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Agencia Reforma
Publicado el jueves, 3 de julio del 2025 a las 03:57
Ciudad de México.- Al llegar al final del aria Vissi d’arte, en una función de Tosca de 1971 en la New York City Opera, sus ojos se llenaron de lágrimas. Un sollozo final, directo al corazón, que culminó en una ovación apabullante. Aquella noche, Gilda Cruz-Romo sellaba su lugar como una de las grandes voces del siglo 20.
Su debut en 1969 como Margherita en Mefistofele fue el inicio de una carrera meteórica. The New York Times elogió su “pianísimo de delicada belleza susurrante” y su voz que “florece en el registro alto; el efecto es emocionante”. Ese mismo año ganó las audiciones del Consejo Nacional de la Metropolitan Opera, que no tardó en contratarla.
Desde su aclamada interpretación de Cio-Cio San en Madama Butterfly (1970), Cruz-Romo se volvió figura constante de la Met durante más de una década, compartiendo escenario con leyendas como Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y Sherrill Milnes. También cantó en escenarios como el Covent Garden de Londres (1972) y La Scala de Milán (1973), donde brilló especialmente en Luisa Miller en una célebre transmisión para la RAI.
A lo largo de su carrera, abordó más de 40 roles, con especial afinidad por Verdi: encarnó a once de sus heroínas, desde Aida y Leonora hasta Desdémona y Amelia. El contratenor y productor Héctor Sosa recopiló sus interpretaciones verdianas en grabaciones en vivo: “Una joya espectacular que muestra a la diva en plenitud de voz y estilo”.
Aunque forjó su carrera fuera del país, Cruz-Romo nunca se desligó de México. Debutó como solista con la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la batuta de Carlos Chávez y protagonizó títulos emblemáticos en el Palacio de Bellas Artes como Un baile de máscaras y el estreno nacional moderno de Ernani. En 1984 regresó para la gala del 50 aniversario del recinto. “Fue un concierto maravilloso”, recordó el director Enrique Patrón de Rueda, quien la convenció para volver. Su presencia imponente y su voz cálida la convirtieron en una figura adorada por el público.
“Era una diva auténtica”, resume Patrón de Rueda. “Detrás de esa personalidad espectacular, había una mujer sencilla y simpática”. Durante años, Cruz-Romo fue invitada frecuente del Festival Cultural de Sinaloa, donde se presentaba con entusiasmo incluso en municipios pequeños, dejando huella por su cercanía con la gente.
Su última Tosca en Bellas Artes, en 1987, no fue su despedida definitiva. En los 90 ofreció recitales y dio clases privadas. Confesó a Héctor Sosa su frustración por no haber hecho grabaciones comerciales: “Su voz daba para eso y más”, sostiene él. Sin embargo, quedan registros en vivo de Suor Angelica, La vida breve y conciertos que aún esperan ser publicados como homenaje póstumo.
En los últimos años se alejó de la vida pública. Amaba profundamente a los perros, a quienes llevaba a hospitales para acompañar a enfermos mientras les cantaba. En palabras del New York Times, ella misma decía: “Empecé a cantar, cantar y cantar, y no he parado. Tienes que trabajar duro, olvidarte de tu bella cara”.
Gilda Cruz-Romo fue una diva de altos vuelos, con alma generosa, talento inigualable y una voz que sigue resonando en la memoria de quienes la escucharon.
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