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Morelia, un día después de la tragedia

Por Leopoldo Ramos

Publicado el domingo, 13 de septiembre del 2009 a las 14:10


A la mañana siguiente del atentado con granadas en la plaza Melchor Ocampo, la desolación era evidente en Morelia.

Morelia, Mich.- A la mañana siguiente del atentado con granadas en la plaza Melchor Ocampo, la desolación era evidente en Morelia.

En las banquetas y en las calles de este destino colonial las personas se podían enumerar con facilidad. Las unidades del transporte público se desplazaban solas por la ausencia de pasajeros y el ambiente romántico que regularmente impregna al Centro Histórico había sido desplazado por el del miedo y el dolor.

“Estábamos de luto”, sintetiza la periodista Élida Ochoa, quien trabaja como reportera para el periódico “El Sol de Morelia” y se retiró del lugar de la tragedia dos horas antes del ataque.

“Ese día me encargué de elaborar una crónica sobre el ambiente previo al Grito de Independencia; a lo largo de la tarde hubo una serie de eventos y en el periódico me pidieron que hiciera una reseña de todo eso, de los preparativos, pues la cobertura del Grito la habían encargado a otra reportera, así es que me fui de ahí como a las 9 de la noche”.

Cuenta que, a la mañana siguiente, al desplazarse desde el departamento donde vive hacia las oficinas de su periódico, el panorama fue desolador.

“Las calles estaban solas, había una que otra persona caminando. Yo viajaba en una unidad del transporte público en la que no venía ningún otro pasajero. Por la mañana, al pasar por la plaza todavía estaba el reflejo de lo que una noche antes pasó, las manchas de sangre seguían ahí y tuvo que pasar una semana para que la gente volviera a salir a las calles”.

El atentado terrorista que se cometió la noche del 15 de septiembre del 2008 no sólo acabó con la vida de ocho personas e hirió a más de 130, sino que también espantó al turismo y con ello demolió la principal fuente de ingresos del municipio.

La situación económica se lesionó tanto, que la ocupación hotelera, en promedio ubicada en casi el 80%, bajó a poco más del 30, todo en unas cuantas horas.

A un año de distancia la ciudad parece ir recuperando su ritmo, la gente ha tomado de nuevo las calles y ha aprendido a convivir con los rifles de asalto, con las tanquetas y el blindaje de miles de militares desplazados por las cercanías de los parques, museos, cafeterías y edificios de atractivo turístico que Morelia tiene, así como también por sus 630 colonias y 165 comunidades rurales.

“Fue algo deleznable”
“Morelia está dolida, muy dolida por lo que pasó”, no duda en responder el alcalde Fausto Vallejo Figueroa cuando se le pregunta por el estado anímico de la ciudad que gobierna.

“Fue algo tremendo lo que pasó, fue algo deleznable, algo que todavía no entendemos qué hicimos los morelianos para merecer esto (…)

“Morelia está dolida, pero también está echada para adelante, viendo esto con un estado propositivo y que nos sirva de ejemplo para no dejar avanzar a la delincuencia”, ataja.

“Tenemos que seguir nuestra vida y continuar con nuestras actividades”, añade y vaticina que tanto las heridas físicas como las emocionales que el atentado dejó en los ciudadanos quizá nunca cicatrizarán.

“La tragedia que viven las gentes que sufrieron este atentado, que son gentes eminentemente del pueblo, todavía no desaparece, al contrario, yo creo que va en crecimiento.

“Hay secuelas físicas de jóvenes, de niños que todavía tienen esquirlas, que no les pueden ser retiradas; a uno lo van a tener que operar en los próximos días para insensibilizarle de por vida una pierna. Hay algunos con sus manos destrozadas, (está) la señora que perdió la pierna y por las condiciones físicas en que se encuentra no acepta la prótesis, y además el descuadramiento (sic) familiar es impresionante”, resume.

El Presidente Municipal, emanado del PRI, también aclara que si bien ha sido estigmatizada por los hechos de violencia que han ocurrido, la ciudad y sus habitantes son más que eso.

“Morelia es una ciudad dinámica, es una ciudad con un millón de gente buena, somos muy cordiales los morelianos, pero desgraciadamente le tocó a Morelia ser el escenario de estas situaciones”.

