21 Noviembre 2020 02:50:00
La literatura mexicana del siglo XX a la luz de la Revolución II
Antes de que iniciara la Revolución, alrededor de 1904 y 1905, nacen los integrantes de la generación que se llamará Contemporáneos; brillan Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen, Celestino y José Gorostiza. Cuando Francisco Villa daba las grandes batallas que acabarían con los restos feudales del México porfirista, 1914-1915, nacen los miembros de otra generación distinguida, donde Octavio Paz es la figura señera: Taller al que también pertenecen Rafael Solana, José Revueltas y Efraín Huerta. A Contemporáneos le corresponde la búsqueda de lo universal, algo que parecía haber quedado sepultado bajo toneladas de nacionalismo producto de la Revolución. A la discutible idea de que no hay más ruta que la nuestra, dicha en artes plásticas por Siqueiros, y avalada por cientos de escritores e intelectuales, esta generación busca a James Joyce, Virginia Wolf, André Gide, por ejemplo, fuentes de inspiración. Son una protesta contra los excesos de nacionalismo revolucionario existente en México. No le interesa el Ulises criollo de Vasconcelos, les importa el Ulises de Joyce. La respuesta es brutal: Diego Rivera los ridiculiza en un muro de la Secretaría de Educación Pública con orejas de burro, sus “inútiles” caballetes y los libros de Joyce son barridos por obreros y campesinos que actúan, como lo harán en la Alemania de Hitler y la China comunista, contra el arte “degenerado”.
La generación que se hizo llamar Estridentista, con Arqueles Vela, Germán List Arzubide y Manuel Maples Arce, Luis Quintanilla, Salvador Gallardo, Aguillón Guzmán y Germán Cueto, entre otros, permaneció siempre como inalterable oposición a Contemporáneos y mantuvo hasta el fin una actitud irreverente y antiimperialista. Por aquí se mezclaban los aires del dadaísmo, con los del futurismo y el surrealismo y lo aunaban con los de un aguerrido antiimperialismo sin omitir la presencia del nuevo mundo soviético. Fue un grupo con sentido del humor, de consignas graciosas e irreverentes que sesionaba en el Café de Nadie y en cuyo menú destacaba Merde pour le burgoise y el grito era ¡Viva el mole de guajolote!
Luego de Arriola y Rulfo vienen otros narradores y poetas. Una generación que se agrupa por afinidades más cercanas a las de Villaurrutia y Novo, bajo la influencia de autores europeos, como Juan García Ponce y Juan Vicente Melo. La siguiente, los nacidos alrededor de 1940, clava su atención en los autores norteamericanos: de Hemingway, McCullers, Faulkner, Nabokov, Capote, Salinger y Mailer, por ejemplo. Pareciera extinguirse la literatura de la Revolución en medio de nuevos mitos, temas y tratamientos.
Razones para morir
Volvamos al principio. La Revolución Mexicana fue una descomunal tarea de la sociedad en su conjunto. Es un fenómeno peculiar, no tiene a Enciclopedistas como antecedentes en Francia ni a teóricos como Marx Lenin y Trotsky igual que en Rusia. Es en efecto una chispa que enciende una enorme llamarada. Como señaló el escritor español republicano, Max Aub: “El interés personal de los jefes priva sobre el ideológico, por la sencilla razón, como hemos visto, de que este no tenía formulación teórica. La gente se sacrificó por acabar con un régimen injusto con una utopía por meta”. Ello sin duda explica la hondura de los escritores de ese período, sus personajes sombríos, brutales e introvertidos, su futuro incierto, la muerte prematura como la de Demetrio Macías de Azuela en Los de abajo. Es, pues, un comienzo original para las letras nacionales. A diferencia de otras corrientes literarias, la mexicana no es revolucionaria en sí misma sino por su tema. Aunque en más de un momento la novela o el cuento adquieren características de asombrosa novedad. Tales son los casos de La sombra del caudillo en novela, de “Hombre, caballo y oro” en cuento y de Felipe Ángeles en teatro, ya citados.
Para el año 2000, políticamente la Revolución Mexicana ha muerto. Para muchos su agonía comenzó al concluir el período del general Lázaro Cárdenas, momento estelar de un movimiento que dio extraordinarias figuras, conmovió a todo el continente americano y atrajo figuras del orbe entero, incluida de la naciente Unión Soviética. Entra, pues, en un hospital para desahuciados, cuando en 1940 el sucesor de Cárdenas, Manuel Ávila Camacho, revierte el artículo tercero constitucional que entonces precisaba que la educación primaria, amén de laica, gratuita y obligatoria serpia socialista, se declara católico públicamente sin importarle las largas luchas entre la reacción y los liberales, los conservadores y las fuerzas progresistas y la guerra cristera exacerbada por el asesinato de una figura como el general Obregón a manos de un fanático católico azuzado por la alta jerarquía eclesiástica. Lentamente la Revolución desaparece, sus hazañas quedan en las páginas de los libros y en los acartonados discursos de la clase gobernante. Después del general Cárdenas, cada presidente de la República se inclina más a la derecha: cesan las políticas sociales. Los logros políticos y económicos. Para multitud de jóvenes, en 1968, con exactitud, el dos de octubre, la Revolución muere violentamente cuando fuerzas militares y policiacas, en una maniobra conjunta, asesinan de golpe a más de quinientos estudiantes y encarcelan a cientos de jóvenes, intelectuales y académicos, entre ellos al escritor José Revueltas. Como en el sexenio anterior, habían puesto en prisión a David Alfaro Siqueiros. Mi padre, un médico activista del movimiento que en 1965 fue denominado Las batas blancas, le tocó estar en medio de aquella muchedumbre que corría desesperada de un lado a otro huyendo de las balas, viendo a sus compañeros morir. En esos momentos México se había colocado, con alguna discreción, al lado de Estados Unidos y solo mantenía relaciones con Cuba a causa de los pueblos. De ello dejó constancia René Avilés Fabila en una novela que originalmente apareció publicada en buenos Aires, en 1971: El gran solitario de Palacio.
