Arte
Por Christian García
Publicado el viernes, 3 de noviembre del 2017 a las 04:05
Saltillo, Coahuila.- El viaje que emprenden los muertos desde las oscuras cavernas del Mictlán inició ayer, con la apertura de las puertas que permiten el paso de las almas del mundo espiritual al físico. Y para marcar su camino hacia nuestro plano, la Dirección Municipal de Turismo inauguró el miércoles un inmenso altar localizado en la escalinata del barrio Santa Anita.
El recorrido hacia la cumbre de la escalinata, se llenó de color y vida gracias al trabajo de una coalición de varios centros culturales como el Estudio 280, La Taberna El Cerdo de Babel, el restaurante Las Delicias de mi General, y centros educativos como las universidades Carolina, del Valle de México, Autónoma del Noroeste y la Secretaría de Cultura (Sec).
La luz de las veladoras guiaba el camino desde la base hasta la cima. Los 150 escalones conformaban universos astrales que, decorados con comida como naranjas, caña y calabazas, permitían dar un bocado de vida a los espíritus que llegaban a ellos, mientras alimentaban de color el ojo de los transeúntes quienes, acompañando el recuerdo de sus seres queridos, iban a su paso hacia arriba.
Además, los tambores de los matlachines saltillenses comenzaron a sonar y convirtieron el ritmo de sus golpes en un transe hipnótico que preparó la mente de los visitantes, que buscaban encontrarse con los que se les adelantaron en su camino.
EL ASCENSO
Al inicio de la odisea mística se encontraba la estatua de un perro, la representación del xoloitzcuintle, el leal animal que guía fielmente al difunto en su descenso hacia el más allá. El perro mexicano daba la bienvenida a los caminantes, mientras las flores de cempasúchil y el aroma del copal quemado impregnaban el ambiente. Mientras, el tambor de los matlachines se apagaba lentamente.
La numerosa multitud de los vecinos del Barrio de Santa Anita, y el resto de saltillenses que se dieron cita a la inauguración, llevaron fotos de sus difuntos que colocaron en los escalones. Mientras, un son de guitarras amenizaba la noche: canciones de muerte y gozo en la voz de un cantante veracruzano.
Las voces de los citadinos se convirtieron en murmullos que rezaban por los familiares que se fueron. Regresaron a la tradición, al México místico y mágico que dibujara Frida Kahlo y Diego Rivera en sus murales. Las imágenes de las mujeres vestidas de catrinas recordaban a Posadas. Las escaleras de Santa Anita, regresaba a ser un remanso mexicano en una actualidad global.
“Todos me dicen el negro, llorona / Negro pero cariñoso / Todos me dicen el negro, llorona”, así entonaba el grupo uno de los himnos musicales de origen popular. La música confería esa áurea de festividad que denota la tradición mexicana, el ambiente coloreado por el papel picado en los cuales se retratan las calaveras, los esqueletos, los fantasías de los mexicanos.
La multitud avanzaba, el xoloitzcuintle había quedado atrás, y la siguiente representación era el jaguar, el enorme felino que guarda las puertas del inframundo prehispánico. El segundo nivel, abría sus puertas a los espíritus que podían mirar el rostro que tuvieron en vida en las fotografías que sus familiares llevaron.
DE NUEVO, EL REGRESO
Una rana abría el paso al tercer nivel, en el que una pareja de enamorados residían en el recuerdo fotográfico. Abajo, se escucharon las voces del grupo: “Dame la muerte chiquita / dame la muerte pequeña / y así tal vez en tus brazos / alcanzaré gracia plena”; canción que reunía el erotismo y la pulsión tanática uno mismo. Las veladoras iluminaron el rostro fantasmagórico de los saltillenses, quienes ascendían cada vez más, al cielo, a esa luna prometida al final de las escaleras de Santa Anita.
Ya casi al finalizar, el recorrido una calavera llenaba el centro del altar; blanca, divertida, colorida, fría y pálida. El cempasúchil amarillo y su aroma llenaba la escalera, el papel china llenaba los flancos que ocultaban cada ciertos pasos alguna catrina de papel maché.
En el último piso aparecía ante el espíritu que vistaba la realidad o al caminante que invadía el mundo espritual una cruz enorme que marcaba el final del recorrido.
A través de 150 escalones de comida, de bebida, de vicios y placeres el fallecido encontraba paz y el vivo encontraba el amargo recordatorio de la fugacidad de la vida y la certeza de la muerte. A partir de aquí, sólo comenzaba un viaje cuesta abajo y de regreso al inframundo.
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