-¿Usted pediría a los ciudadanos no replegarse ante la ola delictiva?
“Así es, ése es el criterio de los diferentes sectores. Obviamente se debe ser muy prudente, las autoridades tenemos la obligación para que hasta donde sea posible podamos salvaguardar la integridad de los ciudadanos, pero también no podemos claudicar y dejar de hacer un ejercicio de la libertad, es algo que no puede atentar contra la libertad en cualquier sentido”.

Aún lamenta que, tras los hechos del año anterior, “los morelianos dejamos desiertos los cafés, los restaurantes, bajó muchísimo la visita de los ciudadanos al Centro Histórico y eso nos afectó”.

-Estamos a casi un año de los hechos. ¿Qué le espera a Morelia?, ¿qué sigue?
“Morelia no es lo que estamos viviendo en materia de inseguridad, es inédito y lo que sigue es mucho trabajo; somos una ciudad de trabajo, tenemos que hacer mucha obra, tenemos que abatir el rezago social, tenemos una obligación mucho muy alta, pero también tenemos expectativas muy brillantes.

“Desde hace cuatro años pasamos a ser el primer destino turístico del país en ocupación hotelera después de los destinos de playa; tenemos la ciudad colonial más bella de América Latina, se sigue embelleciendo, seguimos creciendo”.

En la entrevista con Zócalo, el funcionario destaca una de las cualidades más vigentes de su municipio: la aportación cultural que significa al país.

“Habrá que recordar que somos el segundo destino cultural más importante, después del Distrito Federal, con más manifestaciones culturales y debemos seguir siendo buque insignia en materia cultural”.

Despliegue militar
La arquitectura de los edificios coloniales que abundan por las calles de Morelia contrasta con el verde olivo de los patrullajes militares. En esta ciudad, donde no existe Policía Municipal y la vigilancia corre por cuenta de la del Estado, hay soldados por todas partes y están armados con rifles de asalto, con lanzagranadas y con perros entrenados para detectar explosivos.

Es común la imagen de los convoyes militares estacionados a un costado de las aceras del Centro Histórico y circulando por colonias periféricas, tanto en aquellas donde los vecinos padecen a diario de las pandillas y narcomenudistas, como en los exclusivos fraccionamientos residenciales donde habitan empresarios y los miembros de la esfera gubernamental.

“Eso ya no es novedad, es cosa de todos los días y ahorita los soldados han estado tranquilos, pero de repente se les pone y cierran las calles o arman retenes y a todo el mundo revisan. El otro día hicieron eso aquí cerquita, a una cuadra de la catedral”, cuenta Nazario, mientras conduce su taxi por una vialidad paralela al acueducto que delimita al Morelia antiguo con el moderno.
“Aquí la gente ya está acostumbrada a los militares, a verlos por las calles”, puntualiza.

PRESUNTOS ATACANTES FUERON TORTURADOS
(Proceso)
Secuestrados y aleccionados bajo tortura para inculparse de los bombazos en Morelia, Alfredo Rosas Elicea, Juan Carlos Castro Galeana y Julio César Mondragón Mendoza fueron entregados a la PGR 10 días después de los atentados.

Según el testimonio escrito de Rosas Elicea, al que este medio tuvo acceso, la SIEDO consintió la presencia de los torturadores durante su declaración ante el Ministerio Público Federal. La tortura fue reconocida por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, pero exculpó a la PGR de cualquier responsabilidad (“Proceso” 1712).

El “entrenamiento”
Aún no pasaba la conmoción por el primer acto terrorista relacionado con el narco en México y “La Familia” había hecho pública su advertencia de que daría con los responsables para entregarlos al gobierno de Calderón cuando Rosas Elicea fue levantado por hombres armados en el puerto de Lázaro Cárdenas.

Fue el 23 de septiembre de 2008. Como era su costumbre, ese día Alfredo llegó en la mañana a la casa a medio construir que tiene en la colonia Vista Industrial, misma que utiliza como bodega para materiales y herramientas de construcción, actividad a la que se dedica hace 20 años.

