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La leyenda de la casa de la calle Tapia

Por Relatos y Leyendas

Publicado el sábado, 14 de octubre del 2017 a las 05:00


Corría el año de 1923, tiempo en que mi abuela contaba con la tierna edad de 15 años

Por: Jorge Decanini

Mi abuela era una mujer misteriosa, a mis ojos, siempre vieja y marchita; de costumbres tradicionales y callada calma. Cuando, como en toda familia grande, teníamos esas tradicionales reuniones familiares, ella solía aprovechar su larga duración para asustar a todos sus pequeños nietecillos con extrañas y a veces horripilantes historias de criaturas demoníacas que vagaban en la oscuridad de la noche en los antiguos años de nuestra ciudad.

Los nietos mayores sólo se reían de sus disparates, burlándose de ella cuando mi querida abuela no los veía; tachábanle de “vieja loca” o “senil”, pero es vívido el recuerdo que tengo, siendo yo de los más jóvenes, de los terrores consecuencia de sus historias, mismas que ella siempre juró, por sus hijos y cada uno de sus nietos, eran reales. Ni siquiera en el lecho mismo de su muerte, tras una larga y dolorosa convalecencia, pudimos conseguir que aceptara que las terribles y espeluznantes criaturas de las que nos narraba sombrías fechorías eran producto de una extraordinaria imaginación conseguida gracias a una excepcionalmente larga vida.

De entre todas sus historias existen algunas que, por más que lo he querido, no he podido olvidar; de entre sus traviesos duendes, tétricas apariciones y sonidos provenientes, según ella claro, del más allá; hay una que logra hacerme sentir escalofríos, eso a pesar de ser ya un viejo, mi abuela la llamaba: El demonio de la calle Tapia.

Disculpará el lector lo dispersas de mis ideas, pero es que han sido ya tantos los años transcurridos desde que escuché dicho relato que mis recuerdos son ya difusos, sin embargo trataré de narrarla con tanto detalle como mi viejo y cansado cerebro me lo permita, tratando de hacerlo del mismo modo que mi abuela lo hacía cuando éramos sólo unos chamacos.

Corría el año de 1923, tiempo en que mi abuela contaba con la tierna edad de 15 años; siendo ella en aquel entonces apenas una muchacha delgada y de frágil apariencia, pero con una testarudez que mantuvo hasta el último de sus días. Vivía ella en una vieja casa, vieja incluso para ese tiempo, ubicada en una esquina de la calle Tapia de la entonces creciente ciudad de Monterrey; junto a ella habitaban su madre y sus tres hermanos, de los que era mi abuela la mayor.

La Revolución tenía poco tiempo de haber concluido y el ambiente político y social era inestable; los habitantes del país recordaban con tristeza a sus familiares caídos mientras que leyendas de figuras humanas que reaparecían ocasionalmente lejos de sus hogares eran tan frecuentes que tenían a todas las viejas de la cuadra vigilando perpetuamente cada esquina, anhelando ver llegar a alguno de sus hijos perdidos tras el conflicto armado.

Aquella casa en la que mi abuela y el resto de su familia vivía había sido usada durante la Revolución como hospital, pues ese levantamiento armado ayudaba mucho al crecimiento de un negocio como tal y su abundancia de clientela permitió a la familia una vida, si bien no acomodada, cuando menos estable. Fue ahí donde mi abuela pudo conocer de primera mano los horrores de la guerra pues ayudaba a su madre atendiendo a enfermos y heridos y, sin duda, habrá sido el origen de al menos la mitad de sus historias.

Dicha actividad, que ella nunca se atrevió a considerar como enfermería, le permitió conocer a muchas personas interesantes: desde militares heridos que llegaban a atenderse lesiones de bala o, incluso, miembros amputados; víctimas de la violencia de la guerra que no daban crédito a lo que les estaba ocurriendo; e incluso extraños y misteriosos visitantes que llegaban bañados en lágrimas asegurando ser familiares de algún difunto, muchos de ellos con intenciones de quedarse con las pertenencias del fallecido. Fue uno de ellos quien le contó algo que la marcaría, y años después también al resto de su familia, para siempre.

