Nacional
Por Leticia Espinoza
Publicado el sábado, 23 de septiembre del 2017 a las 08:00
Cobertura Especial | Ciudad de México.- Camina en calidad de fantasma, le han dicho que se encuentra dentro de las listas de desaparecidos que cuelgan de un tendedero que se ha poblado de imágenes religiosas y es custodiado por dos ramos de flores blancas.
Transcurren los días después del sismo del 19-S, Derek, a quién le parecía exagerado que la gente se asustara por el terremoto del 85 recorre una de las calles aledañas al que fue su colegio, el Rébsamen, él es un sobreviviente.
Llegar a la zona de Coapa donde se ubica el colegio Enrique Rébsamen, donde el temblor de 7.1 grados le arrancó la vida a niños y maestros, no es fácil, la línea del Metro llega hasta Taxqueña, pero el tren ligero ha dejado de funcionar.
Para llegar habría que caminar alrededor de 6 kilómetros durante una hora. Llueve, se ha caído la red de internet y el servicio de Uber no se puede contactar.
El refugio más cercano es la Central del Sur que sirve como centro de acopio para damnificados de Morelos y Puebla, ahí ha llegado también un grupo de rescatistas de Guadalajara que con sus propios medios se dirigen a Jojutla, uno de los municipios más devastados, donde la ayuda fluye lentamente.
No saben exactamente qué sitio les tocará trabajar, solamente piden a Dios regresar con bien, en sus casas también los esperan.
La lluvia se detiene, el internet por fin funciona; el chofer de Uber dice que acaba de tomar el taxi, viene de ayudar, pasa por el estadio Azteca y comenta que también está fracturado, se queja de las noticias de la llamada niña Frida Sofía, piensa que fue un teatro político, promete acercarse lo más que pueda al colegio.
Se hace tarde, la Policía Federal resguarda el lugar, y muy cerca de las vallas que impiden pasar a la zona del rescate, Derek Durán y su padre son abordados por los medios de comunicación, su rostro es iluminado por las luces de las cámaras.
El adolescente, de 12 años, tomaba la clase de inglés cuando empezó a temblar, bajó las escaleras del piso donde se localizaba el aula, después quedaron atrapados.
“Como dicen, no grito, no corro, no empujo, seguí las instrucciones, yo caminé y caminé, sólo escucho que truena algo y se vino la pared abajo, pero antes siento que una mano me toca y me dice, alto, me pongo la playera aquí (en la boca) y empiezo a caminar con miedo”, cuenta el niño.
Pensaba que iba a morir
Los vecinos rompen una pared que los dividía con los departamentos y ponen escaleras metálicas que han llevado de sus casas para que puedan salir, Derek sube las escaleras pensando en que iba a morir, pensaba en su padre.
Su papá, Edgar Durán, fue de los primeros en llegar a la zona del siniestro, su casa se localiza muy cerca del colegio, es arquitecto, y eso facilitó organizar las tareas de rescate porque los elementos de seguridad llegaron mucho tiempo después.
“Nos llevaron a un terreno en la calzada de las Brujas, ahí me reuní con compañeros y todos estaban bien, vi a mi maestra de taller con su hija abrazándola, a mi maestra educación física con todo el brazo partido, al de matemáticas y biología llevando escombros, luego nos fuimos a casa de mis primos porque en casa no teníamos luz”, dice el pequeño abriendo sorprendido sus ojos.
Cansancio y tristeza
En las calles aledañas al colegio reina la tristeza, el cansancio de rescatistas a quienes les dan masajes, el desconcierto de no saber si creer a la autoridad si existen más personas entre los escombros.
Elementos de la Secretaría Armada de México, médicos y policías entran y salen sin mucho apuro, a diferencia de otras zonas como la fábrica de textiles que se cayó en la colonia Obrera, ubicada a muchos kilómetros del colegio, en el centro de la ciudad, y es que parece que el sismo diversificó sus víctimas.
Un ejército de personas trabaja en labores de rescate, las piedras pasan mano por mano, los botes de escombro se llenan rápidamente, gritan que hacen falta polines, guantes, serruchos y de la nada aparece todo lo que adentro se necesita, nadie duda en dar lo que trae.
