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Internado Camporredondo, el lugar feliz

Por Ruta Libre

Publicado el lunes, 29 de mayo del 2017 a las 15:40


El edificio que alberga a la Sedu en Saltillo lleva consigo leyendas urbanas. No fue aquel cruel lugar para niños mal portados

Por: Jesús Castro

Saltillo, Coah.- En la década de los 90, Javier, el hijo menor de una familia saltillense, era inquieto, lo mismo que el resto de sus cuatro hermanos varones. Su madre, doña Rosario, sólo lograba calmarlo con una peculiar amenaza.

–¡Si te sigues portando mal, te voy a llevar a Camporredondo!

Aquella frase se volvió una leyenda urbana entre las familias de la época. La existencia de un internado para niños, al que todos llamaban Camporedondo, era motivo de miedo para los pequeños de la ciudad. Pero no para los del área rural.

Para los pequeños provenientes de los ejidos más pobres de Coahuila aquel internado era como un paraíso. Mientras afuera había niños que se cimbraban al oír la posibilidad de ir a dar a ese edificio de ladrillo, del que pensaban era una correccional donde reinaba la más rígida disciplina, otros coahuilenses se peleaban por entrar.

Uno de ellos es René de la Cruz, el actual guardia del edificio que ahora alberga las oficinas de la Secretaría de Educación. Dice el hombre que cuando él era niño fue a pedir informes, porque quería estudiar ahí, porque sus primos, que sí estaban internados, le decían que les daban muy buena educación. Pero a René le negaron el acceso.

–Que porque mi familia no era pobre, me dijeron.

En realidad aquel lugar no era ni una correccional ni se llamaba Camporredondo o Campo Redondo. Se trataba del Internado Vicente Suárez, una institución federal creada para dar educación a los niños más pobres del área rural en Coahuila, según platica el profesor Jesús Varela Almanza, quien conoce la historia del edificio, el porqué le dicen Campo Redondo, así como qué otras instituciones albergó y del día en que cerró sus puertas en 1998.

Tomás Calvillo, uno de aquellos niños que estuvieron internados en el Vicente Suárez, narra las aventuras que vivieron dentro de esa amplia construcción de ladrillo que se convirtió en su casa, allá por la década de los 50, y de la que sería profesor 20 años después.

MALETA DE CARTÓN

Todavía no salía el sol cuando la familia Calvillo ya se había levantado. Era una casa de adobe con dos cuartos zaguán, una pequeña cocina, corral amplio y árboles frutales. El predio formaba parte del centenar de casas en el ejido La Ventura, en los límites de Coahuila, Zacatecas y San Luis Potosí, cuyo mérito es que Miguel Hidalgo entró por ahí a territorio coahuilense allá por 1811.

Hasta uno de esos cuartos donde dormían los nueve hermanos llegaron don Tomás Calvillo Esquivel y doña Guadalupe Monsiváis. Le entregaron una maleta de cartón a Tomasito, el quinto de sus hijos, y le dijeron que empacara la poca ropa que tenía. Que era hora de irse a la escuela.

Tenía Tomasito 6 años y muchas ganas de estudiar, pero sus padres habían elegido para él una institución en Saltillo donde pudiera aspirar a algo más que terminar la primaria y ponerse a trabajar en el campo. Decidieron ingresarlo al Internado Vicente Suárez.

Pasado el mediodía, el pequeño Tomás recibió un beso y la bendición de su madre. Después él y su padre subieron al tren que pasaba por el ejido, que en dos horas llegó a Saltillo. Bajaron en la estación que antes estaba en la calle Francisco Coss y comenzaron a caminar rumbo al predio que ya para entonces era conocido como Campo Redondo.

El camino los llevó hasta el edificio alto de ladrillo al que su papá lo inscribió. Vio el montonal de pequeños formarse en la explanada, algunos de ellos llorando porque no querían separarse de sus padres. Él estaba maravillado en su nueva casa.

Tomasito dijo adiós a su papá con un abrazo y fue conducido al salón de primer año, en la planta baja del edificio poniente. Era 1959 y él era parte de la tercera generación del Instituto Internado Vicente Suárez, cuyo edificio estaba en lo que fue la propiedad de un hacendado, que la vendió para albergar varias instituciones educativas antes de convertirse en institución federal.