Era un hombre de “treintaytantos”, de apariencia pulcra a pesar de usar ropa vieja y gastada; arribó al hospital cuando el día comenzaba a pardear, un día jueves según lo recordaba mi abuela. El hombre se acercó al llamado “Hospital de Tapia”, como lo llamaban, asegurando haber sido atendido allí meses antes, a pesar de lo cual ni mi abuela, ni su madre ni ninguno de sus hermanos lograban recordarlo o reconocerlo. El individuo, cuyo nombre mi abuela nunca se atrevió a mencionar a pesar de asegurar que jamás lo olvidaría, llegó directamente a hablar con mi abuela, quien por ser la de mayor edad era la encargada de atender a los enfermos cuando su madre se encontraba ausente, y le pidió con una fría sonrisa que se acercara pues “necesitaba contarle algo”.

El hombre contó entonces que ya había estado en aquel hospital varias veces en el pasado, siendo la última ocasión apenas un par de meses atrás. Relató que él, junto a un grupo de revolucionarios, había estado en la casa mucho tiempo atrás y que, junto con sus compañeros, había construido un cuarto secreto y subterráneo en donde él y sus camaradas habían escondido objetos de gran valor cuyo origen no quiso revelar. Aseguró que dichos hechos sucedieron antes que la familia de mi abuela se mudara a la casa, pues el dueño anterior se encontraba desesperado por venderla y había otorgado las facilidades necesarias para que la familia se hiciera con ella.

El hombre de “treintaytantos”, como lo llamaremos a partir de ahora al no haber tenido jamás la dicha de conocer su verdadero nombre, le dijo a mi abuela que necesitaba hablar con su madre pues buscaba recuperar lo que se encontraba oculto en el lugar; a cambio le ofrecía a la familia una parte de las riquezas si le otorgaba el permiso de realizar una excavación.

Mi abuela era una muchachita inocente que confiaba en la honradez de las personas por lo que le pidió al hombre de “treintaytantos” que se sentara a esperar a su madre, a quien emocionada le contó la situación tan pronto ésta regresó a casa.

Era mi bisabuela una mujer madura y humilde, la economía familiar no era lo mejor, aunque ¿qué familia regiomontana estaba en buena situación en aquel tiempo? por lo que la promesa de riqueza fue suficiente para decidirla a otorgar el codiciado permiso, a pesar que, para hacerlo, tendrían que cerrar por un tiempo las actividades médicas que estaban desempeñando, echando a la calle a enfermos y heridos antes de su recuperación.

Los trabajos de búsqueda iniciaron tan pronto la casa se vació, hecho que no tomó más que un par de días. El hombre de “treintaytantos” le pidió a mi bisabuela que consiguiera a tres personas, no más, no menos, para realizar la excavación donde aseguraba sería la entrada a la mazmorra del tesoro. Del mismo modo y sin dar razón del por qué, exigió que la edad de cada uno de ellos no superase los treinta años. Para conseguirlos le dijo a mi bisabuela que, en pago, tendría cada uno cuantos objetos pudiera sacar con sus dos manos de la recámara secreta.

Eran tres hombres, todos menores de treinta años, todos ellos antiguos pacientes de mi bisabuela, los más fuertes que encontró y que se encontraban en la edad exigida por el hombre de “treintaytantos”. El primero de ellos era de baja estatura aunque de fuertes hombros, cabeza ancha y chata y una nariz de bola que mi abuela dice parecía una coliflor; un ente horripilante aunque siempre amable con ella. El segundo era un hombre regordete, parecido a una lechuza, con tanto cabello en su cabeza como en la palma de sus manos, si eso era mucho o poco, mi abuela jamás lo especificó por lo que si era calvo o tenía las manos peludas los nietos jamás lo supimos. El último de ellos era un ser tan flaco que parecía el espectro del hambre encarnado en la forma de un hombre; tenía poco de haberse recuperado de tifoidea, precisamente en el Hospital de Tapia, y era el único de los que quedaban que podría sostener una pala. Fueron esos tres esperpentos los que se encontraron con algo aún más feo que ellos.