Sin embrago, la palabrería “revolucionaria” no acabaría sino hasta el período de Miguel de la Madrid, en 1984. Con él, escuchar hablar de revolución y mirar alrededor resultaba irónico y ofensivo para aquellos que por miles murieron en la gran gesta, mucho más para la memoria de intelectuales que sufrieron cárceles y persecuciones. Ya con Carlos Salinas y Ernesto Zedillo no existe siquiera el recuerdo de la Revolución, ha comenzado el total retroceso o ha concluido una larga etapa política y económica del país. Ellos abren formalmente las puertas del Partido Acción Nacional, partido fundado en 1939, por un intelectual de derecha, Manel Gómez Morín, parte de la generación llamada Los siete sabios, donde estuvo también el marxista Vicente Lombardo Toledano, impulsor de largas luchas sociales. México entra de lleno en el mundo del conservadurismo, en lo que los marxistas han llamado el reflujo; triunfa la globalización, el modelo neoliberal, impulsado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, se extiende sin importar si coincide o no con las historias patrias y los valores de tantas naciones pobres. Sin el socialismo real, derrumbado de forma estrepitosa por sus propios defectos y errores, comienza la era de las privatizaciones a ultranza, de la entrega de los recursos nacionales a empresarios extranjeros. En suma, las viejas políticas sociales y el papel del Estado rector en México se vienen abajo. De nueva cuenta padecemos la contradicción entre un puñado de familias multimillonarias, y millones de miserables, de mexicanos en condiciones en extrema pobreza. La literatura fijará su atención en otros elementos sociales, éticos, políticos y económicos.
La Revolución Mexicana tiene secuelas, una de ellas, para muchos una contrarrevolución, una revuelta revolucionaria motivada por el clero, para otros más una lucha tardía por consignas zapatistas, es decir, por la posesión de la tierra, es la que han llamado guerra cristera o la cristiada y que de muchas formas entronca como pariente pobre con la novela de esa época. Elena Garro no solo escribió su memorable obra dramática Felipe Ángeles, sino que en Los recuerdos del porvenir delineó a muchas figuras cristeras. En estas tesituras, dentro de la literatura que produce la lucha de los que se alzaron en nombre de Cristo Rey contra los gobiernos revolucionarios, destaca entre muchos libros poco conocidos, una novela intensa y bien lograda de Manel Estrada: Rescoldo, publicada en 1961. Esta literatura, la que produjo la guerra cristera, merecía un mayor estudio y la incorporación de diversos autores al cementerio de los escritores ilustres por la vía de la consagración oficial.
Luego de 1968 la literatura recupera un impulso de crítica social. Es ella quien juzga a los asesinos de Tlatelolco, a través de una serie de novelas y poemas. El arte en general asume una vez más cercanía con la política. Solo que el gran personaje de 1910-1920 está ausente: ahora se lucha contra sus magros resultados. En nombre de la Revolución Mexicana, el Ejército (al que la burocracia considera una gran herencia del movimiento revolucionario) y la policía disparan sus balas contra estudiantes inermes, los políticos del sistema condenan el movimiento estudiantil como si fuera obra de provocadores y dementes, de anarquistas.
La literatura de 1968 sirve de memoria para que los mexicanos no olviden la represión y muertes, juzga a los responsables y, seguramente, es de inmensa utilidad par que el país sufra transformaciones positivas. Para muchos es incluso un parte aguas. Esa literatura, sin personajes memorables, más bien anónimos, con algunos autores de significado cultural importante, hace que cada 2 de octubre se reaviven los impulsos democráticos y libertarios por los cuales los jóvenes lucharon y fueron masacrados. Luego de la matanza, muchos iniciaron el camino de la guerrilla. En los inicios de la década de los 70 el Ejército y la policía masacran a estos combatientes, es una guerra sin cronistas y sin memoria, olvidada, perdida en el recuerdo de uno o dos ensayistas y de un novelista, Salvador Castañeda, que la vivió y padeció prisión. Existen de nueva cuenta guerrillas como el EZLN y el EPR, que comienza a contar con narradores propios. La literatura de 68 está bien representada por Luis González de Alba, Los días y los años; María Luisa Mendoza, Con él, conmigo, con nosotros tres, y Fernando del Paso, Palinuro de México. En materia periodística, más allá, vale la pena citar dos casos: La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska y Días de guardar de Carlos Monsiváis, quien también es autor del iluminador relato de un movimiento no solo estudiantil que defiende los derechos humanos: El 68 La tradición de la resistencia.
El país ha puesto distancia con la Revolución que en el 2010 cumplió cien años de edad. Los homenajes que con tal motivo se prepararon fueron un réquiem de escasa dignidad. Mejor conmemoró la dictadura de Porfirio Díaz el centenario de la Independencia, meses después el longevo gobierno cayó bajo el ímpetu revolucionario. Las artes de México quedaron con una deuda profunda con el movimiento político-militar. Sobre la literatura, el citado Max Aub hizo un señalamiento aclarado su importante influencia a finales del siglo XX, pero al mismo tiempo mirando hacia el futuro: “… estamos ya en otro mundo, el de nuestros días; sin la narrativa de la Revolución serían otros”. Tenía razón.