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Coahuila

Responsabilidad sin rostro; nuevos desafíos del Derecho

Por Alfonso Yáñez Arreola

Hace 1 mes

Imagina que una IA (Inteligencia Artificial) redacta un poema que te hace llorar, pinta un cuadro, que podría estar en Bellas Artes, o compone una canción que se vuelve viral en TikTok y nadie imagina que detrás, no hay una persona, sino un algoritmo. La pregunta es, ¿quién es el autor?, ¿la máquina?, ¿el programador?, ¿el usuario que sólo escribió, “hazme una canción triste”? Hasta hace poco, el derecho tenía una respuesta sencilla, el autor es quien crea con su mente y con su espíritu. Hoy, una IA, puede generar una novela, diseñar un logotipo, redactar un discurso o producir una melodía; puede hacerlo en segundos, sin descanso y sin entender el alcance de lo que está creando. Es ahí donde la ley, empieza a tropezar.

Durante siglos, el derecho de autor, ha sido una especie de guardián de la creatividad humana. Nació para proteger ese ingenio único, que nos hace imaginar, inventar, expresar. ¿Qué pasa cuando la creatividad ya no sale de un cerebro humano, sino de millones de datos procesados por una máquina que “aprendió” almacenando lo que otros hicieron?

Hay quienes sostienen que las obras con IA deberían considerarse obras derivadas, porque parten de algo preexistente, de miles de textos, imágenes o canciones que alimentaron a la Inteligencia Artificial. Otros afirman que son creaciones autónomas, porque el resultado final puede ser tan original, que nadie lo haya producido antes. Aceptar esto, implicaría reconocer que la máquina tiene creatividad, y con eso abriríamos una caja de Pandora legal y ética: ¿puede una máquina ser autora si no tiene voluntad, ni intención, ni consciencia? La emoción no está en la máquina; está en la persona que la pidió. Por eso, muchos juristas sostienen que el acto creativo sigue siendo humano, aunque se exprese a través de una herramienta nueva.

La historia del arte y la tecnología siempre ha sido una historia de colaboración. Cuando apareció la fotografía, muchos pintores pensaron que el arte moriría, no fue así, sólo cambió. La cámara no reemplazó al artista, sólo amplió las formas de crear. Lo mismo ocurre ahora, la IA no elimina la creatividad humana, la desafía y la empuja a reinventarse. Hay un riesgos que no debemos ignorar, si empezamos a considerar a las máquinas como autoras, diluimos el sentido de la responsabilidad. ¿A quién se le exige, si una obra infringe derechos o transmite un mensaje dañino? La IA no tiene ética ni moral, no distingue entre lo correcto y lo incorrecto. Reconocerle derechos sin deberes sería tan peligroso, como darle ciudadanía a una sombra.

El debate jurídico sobre esto está ocurriendo en todo el mundo. En Estados Unidos, la Oficina del Derecho de Autor, ha rechazado registrar obras generadas completamente por IA. En Europa, se discute si los derechos deben pertenecer al usuario que da las órdenes o al desarrollador del sistema. En Asia, algunos países han abierto la puerta a nuevas categorías de propiedad intelectual para las creaciones híbridas. Nada está cerrado, porque el derecho camina detrás de la tecnología, tratando de alcanzarla. Entonces, ¿el derecho debe adaptarse a la tecnología o la tecnología debe adaptarse al derecho?, ambas cosas. La ley no puede congelarse mientras el mundo camina, pero tampoco debe rendirse ante la novedad. Lo ideal es un diálogo, reglas que evolucionen, sin frenar la innovación garantizando que mantengan un rostro humano.

A las y los abogados en formación, legisladores y jueces, que hoy estudian estos temas, les comento que no teman a la tecnología, pero tampoco la idealicen. La Inteligencia Artificial es una herramienta muy poderosa, pero sin ética, es solo una máquina sin brújula. El derecho no debe correr detrás de ella con miedo, sino alcanzarla con sabiduría.

 

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