Ya lo esperaban unos tipos. Cuando bajó de su Tsuru rojo lo amagaron con armas, se metieron con él al coche y lo amarraron. Le taparon la cara y lo golpearon.

En el mismo coche lo llevaron a su casa, donde los desconocidos tomaron chalecos y cascos de seguridad industrial, así como taladros, sierras para madera y otras herramientas. Ahí lo metieron a una camioneta dorada. “Vámonos por otro”, dijeron.

Llegaron a un domicilio y a los pocos minutos Alfredo escuchó que no habían encontrado a quien buscaban y salieron de ahí.

Cuando llegaron a un sitio que Rosas Elicea no ubica en su relato, le destaparon parcialmente la cara y le preguntaron: “¿Los conoces?”. Vio a dos personas amarradas. Una de ellas era César Mondragón. Cuando le preguntaron por qué lo conocía, dijo: “También se dedica a la construcción.

Tiene maquinaria y equipo para construcción. Se la hemos rentado a él y a un ingeniero con el que es socio”.

En ese momento empezó la tortura. Lo sumergieron en agua, le pegaron en el estómago, en el pecho y las costillas. Luego lo llevaron ante los otros dos detenidos. Julio César y Juan Carlos Castro habían sido levantados y torturados también.

Los secuestradores ordenaron: “Digan lo que tienen que decir: ‘Nosotros tres fuimos responsables de los atentados de Morelia’”.

Le metieron en la cabeza una bolsa con agua y jabón. “Tomaba agua en vez de aire. Sentía morirme”, afirma. Cuando le quitaron la bolsa seguían las amenazas:
–Vas a cooperar, hijo de tu puta madre, o le seguimos y de paso van a traer a tu vieja y nos la vamos a coger.

–Sí, voy a cooperar. No le hagan daño a mi familia –tuvo que responder.

Machacados
Cuando se suspendía la tortura, los otros secuestrados se acercaban y le decían: “ya di que sí porque te van a matar”. Rosas Elicea se resistía a inculparse y la tortura recomenzaba. Se desmayó.

Al volver en sí, estaba con los otros dos secuestrados. Ellos le insistían en que aceptara la culpa y dijera exactamente lo que sus captores ordenaban.

Al día siguiente los subieron a una camioneta. “Ahí me di cuenta que había tres o cuatro personas más amarradas”,anota. Oyó decir que “venían los guachos” (soldados) y el vehículo arrancó.

“Por fin llegamos a un lugar donde estaban trabajando con motosierras y martillos –continúa–, como construyendo algún campamento. Nos mantuvieron en el monte algunas horas hasta que, según yo, cayó la noche.

“Después me apartaron… y otra golpiza. Me golpearon los oídos con ambas manos. Mientras me sostenían en pie, me advirtieron que todo lo que me dijeron tenía que decirlo. En esos momentos deseaba morir ante tanto dolor y sufrimiento”.

De repente sentí un ardor en el interior de mi nariz y ojos. Me estaban echando vinagre. Fue algo muy intenso que me hizo volver en mí. Yo gritaba de dolor y, arrastrando, me llevaron donde estaban las demás personas”.

Al cabo de unos minutos los llevaron a otra casa. “Nos metieron y nos dejaron con otras personas, cuatro o cinco. Se oían transmisiones de radios portátiles.

Ahí siguieron las amenazas, los golpes, el cuestionario y las respuestas: ‘Cada que alguien pregunte tienen que contestar lo que les estamos diciendo, si no, ya saben lo que les pasará’”. También les daban nombres de personas a las cuales tenía que mencionar.

Después de ese “entrenamiento”, los bañaron. Alfredo fue el primero. “Ya bañados, nos pusieron ropa limpia de talla grande y zapatos también grandes. Después me dieron patadas. Yo sentía estallar mi cuerpo de dolor por los golpes y la tortura”.

Tres horas más tarde, según las cuentas de Rosas Elicea, los sacaron de la casa.

La segunda fase
Según la subprocuradora Marisela Morales, por “una llamada anónima” los supuestos responsables de los atentados fueron encontrados por agentes judiciales en una construcción abandonada del poblado de Antúnez, en Apatzingán.