EL CAMPO NO ES REDONDO

Los ojos de todos los que llegaban al internado se perdían en la inmensidad del terreno de su nueva escuela, sin poder descifrar por qué le llamaban Campo Redondo. Por ninguna parte le encontraban lo redondo a aquel campo de 77 hectáreas coronadas por el edificio principal.

Pronto sabrían que le debe ese nombre a don Francisco de Camporredondo, un agricultor y ganadero que llegó a Saltillo entre 1884 y 1889 buscando fortuna y compró aquel solar al oriente de la ciudad para hacerlo producir maíz, trigo y frijol.

Platica el profesor Jesús Varela Almanza que el terreno abarcaba lo que hoy es parte del bulevar Francisco Coss, Paseo de la Reforma, la Unidad de la UAdeC, la Ciudad Deportiva y el estadio de los Saraperos, teniendo como límite al norte el bulevar Jesús Valdés Sánchez.

Ahí junto al actual estadio, lo que hoy es el bulevar Nazario Ortiz Garza, tenía su entrada el rancho de don Francisco, que hacia el poniente abarcaba parte de la colonia Topochico, las instalaciones de la tienda del ISSSTE, la primaria, secundaria y kínder junto al Nazario, todo el terreno de la Normal y la UPN, hasta las instalaciones del Conafe.

A finales de 1900, el campo ya no producía mucho, a pesar de que contaba con un pozo de agua y una acequia. Así que don Francisco de Camporredondo lo fraccionó y vendió una primera parte a un grupo de bautistas, que construyeron los primeros edificios con la intención de abrir un seminario.

Debido a la Revolución, el seminario y la escuela de Teología funcionaron intermitentemente hasta que don Francisco les vendió el resto del predio a los bautistas, quienes a principios de 1920 comenzaron a planear otro tipo de institución de enseñanza.

Para 1925 ya tenían la preparatoria para varones que comenzó a funcionar un año después y en 1930 cambió de nombre a Instituto Madero, siendo de los primeros bachilleratos en Saltillo, aunque sólo duró cinco años trabajando, cuando fue clausurada.

En su lugar abrió la Preparatoria Técnica Agrícola, que fue predecesora de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro, y que duró hasta cerca de los años 40, cuando el Gobierno federal adquirió todo el predio al que seguían llamando rancho Camporredondo.

Cuenta el profesor Varela que se tiene registro de que para 1942 se construyó la mayor parte de los edificios como están ahora, para que fueran usados como escuela-internado de hijos de soldados.

Por algún motivo que se desconoce, la parte oriente de ese edificio se incendió a principios de los años 50, por lo que se cerró la escuela para hijos de soldados del Ejército y el lugar estuvo abandonado y sumamente deteriorado por cinco años.

Para ese entonces, el Gobierno federal abrió un internado para dar instrucción primaria a niños pobres del área rural, allá en el municipio de Torreón, a cargo del profesor Víctor Arámbula González. Hasta que decidieron trasladarlo a Saltillo.

VICENTE SUÁREZ

Para el nuevo internado remodelaron y habilitaron el edificio del rancho Camporredondo, agregándole otras construcciones alternas que funcionarían como comedor, talleres, lavandería y casa del director o maestros.

Así nació en 1956 el Centro de Educación Fundamental Número 6 Vicente Suárez, en honor a uno de los Niños Héroes que defendieron el Castillo de Chapultepec, pero el resto de las generaciones le apodaron el “internado Camporredondo”. Fue el primer director el profesor Víctor Arámbula, quien lo dirigió hasta su muerte en los 60.

“Antes las escuelas del área rural eran tipo concentración. De un ejido a otro se iban a estudiar los niños para la primaria, pero los más pobres y alejados tenían sólo algunos grupos, entonces los padres de familia buscaban que sus hijos concluyeran la primaria, pero no tenían dinero para mandarlos a vivir a las ciudades. Para ellos nació el Internado”, dijo el profesor Jesús Varela.

El internado tuvo gran éxito y auge. Llegó a tener hasta 300 alumnos de primero a sexto año, la mayoría varones, porque los padres de familia casi no dejaban a sus hijas acudir, aunque sí existieron grupos de niñas que estudiaron en ese internado.

El dormitorio de las niñas estaba en la planta alta del edificio principal, junto a un área de casilleros para guardar sus ropas. Abajo se encontraba la dirección con áreas administrativas y detrás el auditorio que luego fue bautizado con el nombre del primer director, el profesor Víctor Arámbula.

