Querida persona lectora: ¿Te ha tocado alguna vez vivir una situación en la que, por tu rol o por las circunstancias, tuviste que aguantar algo que te incomodaba? ¿Un momento en el que no parecía haber alternativa distinta a fingir agrado y sacar tu mejor sonrisa? Imagino que sí. Y muy probablemente no se haya tratado de un caso aislado.
Me refiero a todas esas situaciones en las que hacemos “buen viso a cattivo gioco”. Esta maravillosa expresión italiana – que podríamos traducir como “poner buena cara a un mal juego”– alude a la necesidad de mantener la calma y mostrar aceptación frente a una situación desagradable o injusta. A veces puede parecer inevitable: por ejemplo, en contextos profesionales altamente jerarquizados, en entornos familiares tensos o en interacciones puntuales con personas que no conocemos bien, con las que parece mejor dejar correr.
En esos momentos solemos activar el “modo diplomático” y nos convencemos de que no pasa nada. Quizás sea, en efecto, un mecanismo de supervivencia social. Vivimos en sociedad, y esta convivencia nos impone ciertos protocolos de comportamiento, entre ellos aguantar y ser amables, incluso cuando algo nos incomoda profundamente, para poder encajar en determinados espacios.
Sin embargo, cuando esa sonrisa forzada se convierte en una obligación constante, el precio que estamos pagando es demasiado alto. Y profundamente injusto.
No deberíamos perder de vista que, cuando una situación nos resulta incómoda o desagradable, suele ser porque algo no está bien. Es cierto: en ocasiones esa percepción puede ser errónea. A veces tendemos a asumir el papel de víctimas, creyendo que todo gira en nuestra contra o tomándonos cualquier gesto como algo personal.
Pero, más allá de estos casos, existen situaciones que nunca deberíamos normalizar ni tolerar: las injusticias, las criticas inmerecidas o agresivas, las cargas excesivas, los tratos que vulneran nuestra dignidad. Frente a ellas, la solución no puede ser el silencio. No podemos –ni debemos– callar la incomodidad que vivimos o el dolor que sentimos. Tenemos derecho a un espacio en el que nuestras inconformidades puedan ser expresadas.
El problema es que muchas veces aguantamos tanto que terminamos explotando. Y cuando explotamos, solemos hacerlo desde la agresividad, deslegitimando así aquello que, en el fondo, era válido. Porque lo que está mal no es la inconformidad en sí, sino que la forma y el momento en que la expresamos.
Reconocer a tiempo las situaciones que nos hacen sentir mal es un acto de respeto con nosotros mismos. Admitir, desde nuestro espacio más íntimo, que estamos poniendo buena cara a un mal juego debe de ser el primer paso a seguir. Quizás, en ese momento concreto, esa sea la mejor estrategia posible; o quizás descubramos que la situación ni siquiera nos afecta realmente. Pero si no es así, reconocer lo que está pasando es el inicio para cambiar las reglas del mal juego.
El siguiente paso es asumir que tenemos el derecho a no aguantar ese mal juego. Y el último paso – tal vez el más complejo – es asumir también la responsabilidad de expresar nuestras inconformidades de manera asertiva y no agresiva.
Querida persona lectora, te invito a intentar recorrer este camino. Reconoce el mal juego al que normalmente le pones buena cara, valida tu derecho a sentir incomodidad y asume la responsabilidad de comunicarlo de manera asertiva. Es el camino más justo para ti y para las personas que te rodean.
Más sobre esta sección Más en Coahuila