De ahí fueron trasladados en un avión de la PGR al DF.

El testimonio de Alfredo Rosas da detalles sobre la manera en que fueron entregados a la SIEDO: “Nos subieron a una camioneta. Nos bajaron y nos entregaron con otras personas. Nos subieron a una nave, avioneta o helicóptero.

Siempre estuvimos amarrados y vendados.

“Después de varias amenazas llegamos a algún lugar. Ahí nos subieron a una camioneta y condujeron por un rato. Luego nos bajaron y me pegaron a lo que me pareció una camioneta, y por la espalda se me acercó alguien y me dijo: ‘Ya sabes lo que tienes que decir, hijo de tu pinche madre. Aquí vamos a estar’.

Aún vendados “me sentaron en una silla, siempre amarrado de manos y vendado.

Sentía desmayarme del dolor del cuerpo, de cabeza, de oídos, del ardor de ojos.

“Me empezaron a preguntar acerca de los atentados. El que me preguntaba, me guiaba. Yo le respondía que sí”.

Con miedo y dolor, Alfredo le dijo: “Señor, esto que estoy diciendo es porque me torturaron. Tengo miedo, pero quiero declarar lo que pasó. Yo fui secuestrado y quieren que me eche la culpa”.

La respuesta del agente del Ministerio Público Federal fue contundente: “Mira, eso no importa. Tú tienes que decir lo que te dijeron y ya mañana declaras lo demás”.

Según Rosas Elicea, alguien se le acercó y le dijo: “Aquí estamos todavía, hijo de tu pinche madre. Nada más fallas y ya sabes”.

A pesar del miedo, Alfredo insistió en que había sido torturado. “Primero hay que terminar aquí y ya luego te atenderán”, le respondió su interlocutor inicial. Casi al terminar su declaración dijo que ya no aguantaba la venda. Se la quitaron y le soltaron las manos, pero enseguida lo esposaron.

Escribe Alfredo: “Ya mi resistencia era muy poca. Me sentía morir. Lloré por la injusticia”. El interlocutor le pidió que aguantara: “Ya está listo. Firma, para que te atienda un doctor”.

“Licenciado, yo soy inocente. Yo quiero dar mi declaración”, insistió.

“Para esos momentos ya estaba entendiendo que estaba declarando ante el Gobierno. Cuando estaba siendo torturado deseaba ser llevado ante el Gobierno para, según yo, estar a salvo”. Pero el agente del MP insistía en que firmara la confesión.

El agente del MP le pidió a Alfredo que leyera su declaración. No pudo. Por los golpes había perdido parte de la visión. El agente terminó de leer la declaración. Alfredo “no sabía qué hacer entre el miedo, el dolor y la decepción de lo que estaba pasando”.

El licenciado le insistió en que firmara para que lo atendiera un médico y le dieran de comer. No había probado alimento desde que salió de su casa, la mañana del martes 23 de septiembre. Tenía mucha hambre”, escribe.

“Firmé. Luego, el licenciado de oficio me dio un cigarro, mentolado por cierto, y la muchacha, actuaria, licenciada o secretaria me dio un café y un sándwich.

Me lo comí pese al dolor al tragar”.

Fue la última vez que vio al licenciado de oficio. Hubo más preguntas, huellas, firmas, fotos. “Les pregunté si podía hacer una llamada y me dijeron que luego”.

Después de un largo tiempo lo encerraron en una celda. Ahí se quedó dormido.

Al rato, alguien lo despertó con el pie. Lo subieron a una ambulancia y lo llevaron al hospital. Allí alguien le habló por su nombre.

Era Julio César Mondragón. Ambos estaban esposados. Los llevaban a la presentación ante la prensa.

Cumplida la tarea de la subprocuradora ante los medios, los regresaron a la camilla. Sólo entonces le permitieron a Alfredo hablar con su familia. Lo dieron de alta, lo regresaron a la SIEDO y después lo enviaron al Centro Nacional de Arraigo.

El 4 de noviembre fue enviado a Puente Grande acusado de delincuencia organizada, terrorismo, homicidio agravado, posesión de armamento de uso exclusivo de las fuerzas armadas (las granadas) y lesiones calificadas.

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