De don Víctor se sabe que además de ser un gran pedagogo, estudió música, arte y psicología educativa en la Ciudad de México, por lo que abrió todo tipo de talleres manuales y artísticos en el internado, creando un grupo coral que fue famoso en su época y ganó reconocimientos a nivel nacional e internacional al presentarse también en los Estados Unidos.

A los lados del edificio principal, que hoy es la Subsecretaría de Educación Básica, estaban dos construcciones. La del lado oriente albergaba en su segunda planta a los niños de primero a tercer año. Abajo estaban algunos talleres y el almacén.

En el edificio poniente estaban en la planta alta los dormitorios de los niños de cuarto a sexto año y abajo los salones de clase, que tenían hasta 50 alumnos por grupo. En medio del complejo había una gran explanada con truenos y algunos pinos, pero también una gran hilera de palmas samandoca que formaban un caminito desde el internado hasta la entrada al terreno, que estaba en la esquina de la hoy bulevar Jesús Valdés Sánchez y el bulevar Nazario Ortiz Garza.

Donde hoy está la cafetería –del lado oriente del edificio principal– estuvo primero el comedor, que luego fue habilitado como lavandería y otra parte como panadería. Para finales de los 50 se construyó otro edificio en el lado poniente, que fue el comedor, y enfrente la enfermería. En medio de ambos estaba la casa del director y detrás los talleres.

Los niños además de tener clases por la mañana, por la tarde llevaban deportes, clases de canto, baile, declamación y música. También había talleres de zapatería, panadería, herrería, carpintería, peluquería, cerámica y elaboración de escobas, cuyas espigas ellos mismos sembraban, cosechaban y cortaban. Para las niñas había corte y confección, tejido o cocina.

También sembraban hortalizas y cuidaban animales de granja, como vacas, cerdos, chivos y gallinas, lo que servía de aprendizaje, pero también para obtener productos para consumo del mismo internado.

UN VERDADERO HOGAR

A ese edificio llegó Tomás Carlos Calvillo a sus 6 años en 1958. La semana pasada el hombre, ahora ya de 70 años, volvió a pisar esos pasillos y asegura que el mosaico del piso es el mismo. Desde donde está sentado todavía puede recordarse haciendo fila mientras su papá le decía al director “Aquí está. Aquí se lo dejo”.

El niño no la sufrió mucho, porque su hermano mayor estaba ya internado, y años después lo acompañaron otro hermano menor y una hermana. Ahora sí ya era un hogar casi completo. Tenía a tres hermanos de sangre y un montón de hermanos más de todas edades. Ahí les proporcionaron zapatos, ropa interior y uniforme color caqui.

Desde el siguiente día que despertó, ya en la cama de latón junto a un buró de madera, comenzó una disciplina parecida a la del rancho: levantarse a las 5 de la mañana, tender camas y bañarse.

Seguían luego algunas tarea manuales, como barrer y trapear o limpiar baños, aulas o pasillos, después practicaban educación física y posteriormente el desayunaban, que era común el huevo con frijoles, pan o leche. A las 9:00 horas comenzaban las clases, con maestros muy preparados, de los mejores de Coahuila.

Comían a las 13:00 horas, donde a veces, como broma, practicaban “el descuidadito”, que era cuando por alguna razón alguien se volteaba, otro compañero le desaparecía el pan, la tortilla o la fruta que le tocaba.

En otras ocasiones se usaba el llamado “prestado”, que era cuando alguien no tenía apetito para comerse un pan o el agua, y se la pasaba a otro con la consigna de que en la cena se la devolviera. Después de comer descansaban un poco y continuaban otro tiempo de educación física o banda de guerra, y pasadas las 14:00 horas comenzaban los talleres.

Por la tarde había algunos tiempos libres cuando jugaban a lo largo y ancho de la explanada o por el amplio terreno del internado, para luego acudir a cenar, y posteriormente subir a los dormitorios, apagar las luces y hacer silencio total.

Otros méritos que había era tener ciertos cargos, como encargados de grupo o encargados generales, que les tocaba a los alumnos de mayor grado. En una de esas ocasiones le tocó a él ser quien daba las órdenes, lo que significó un gran honor y mucha responsabilidad.

Cuenta don Tomás que de vez en cuando había las típicas travesuras del compañero que lanzaba algún zapato por los aires, o papeles y otros objetos, lo cual provocaba algún desorden, que era severamente castigado por personal del internado, llamados cuidadores.

