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Dejarnos guiar con los ojos cerrados

Por Gaby Vargas

Hace 2 años

¿Nuestra vida está trazada de antemano? Lo ignoro, pero sé que en nuestro tránsito por ella hay una fuerza fundamental, un imán que nos atrae, nos jala y nos llama; aunque no sabemos a dónde nos lleva ni cómo será el viaje. El llamado a veces se presenta como un deseo claro y fuerte y, otras tantas, es sutil y huidizo. Se trata de un saber que solo el alma entiende. El cerebro lo puede ignorar y hacer a un lado, más el cuerpo lo siente y al sentirlo se vuelve irresistible y misteriosamente inexplicable.

El riesgo de ignorar esa fuerza es sentir tristeza, incomodidad o caer en una depresión. Cuando esto ocurre podemos confundir nuestro estado con una crisis sicológica; sin embargo, se trata de una crisis espiritual. Nadie llega a la vida sin una misión, para descubrirla el mundo interior es tan importante como el exterior, si no es que más. “Uno puede retroce-der hacia la seguridad o avanzar hacia el crecimiento. Para evolucionar se debe elegir crecer una y otra vez y sobreponerse al temor una y otra vez”, escribió el sicólogo Abraham Maslow. Se necesita tener el valor para dejarnos guiar con los ojos cerrados.

La primera vez que sentí esa fuerza magnética fue cuando decidí casarme con mi ahora esposo, pronto cumpliremos 50 años de felicidad compartida. Lo conocí cuando tenía 15 años y me casé con él a los 19. En ese entonces no era mi tipo, no era el popular ni el simpático del grupo; pero la atracción magnética de nuestras almas la reconocí con certeza, como si nuestro destino hubiera sido planeado de antemano.

La segunda vez que escuché ese llamado fue cuando, con tres hijos y la casa en orden, apareció una interrogante: ¿qué voy a hacer sin una carrera profesional? En esa ocasión la exigencia se manifestó como un fuego interno que me quemaba e impedía dormir, tuve insomnio durante cuatro meses, hasta que llegó “por casualidad” una invitación que me inició en el camino que hoy transito. Aunque digamos que empecé en el Este y hoy me encuentro por completo en el Oeste, en ese momento todo comenzó a fluir y el insomnio desapareció.

La tercera ocasión en que sentí esa fuerza irresistible fue cuando Adrián, mi hermano, murió a los 41 años. Un día mientras estaba en fami-lia, subí a mi cuarto a vivir mi duelo y en esa oscuridad inte-

rior, en que me sumergí de pronto vi “literal” una puerta cerrada muy grande a la que se le filtraba por el marco una gran luz. Me acerqué, me invitó a entrar y ahí descubrí un lugar lleno de serenidad que nunca había visitado. ¡Cuánta paz! Mi tristeza se convirtió en una dulce tristeza que me arropaba. ¡Estaba en mi interior! ¿Era el alma, mi ser, Dios? Rumi diría que fue “regresar a la raíz de la raíz” de mi ser.

Son curiosas las maneras que la conciencia elige para marcar nuestro camino. ¿Por qué suceden, de dónde surgen esos momentos y vías? Todo empieza con un deseo. No un deseo mundano de obte-

ner tal o cual objeto, sino un deseo profundo de crecer, el cual no tiene forma ni explicación, pero sí un atractivo magnético e ineludible. Es la energía de la vida misma que se expresa como ese anhelo que impregna cada célula de nuestro cuerpo, al corazón para latir, a los pulmones para respirar y a las piernas para caminar.

Esa energía es el hambre de la conciencia por autoco-nocerse, por autocompletarse y autoexpresarse por medio de ti y de mí, de la música, la poesía, el arte, los sabores y la naturaleza misma. Ese deseo es impersonal, el mismo que hace que la semilla se convierta en árbol o que la Tierra gire. Cuando te conectas con dicha energía todo fluye, solo hay que confiar y dejarse llevar con los ojos cerrados.

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