La casa era una vieja construcción de un piso, ubicada en la esquina de la calle Tapia, de gran tamaño y con varias habitaciones, comúnmente usadas como dormitorios para los enfermos. Mi bisabuela, mi abuela y el resto de la familia, dormían todos juntos, hacinados en el cuarto más pequeño de la casa, eso con el fin de maximizar la utilidad del espacio pues cada herido o enfermo representaba dinero y cualquier sacrificio era realizado sin con él se hacían de unos cuantos pesos más. Las paredes de la casa estaban en malas condiciones, agrietándose en varios puntos; el techo goteaba y, pese a los múltiples esfuerzos de mi bisabuela, el frío aire del invierno siempre lograba colarse a cada habitación.

Tras vaciar la casa los tres hombres encargados de la excavación tomaron de habitación la de mayor tamaño mientras que el hombre de “treintaytantos” se encerraba en un pequeño cuartito, no tanto como donde la familia dormía, y de ahí no salía sino hasta pasadas largas horas. El lugar marcado como la entrada al tesoro era una habitación usada para tratar a los enfermos infecciosos, el cuarto más retirado de la casa, separado del resto por un pequeño patio ubicado en medio de la propiedad.

A pesar que el hombre de “treintaytantos” aseguraba que los trabajos de búsqueda y excavación no tomarían más que un par de días, diversos hechos misteriosos retrasaba el avance de las obras, ello al tiempo que la comida comenzaba a escasear pues, con tres bocas más que alimentar, aunados a cuatro jovenzuelos hambrientos y sin los ínfimos ingresos económicos que recibían por el tratamiento médico, la alacena comenzó a vaciarse. Sí, mi abuela siempre dijo que eran tres las bocas adicionales que alimentar pues siempre aseguró que el hombre de “treintaytantos” jamás pidió nada de comer o beber.

Durante las noches subsecuentes al inicio de la excavación ciertos sucesos, primero curiosos y después aterradores, comenzaron a alterar la antes tranquila casa. Primero sucedió que los pocos y desgastados muebles comenzaban a aparecer en lugares que no correspondían a donde mi bisabuela los dejaba, algunos simplemente no volvían a aparecer, hecho que molestó de sobremanera a mi abuela, pues aunque no eran valiosos, le eran de mucha utilidad. Ante esas situaciones el hombre de “treintaytantos” le aseguró que cada pérdida le sería restablecida al final de los trabajos, y con creces.

Los días eran tranquilos, mientras la luz del sol bañaba la edificación era posible avanzar la excavación, misma que no era fácil pues se tuvo que destruir el piso de la habitación, destrozándola por completo pues los tres esperpentos no contaban con la fuerza ni la habilidad para un trabajo de tal magnitud.
Pero llegada la noche las condiciones del clima y los extraños sucesos hacían imposible el avanzar el trabajo. Cosa rara en la ciudad, las noches eran más frías que lo habitual, aún para el invierno, y tan oscuras que era imposible distinguir a otro ser vivo a más de 30 centímetros de distancia. El viento frecuentemente tronaba las ventanas y hacía chocar las puertas abiertas, despertando a la familia. La neblina constantemente se filtraba en la casa y el viento apagaba cuanta vela se trataba de encender, trabajar durante la noche era imposible.

Además del clima varios sucesos misteriosos impidieron continuar trabajando por la noche. Ciertos sonidos se escuchaban siempre a las tres de la mañana, y seguros estaban todos que eso no podía ser el viento. Los eventos extraños eran peores y más notorios cuanto más cercanas fueran a la excavación, los sonidos eran más claros y fuertes, incluso mi abuela aseguraba distinguir voces de personas que salían de la habitación.