‘A LAS PISTOLITAS’

Platica Tomás que sí había mucha disciplina, pero sólo la suficiente para formar carácter. Que los castigos iban desde dejarlos parados en los pasillos con las manos a los lados, y en ocasiones algunos varazos en las sentaderas, pero no llegaba a régimen militar como todos piensan.

También había mucha diversión y muchas aventuras, asegura. Incluso inocentes amores que nacían entre algunos niños y niñas que se enviaban cartas con incipientes poemas. Porque la convivencia era sana y los juegos inocentes, incluso en las travesuras, no llegaban a mucho más que irse a ciertos parajes alejados del edificio.

“Me acuerdo que todo esto eran truenos en la orilla, y nos poníamos a jugar en la noche a los vaqueros, veíamos películas del Llanero Solitario echando balazos con la mano”, platica el hombre, quien gustaba también de deportes como el voleibol, basquetbol, atletismo, lanzamiento de bala o disco, a cargo del ilustre profesor de Educación Física Conrado Ramírez.

También gustaba de irse a jugar a un paredón que había desde épocas en que era escuela para hijos de soldados. O se iban a una especie de lomita que estaba donde hoy está la escuela Eulalio Gutiérrez, y donde había una especie de cuevas junto a la acequia, donde se metían en juegos de persecución o escondidas, con todo y el peligro de agua y animales, aunque nunca les pasó nada.

“También estaba lo que era el arroyo El Martillo, el que desemboca en Valle de las Flores, en ese tiempo sí llevaba agua. Allí nos metíamos a nadar en aguas cristalinas; era pura almendrilla azul, había el peligro de que tuviéramos un percance, pero nunca pasó”, declara.

De vez en cuando se brincaban la barda del lado suroriente y se iban de pinta a comprar golosinas a una tiendita que estaba en la colonia Topochico, donde está la calle Lafragua. Cuando los cachaban había castigos que iban desde lavar trastes, ropa o hacer trabajo físico.

Así como había castigos y disciplina, también había premios. De vez en cuando, a los 10 o 20 que tenían mejor comportamiento les permitían salir el fin de semana a ver alguna matiné. Aún recuerda haber ido al cine Florida, al Royal, Saltillo, Palacio o al Cinelena.

Tomás también perteneció a la coral que dirigía el director Víctor Arámbula. Llegó a ser segunda voz y su hermano fue hasta solista. Con ese coro hicieron muchas giras por diversos estados, y fueron reconocidos por sus ejecuciones, al grado de que acudían al auditorio a escucharlos diversas personalidades.

Una de esas personas especiales fue el cantante y actor Miguel Aceves Mejía, quien era amigo personal del director del internado y que de vez en cuando acudía de visita para convivir con los niños.

“Yo lo recuerdo con su mechón blanco en el pelo. Era un hombre muy sencillo que se paseaba por los salones. Nosotros le hablábamos con mucho respeto. Venía dos o tres veces al año y convivía con nosotros”, comenta el entrevistado.

Había una parte de la acequia, cerca de donde estaba un papalote, el lugar favorito de Tomás, donde se la pasaba platicando historias con su mejor amigo, y desde donde vislumbraba lo que quería ser de grande. Fue ahí en el Internado Camporredondo donde pensó en ser profesor.

MANO DERECHA DEL DIRECTOR

Cuando terminó la primaria en 1964, Tomás siguió estudiando la secundaria en el Instituto Mass, que era particular, pero auspiciado por un patronato, hasta que llegó el día en que había que decidir qué carrera seguir. Él quería ser maestro, por eso un amigo lo invitó a presentar el examen de admisión a la Normal.

“Yo le dije a mi amigo que sí quería, pero que no tenía dinero. En ese entones el examen costaba 5 pesos, pero ni eso tenía yo. Él me dijo ‘pues yo te presto dinero’. Me lo prestó, los dos presentamos, y sólo yo pasé”, platica quien recibió en el Internado Camporredondo las bases para convertirse en un excelente maestro.

Al terminar en la Normal fue y se presentó ante su antiguo director, el profesor Víctor Arámbula, quien le dio su primera oportunidad de trabajo con una plaza para dar clases a los niños de tercer año de primaria en 1970.

Era ya la década de los 70 cuando el profesor Tomás se ganó el aprecio del director, quien ya era mayor de edad, y por ello le delegó acudir a la Ciudad de México a realizar trámites de documentación para calificaciones y certificados, ya que era una institución federal. En otras ocasiones acudía en representación del director a reuniones o eventos.

