Coahuila
Por Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola
Hace 1 mes
Había una vez un hombre mayor, internado en un hospital público, a causa de heridas causadas en un accidente automovilístico. La habitación, que compartía con otros seis enfermos como él, estaba ubicada en el sexto piso.
Unas ralas cortinas de color celeste, separaban cada una de las camas. En el oscuro rincón que le habían asignado, había una pequeña abertura en la ventana toda ella pintada de un color blanco mate, que quedaba a la altura de sus ojos.
Con un poco de esfuerzo todos los días se acercaba a la hendidura, para compartirles a sus compañeros de dolor, las maravillas que veía en el exterior. Y lo hacía con mucha alegría, casi con complicidad, y con una emoción que parecía desbordarle el corazón.
Por las mañanas les hablaba del tímido resplandor del alba, con esos tenues tonos naranja y amarillo que luchaban por vencer la noche, como el niño que se abre paso con mucho esfuerzo, para cruzar el umbral del vientre de su madre.
Les platicaba de los niños que corrían con sus mochilas sobre los hombros, y de las niñas con sus falditas llenas de cuadritos, todos apurados por llegar a tiempo a la escuela.
Más tarde les compartía sobre la gente que veía salir de la panadería, con sus bolsas cargadas con bolillos y pan de dulce, justo para desayunar con café o chopeando en una buena taza de chocolate.
Por las tardes, la cosa se ponía mejor, porque les contaba, casi susurraba acerca de las parejas de novios que veía sentados y abrazados en las bancas de acero forjado que rodeaban la plaza; mientras contemplaba a las piadosas mujeres y devotos caballeros, que cruzaban la calle para entrar a la antigua Iglesia de cantera gris, en búsqueda de consuelo y alivio para sus penas.
Un día les contó de los pajaritos que se ponían en los cables que colgaban de poste en poste, y que por la forma en que se colocaban, parecía que formaban las notas del pentagrama del himno a la alegría. Ese día, inspirado, hasta se las cantó.
Los deleitaba explicándoles la gama de colores entre ocres y violáceos del crepúsculo, ese espectáculo impresionante, donde se despiden los últimos brillos de sol, y aparecen los primeros destellos de las estrellas.
Describía además, las impresionantes lunas de octubre, que con su romántico encanto, llenaban el recinto de sentimiento y belleza, y disipaban las dudas y depresiones, en las duras noches sombrías del hospital.
Todavía alcanzó a describirles la senil y pulcra nieve que año con año, se formaba en las cimas de las montañas más elevadas, que remataban el ya de por sí precioso panorama, y que como una obra de arte, enmarcaba el horizonte de la ciudad.
Con estas bellas historias entusiasmaba y daba salud a sus solitarios compañeros, y les hacía la vida más luminosa y placentera.
Sin embargo, una noche, uno de sus compañeros, con la envidia corroyéndole el alma, codiciando frenéticamente la prodigiosa vista, se levantó como pudo, y en silencio, mientras el otro dormía, lo asfixió con una almohada gris, hasta dejarlo sin vida.
A la mañana siguiente, sin ser descubierto como autor del monstruoso crimen, consiguió que le asignaran la ahora vacía cama, pero, cuál no sería su sorpresa, que al llegar al ansiado rincón, y al acercarse al hueco que se formaba en la ventana, horrorizado, se impactó al descubrir que, detrás de aquel agujero que él creía luminoso, no había nada de esas cosas fantásticas y bellas, sino tan sólo, un vetusto muro, negro y oscuro, que no transmitía belleza, ni vida, ni nada.
A partir de ese momento, sólo hubo sombra, silencio y tedio, se acabaron las sonrisas, las historias y los sueños que aquel maravilloso hombre compartía, no de las hermosas cosas que afuera veía, sino de las inagotables y esplendorosas riquezas que en su interior tenía.
La riqueza del hombre no está en los bienes que posea, sino en lo que lleve en su corazón. Cfr. Lc 12, 15.
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