persona tranquila, entonces lo ayudaban en la comida, es decir, le llevaban alimentos”, comentó Juan Gutiérrez Aguilera, “El Choco”.

Y así se acostumbraron, sólo a sentarse en medio de la terracería del cuarto de 4 por 3 metros, sin piso, aquella terracería daba entender que el barrio estaba adentro y no afuera.

No eran los típicos borrachos de esquina que generan miedo en la colonia.

“Sólo teníamos problemas con uno, con Francisco (‘El Cachetes’), siempre se ponía muy loco cuando tomaba”, informó Leopoldo Rodríguez Martínez, “El Polo”, a la autoridad de la Procuraduría General de Justicia del Estado en el año de 1995, declaración que se encuentra en el archivo del Juzgado Primero de Primera Instancia en Materia Penal, a la cual este medio tuvo acceso.

Sin saber, Francisco Briones Reynosa se había convertido en el compañero más temido. Siempre, después de varios litros de ingesta de alcohol, era el encargado de dejar en claro quién era el líder y lo hacía de forma abrupta.

Incluso, Francisco era considerado una fichita entre los vecinos de la colonia Isabel

Amalia, principalmente por Irene Valdés, quien en el año de 1985 denunció a Francisco por el intento de violación a su hijo menor.

“Es un depravado sexual, recuerdo haberlo encontrado con mi hijo de tan sólo 5 años tratando de abusar de él”, comentó la madre de familia.

“Todos los que conocemos a Francisco sabemos que es alguien que está enfermo, esperemos que ahora sí me hagan caso, aquella vez ni me pelaron”, aseguró la mujer ante la autoridad ministerial (Exp. 12/1995).

A UNAS HORAS DE LA MUERTE

Los años 90 no habían dejado nada bueno para la colonia Isabel Amalia. En sus calles se podía ver el paso de aquellos candidatos a alcaldes que sólo hacían promesas, pero que nunca se vieron reflejadas. Todavía se caminaba entre tierra y piedras, entre perros callejeros y malvivientes.

El mes del abril de 1995 y las calles seguían con la misma forma, ahí en la calle de Cocotlán los amigos de siempre se envolvían en sus recuerdos, en unos que añoraban cada vez que el cerebro actuaba de forma extraña debido al alcohol.

Albañiles, soldadores, lavacoches, y uno que otro dedicado a la “pide y pide” para la compra de botella, se introdujeron una vez más en la casa de “El Laureles”. Era un 7 de abril de 1995.

Ese día era como cualquier otro. Los amigos de siempre llegaron y no faltó uno solo. “El Moy”, “El Geno”, “El Choco”, “El Polo”, “El Cachetes”, “El Charly” y “El Peter”.

“El Laureles” ya tenía todo listo, en medio del cuarto desmoronado por el paso del tiempo contaba con una pequeña fogata que utilizaba como parrilla con diversas varillas de metal, ahí una lata de frijoles permanecía a la espera de que fuera disfrutada. Eran las 9:00 horas de aquel día.

“Llegamos y empezamos a tomar cerveza y luego vino, del ‘Negrito’, estábamos todos, los de siempre”, comentó Moisés Ramírez, “El Moy”.

Y comenzó a fraguarse lo de costumbre.

Los pasos de los borrachos se fueron convirtiendo en lentos y absurdos, y las pláticas en risas y con detalles sin entender.

El alcohol se había terminado. Pero Francisco, “El Cachetes”, como Carlos, “El Charly”, querían más, sentían que debían salir a buscar un trago que les diera ese placer único, por eso dieron un adiós momentáneo y se fueron en busca de dinero.

“En eso nos salimos en busca de más vino o de alguien que nos prestara para comprar, pero no encontrábamos nada”, comentó Carlos Hernández Martínez.

Y es que Francisco sentía una necesidad interminable de abastecer su cuerpo, inclusive los demonios que se mantenían ocultos salieron a flote y se instalaron por unos cuantos minutos en aquel lugar.

“Una vez más agarró la varilla que se usa para cocinar y me empezó a golpear, me decía que quería seguir tomando”, dijo Leopoldo, “El Polo”, en su declaración.

Pero en el camino de terracería de la Isabel Amalia, a sólo un par de cuadras de la vivienda de “El Laureles”, “El Cachetes” se detuvo, volteó hacia atrás y le dijo a Carlos que siguiera, que él tenía qué hacer unas cosas, un último detalle.

