Por: Jorge Volpi
¿Se puede pedir la ayuda de un tirano para derrocar a otro tirano? ¿Es legítimo recurrir a un antidemócrata para restablecer la democracia? ¿Conviene recurrir a un déspota populista para hacerle pagar a otro? De un lado tenemos a un sujeto torvo, pedestre, que se ha perpetuado en el poder sólo porque de él depende un sistema criminal que lo tiene como muñeco de paja; un hombre sin el menor carisma, sostenido apenas en el del fallecido líder que lo colocó allí a causa de su lealtad a toda prueba, agarrándose con los dientes a un poder que se le escapa, en un país ahogado del que ha huido casi un tercio de su población. Del otro, aparece el bravucón dispuesto a cualquier cosa, un showman sin principios que ha abrazado el credo de la ultraderecha sólo para salirse con la suya y enriquecer aún más a su familia; un racista que ha criminalizado a los migrantes y los persigue con inquina.
En el fondo, Maduro y Trump son dos caras de la misma moneda, más allá de sus innegables diferencias –para empezar, la estúpida obcecación del primero frente a la astucia sibilina del segundo–: síntomas de un mismo malestar. Uno y otro son fachadas para intereses más oscuros: uno, de ese estamento militar que del chavismo militante pasó a la corrupción y los vínculos con el narcotráfico; el otro, de esa derecha alternativa que, embrutecida con la eficacia, se mantiene empeñada en minar los cimientos no sólo de la democracia estadunidense, sino de cualquier democracia en el planeta. Uno y otro llegaron al poder por la vía electoral, exacerbando el odio partidista y profundizando las heridas de los descontentos, y desde entonces se han dedicado a destruirla.
No deja de resultar paradójico que, en alguna medida, el venezolano del que Trump busca deshacerse sea uno de sus modelos: si pudiera, él también permanecería en el poder sine die; también desmantelaría la división de poderes, también encarcelaría a sus detractores y también expulsaría del país a millones, aunque en este caso fueran, sobre todo, latinos, africanos o asiáticos con o sin papeles. La caída de Maduro no se producirá, pues, porque le repugne su figura o su régimen, sino porque, como ha quedado claro en su nueva estrategia de política exterior, se trata de alguien que, en vez de servir a sus intereses, flirtea con China, Rusia o Irán.
El Gobierno trumpista ya lo ha dejado claro: no permitirá que nadie, en el continente americano, escape ni una pizca a su área de influencia. Lo que hace ahora con Venezuela es, sobre todo, una advertencia para todos los líderes de la zona, Sheinbaum incluida. Si bien el magnate llegó otra vez a la Casa Blanca prometiendo el relativo aislacionismo de su primer mandato –la idea de no intervenir en guerras ajenas–, para el segundo ha girado hacia esta nueva versión de la Doctrina Monroe en tiempos del capitalismo de vigilancia: América como una extensión del poder estadunidense cuando Europa ha dejado de resultarle relevante y cuando China se erige en su única competencia global, no sólo en términos geopolíticos, sino tecnológicos.
La historia está llena de casos en los que, para derrocar a un tirano, algún pueblo ha invocado la ayuda de otro: en todos ellos, el resultado ha sido que el segundo simplemente ocupa el lugar del primero. Así que no nos llevemos a engaño: la eventual deposición, captura o exilio de Maduro nada tiene que ver con un ejercicio democrático. Trump lo hará, como siempre, para sacar provecho económico, asegurarse los recursos energéticos de Venezuela y sentar ejemplo en la región. Tras Gaza, un caso más de la Pax Trumpeana, que no tiene otro objetivo que asegurar sus intereses ya sin tener que lavarse la cara con la defensa de los derechos humanos –mientras bombardea navíos y remata a sus tripulantes– o la instauración de la democracia.
Los venezolanos han padecido demasiado la corrupción y el autoritarismo de Maduro y sus acólitos criminales. Durante mucho tiempo, su tradición democrática fue única en el continente: hagamos votos para que, desoyendo el canto de las sirenas de Trump, sus auténticos defensores logren hacerse cargo de la reconstrucción del país.
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