A la quinta noche, tras un notable avance en los trabajos, mi abuela no resistió más la curiosidad y aprovechó que todos dormían para acercarse a la habitación de donde provenían los sonidos. Llevaba una vela, la cual cuidaba que no se apagase por el viento, fue ahí que claramente escuchó la grave voz de un hombre que le decía que no se moviera. Completamente petrificada, nos contaba que se quedó inmóvil por unos instantes, lo suficiente para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Fue poco a poco que comenzó a distinguir entre la penumbra un rostro, era algo femenino aunque nunca aseguró que fuera una mujer.

La imagen la observaba fijamente desde sus cuencas oscuras y vacías y mi abuela pudo ver lo que parecía una sonrisa mezclada con dolor, de la que pudo distinguir unos dientes amarillos.
Mi abuela no se atrevió a moverse, se quedó ahí, mirando a la aparición sin parpadear, sin decir una palabra, sin emitir sonido alguno. La aparición no hacía nada, salvo observarla fijamente sin dejar de sonreír. Cuando una corriente de viento apagó la llama de la vela mi abuela salió disparada y volvió a la zona segura de la casa.

A la mañana siguiente un grito la despertó, mi bisabuela había tocado a la puerta de los tres esperpentos para ofrecerles un muy escueto desayuno consistente en apenas unas pocas migajas que logró rescatar de la alacena, pero al no recibir respuesta ingresó a la habitación y los encontró a todos muertos.

Según dijo después, el hombre flaco no se había recuperado de la tifoidea por completo y los tres compartían los vasos donde se les servía el agua. Su explicación fue que los otros dos habían enfermado y, debido a la poca comida que recibían, aunado al intenso frío de la noche, habían muerto al dormir. Eso fue lo que un médico amigo de mi bisabuela les explicó pero decía mi abuela que los tres tenían una expresión de terror en el rostro que jamás pudo olvidar, con sus caras contorsionadas en una mueca deforme de dolor y miedo.

El hombre de “treintaytantos” no volvió a aparecer, la recámara en que se encerraba estaba totalmente vacía, los pocos muebles estaban destrozados y una pared presentaba hoyos, quedando completamente inutilizable. La ventana estaba destrozada y los fragmentos de vidrio estaban regados en toda la habitación.

Ninguna señal del hombre de “treintaytantos” quedó para tratar de averiguar qué había sucedido ahí. De por qué debían ser tres los hombres y por qué menores de treinta años, nunca supo la razón.

A la muerte de los esperpentos y la desaparición del hombre de “treintaytantos” mi bisabuela decidió dar por terminadas las obras de excavación, aseguraba que el mismo diablo le había hablado aquella noche y que se iría al infierno por haber sacado a los heridos y enfermos a morir en la calle (hecho que nunca pudo comprobar pero que creyó firmemente hasta el día de su muerte). Con las finanzas de la familia dañadas por los días sin brindar atención médica, no había recursos para reparar las habitaciones dañadas, las cuales fueron cerradas y nunca vueltas a utilizar, dejando con menos posibilidades de atender pacientes y, por consiguiente, menor ingreso de dinero pues dos habitaciones habían sido perdidas a causa de la codicia.

Con el tiempo los hermanos de mi abuela y mi bisabuela murieron en circunstancias tan extrañas como la de los esperpentos y sólo quedó mi abuela para habitar la casa. Se casó y, por falta de recursos, la familia nunca pudo irse a vivir a otro lugar. Fue en esa casa donde yo nací y donde viví durante muchos años, y quizá fue eso, crecer donde los hechos sucedieron, lo que me hizo temer durante tantos años a ese par de habitaciones cerradas a las que mi abuela nos impidió siempre siquiera acercarnos, siendo lo último que me dijo que nunca entre ni permita a nadie hacerlo, cosa que no pude cumplir pues, como es de todos sabido, la curiosidad es una amante a la que se debe complacer.

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