La ambulancia llega y elementos de la Policía Federal ordenan abrir paso, todos obedecen, porque su presencia representa una esperanza. En el lugar abunda la tierra, se escuchan palazos y de pronto alguien grita, “¡silencio!”, hombres y mujeres, levantan la mano con el puño cerrado, ese silencio enchina la piel, porque quizá es la señal de que han encontrado a alguien con vida.
Ese silencio estremecedor se repite también en el famoso corredor Roma y Condesa, donde se derrumbaron edificios y otros tantos están a punto de caer, en algunas calles se puede ver a la gente haciendo mudanzas.
En la calle de Acapulco, Edna ha tenido que desalojar su apartamento porque el edificio vecino se derrumbó, la autoridad dice que el que fue su hogar desde que llegó de Sonora se puede caer.
Los elementos de seguridad apenas le dieron tiempo de sacar sus pertenencias, lo más importante para ella fue rescatar a sus dos perritas y el gato que guarda en una bolsa para evitar que escape al ponerse nervioso con el ruido de las máquinas que desbaratan una estructura metálica que cubría el edificio que se cayó.
Son días de luto, en las casas casi nada se puede hacer, pocos han podido conciliar el sueño después del 19 de septiembre, las escuelas han suspendido clases para evaluar los daños en la infraestructura de los planteles, tal como supuestamente lo hicieron en el terremoto del 7 de septiembre.
“Con el sismo que pasó, Protección Civil revisó las escuelas, dijeron que la mía no estuvo dañada y lunes fuimos a clase, y hoy que pasó, ojalá que le echen pilas, no van a poder borrar errores, su revisión cobró vidas, era para que se dieran cuenta”, recuerda Derek.
Lo habían visto todo
Ante autoridades omisas y las muy pocas precauciones que los arrendadores de edificios toman, en esta ciudad donde la gente está acostumbrada a los continuos movimientos de la tierra; dos semanas eran suficientes para olvidar que la réplica de otro sismo podía llegar en cualquier momento.
Una gran mayoría de “chilangos” que sobrevivieron al temblor de 1985, la gente mayor sobre todo, piensa que en aquella tragedia lo vieron todo; algunos ya no bajan de sus edificios, otros como Mercedes, la señora que atiende un estanquillo en la colonia Doctores, ve con temor el árbol que está a punto de caer sobre su negocio y no hace más que llorar cuando intenta recordar que ya una vez se salvó y que ahora también.
Los norteños que ven desde lejos las noticias del sismo, los que preguntan en redes sociales una y otra vez por sus paisanos en la Ciudad de México, dicen “que está cabrón vivir así”; esperando si pasa algo.
Ese día, en el llamado 19-S, por Reforma avanzó una gran procesión, al menos eso parecía, la gente tenía rostros sorprendidos y tristes, caminaron kilómetros, dejaron a un lado los zapatos de tacón en el caso de las mujeres, porque no había transporte que pudiera soportar la multitud que no quitaba los ojos de sus celulares pensando en cómo llegar a sus hogares junto a los suyos.
Rehacer la vida
Algunos vieron pasar la vida ante sus ojos, en los pisos de altos edificios, y al final, como el pequeño Derek, lo único que les queda es seguir la vida.
“Al final es una experiencia buena porque me salvé, tuve la oportunidad de estar con mi familia, ninguno falleció, y negativa porque compañeros fallecieron, ya no voy a tener escuela, ya no voy a estar aquí, me van a tener que cambiar, a rehacer mi vida”, dice el niño que sigue buscando su nombre en la improvisada lista de desaparecidos.
Esa lista que llenó de susto a su madre con quien no había podido tener contacto porque como ellos, también se quedó incomunicada ese fatídico día.
El sismo del 19-S abrió las cicatrices de la Ciudad de México, parece que la tierra tiene memoria y muchas cicatrices que no han terminado de cerrar.
Por estos días la capital mexicana sigue estremecida, duerme de luto e intenta levantarse con esperanza.
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