Francisco caminó hacia la casa, a la cantina de todos los días, y lo hacía a paso acelerado, con la mirada perdida y con el tufo partiendo cuadra, dejando olores dispersos que se metían en el interior de los hogares… sin duda un animal en busca de su presa.

Así se estacionó en las llamadas “tapias”, ingresó entre el laberinto de la obra negra y se dirigió hasta el lugar en el que se encontraba José Luis, quien como si nada le daba tragos a un botella de mezcal.

“Llegué y estaba tomando, nos dijo que no traía, pero en realidad sí, le pedí un trago y no me quiso dar”, comentó Francisco en su declaración ministerial.

La rabia lo enmudeció, a tal grado de que pensó en asesinarlo, en darle una lección que lo llevaría hasta la tumba, pero se serenó, tomó una bocanada de aire y se acercó: “Dame un trago, no seas culo”, aventó al aire “El Cachetes”.

Francisco bajó la mirada, cerró los ojos y se quedó pensativo por unos instantes, su pensar imaginativo trataba de encender su creatividad de cómo acabar con el estorbo que lo mantenía atado, sin alcohol.

LO ASESINA

Las 19:00 horas del 7 de abril de 1995, Francisco, “El Cachetes”, tomó con una de sus manos un utensilio de fierro que se encontraba en la fogata; era una varilla de por lo menos un metro de largo, la cual en una de sus puntas permanecían los estragos de la lumbre, estaba negra, caliente.

En eso, un acto homicida se comenzó a elevar. El hombre que había convivido de buena manera minutos antes se puso frente a él, lo miró por última vez a los ojos y antes de que le diera un trago al mezcal de medio litro que había en su mano le asestó un primer golpe.

“El Laureles” no cayó, aguantó el impacto que le abrió el cachete y que le quemaba la piel debido a lo caliente de la varilla. Se puso en pie e intentó defenderse, pero la rapidez de los movimientos asesinos de su “amigo” lo volvió a dejar sin defensa, sin oportunidad de demostrar lo valiente que pudiera ser.

Empezaron los golpes, uno tras otro, principalmente en el cráneo, y lo sacudían, lo estremecían a más no poder. José Luis intentó ponerse una vez más en pie, pero su estado alcohólico lo aniquilaba.

Entre la mirada confusa que le causaba la sangre en sus ojos, que escurría a chorros de su cabeza, alcanzó a ver la mirada de Francisco, y se dio cuenta de que no iba a parar, que estaba perdido, que ese animal salvaje no se iba a detener hasta terminar con su vida, por lo que se rindió.

A un costado de su cama, tomando con sus manos uno de los tubos de la base, sólo le quedó ver cómo era asesinado, cómo sus ojos se cerraban poco a poco, cómo el aliento lo perdía poco a poco.

“Ya no se movió, sólo quería moverlo”, confesó el asesino. Francisco puso a José Luis de espaldas, lo acomodó de forma que su cabeza quedara en el piso y el resto en forma de cuclillas; con las nalgas al descubierto.

Ahí y después de bajarle los pantalones como los calzoncillos, tomó la varilla y con brutal ferocidad lo introdujo en su cavidad anal, una y otra vez lo penetró, lo sacudió de una forma violenta.

En eso, entre el silencio que permanecía, Carlos entró al cuarto y dio cuenta de la forma en la que “El Laureles” era rebajado, una que no podía creer: “Mira Carlos estoy moviendo al ‘Laureles’ porque ya no se movía él solo”.

José se convirtió en un juguete sexual, en un instrumento de la perversión del hombre, en algo difícil de imaginar. La varilla permanecía enterrada en su trasero y le provocaba que la sangre saliera a un ritmo acelerado.

“Le dije que le avisáramos a la Policía lo que había pasado”, confesó Carlos.

Pero no les importó, los dos salieron en busca de alguien que compartiera el hallazgo, pues pensaron que sólo así podrían librarse, en el sentido de poner en claro que ellos sólo habían hecho el descubrimiento del cuerpo.

“Tocaron muy fuerte en mi casa, eran como las 10 de la noche, abro la puerta y me doy cuenta de que eran ‘Pancho’ y Carlos, quienes me dicen que algo le había pasado a ‘El Laureles’, y que se estaba quemando la cama”, argumentó Carolina Morales.

Fue así que al acompañarlos, Carolina se internó en aquella casa, la cual ya estaba cubierta por la noche, por lo que sacó de su ropa unos cerillos, prendió uno y se dio cuenta de la escena, una que jamás podrá olvidar: “Vi cómo la sangre escurría, era como hilo, le salía de todos lados”.

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