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Las manos de mi padre

Por Daniela Eloísa

Publicado el lunes, 8 de octubre del 2018 a las 12:45


Mi padre me enseñó a escuchar a los árboles: ‘Sólo tienes que poner tu oído con fuerza contra el tronco’, y yo lo hacía

Las noches que mi padre no podía dormir se paseaba por la casa y cantaba. No sé qué cantaba, creo que a veces contaba. Nunca le pregunté, lo que significa que tampoco supe por qué lo hacía. Era una rutina estremecedora que siempre terminaba con gritos… de mi madre a mi padre o de mi padre a la pared.

Mamá huyó pronto; en su carta decía que había encontrado a alguien y no quería dañar a nadie con muchas malas decisiones, por eso tomaba una sola y pésima. Cortó de tajo todas las cabezas que tenía que cortar. Aunque las personas dijeron que se había cansado de su esposo “perturbado” y de ver cómo éste arrastraba a su única hija hacia el mismo infierno.

Yo me quedé con él y su mundo en el que, según contaba, había todo tipo de monstruos. Decía que no había nada de común en ellos y que tenían ojos: dos, cuatro o hasta mil, todos observándolo, nadando entre los rostros de la ansiedad y el pánico, esperando que cometiera un solo error para devorarlo.

Había ocasiones en las que los monstruos casi lo desaparecían, pero siempre encontraba la manera de regresar de sus fauces y esos eran los días que bailábamos y me abrazaba, como si al hacerlo no me sujetara a mí sino a su propia vida.

Mi padre me enseñó a escuchar a los árboles: “Sólo tienes que poner tu oído con fuerza contra el tronco”, y yo lo hacía. “Es más fácil si pones tus manos sobre él, como acariciando su alma”. “¿Sólo eso?”, le preguntaba yo. “Y ser muy paciente”, respondía.

A veces había que regresar al siguiente día, pues los árboles se negaban a revelarte sus secretos. Yo quería llevar un registro de lo que contaban, pero eran más sensaciones que palabras, a veces recuerdos, texturas.

A mí me gustaba ver las manos de mi padre cuando abrazaba un árbol; mientras él trataba de descifrar los secretos de ese ser, yo intentaba descifrar los suyos.

Sus manos eran un poema y sus secretos se sentían como una nube de saltamontes, a veces, y otras como el estrépito de las olas. No fue sino hasta el final de su camino que entendí que él sólo buscaba formar parte de los árboles, los únicos monstruos que lo hacían sentir infinito; monstruos majestuosos, llenos de vida y que parecía que nunca se iban a rendir.

Supongo que el poco tiempo que mi madre estuvo con nosotros nos observaba… tal vez aterrada… Pues no muchas personas podían entender qué es lo que hacía un hombre abrazando un árbol y una niña viendo sus manos con fascinación.

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