“Por eso cuando él fallece, yo estuve de interino durante seis meses como director del Internado”, refiere el profesor Tomás. Para ese entonces ya la gente de Saltillo había propagado la leyenda urbana de que el Internado era un tipo de correccional de menores, donde se practicaba la disciplina militar y ahí enviaban a los niños problema para que se corrigieran.

Al profe Tomás le tocó desmentir muchas veces esa información. Recuerda que en una ocasión llegó hasta la dirección el jefe de la Policía, llevando consigo a su hijo, a quien pretendía inscribir para que se le aplicara mano dura y se corrigiera su mala disciplina.

“Le pedí que el niño saliera de la dirección, y le dije: ‘mire, aquí no es correccional, aquí es una escuela primaria normal. Es un internado, es cierto, hay disciplina, pero no es una correccional’”, comparte el profesor, quien dejó ese puesto en 1974 para irse a laborar a Arteaga.

EL ÚLTIMO DÍA

Aquella idea que tenía la gente de que Camporredondo era un internado tipo correccional, a donde se llevaba a niños indisciplinados, se propagó hasta la época de los 90, cuando ya el Gobierno federal había creado el programa Escuela para Todos, y se abrieron primarias en la mayor parte de los ejidos.

Poco a poco el Internado Vicente Suárez se fue quedando sin niños, pues los papás ya no los enviaban hasta Saltillo, ya que en sus propios ejidos tenían la primaria completa. Por un tiempo, a falta de niños del medio rural, se admitió a aquellos que vivían en áreas de la periferia que vivían en situación de pobreza.

Para ese entonces, el Gobierno había cedido gran parte de los terrenos de Camporredondo para construir el estadio de beisbol, la Ciudad Deportiva, la unidad de la UAdeC, la Normal, y vendido otros terrenos para crear bulevares o fraccionado otras partes para colonias.

En la década de los 90 se decidió trasladar las oficinas de Educación Pública a unos edificios contiguos al Internado, donde los pocos niños que todavía quedaban, convivían con los funcionarios. Y otra vez al profesor Tomás Calvillo le tocó estar cerca de su alma mater, pues estuvo a cargo del área de personal de la Secretaría.

Otro que vivió aquello fue el profesor Jesús Varela, quien recuerda haber recibido a alguno de aquellos niños que se colaban hasta el edificio donde él trabajaba para preguntarles qué hacían. Le tocó ver todavía funcionando el comedor, los talleres, entre ellos uno de cerámica que estaba donde hoy están las oficinas de Conafe, y también el de herrería.

Vio el humo salir con exquisito olor del horno de pan y acudió a las audiciones que presentaban en el auditorio. Todavía contempló niños ir a cortar espiguilla para hacer escobas y ver cómo se lavaba la ropa de todos en una gran lavadora, que era una especie de barril de 2 metros, que se giraba mecánicamente, hecho de madera por fuera y metal por dentro.

De todo ello todavía queda en el edificio que fue lavandería una pequeña loza que usaron aquellos niños para planchar la ropa, y que ahora se usa como barandilla para poner cosas de oficina.

Hasta que sólo hubo 45 alumnos para la enorme casa, el Gobierno decidió cancelarlo porque era mucho gasto para tan pocos alumnos. Eso fue en julio de 1998. El internado fue clausurado y la primaria se trasladó a unas instalaciones junto al gimnasio “La Maquinita”, en la Unidad Deportiva Óscar Flores Tapia, donde aún hoy se llama primaria Vicente Suárez.

El edificio fue acondicionado y convertido en oficinas de la Subsecretaría de Educación Básica, que hoy forma parte de la Secretaría de Educación del Estado. Todavía la gente le sigue diciendo Campo Redondo. Aún hay quien recuerda que sus padres los amenazaron con llevarlos ahí si se portaban mal, pero también hay muchos que todavía son vivo testimonio de que el Centro de Educación Fundamental Número 6 Vicente Suárez, mejor conocido como Internado Camporredondo, fue una de las mejores, si no es que la mejor primaria de Coahuila, formadora de profesionistas y coahuilenses de bien.

Aún hay quienes vuelven con los ojos llorosos a recordar viejos tiempos de aventuras, disciplina, clases, juegos y añoranzas, como el profesor Tomás Calvillo, para quien ese lugar fue su verdadera casa, su entrañable hogar.

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