Querida persona lectora, ¿alguna vez has intentado ayudar, con mucha dedicación y compromiso, a alguien que en realidad no quería –por diversas razones– recibir tu apoyo?

A mí sí, y en múltiples ocasiones. Al principio, percibía ese rechazo con frustración, pues creía que, tal vez con un toque de soberbia, esa persona estaba equivocada y que ello podría afectarle negativamente.

Con el tiempo, la vida, a través de muchas lecciones y señales (algunas nada agradables), me ha enseñado que, así como no debemos entrar a una casa sin haber sido invitados, tampoco debemos ofrecer ayuda a quien no la desea.

Aceptar esto no es sencillo, especialmente si actuamos con la convicción de que hacemos lo correcto y cómo nos gustaría que los demás actuaran con nosotros.

Algunas personas tienen una vocación innata para ayudar. A veces, esta vocación se convierte en profesión: pensemos en quienes trabajan en salud física o mental, en el rescate, o en instituciones religiosas, culturales o de voluntariado, que intervienen para apoyar a personas, grupos vulnerables e incluso a animales.

Ayudar a otros seres sintientes (término que ya se emplea en el ámbito jurídico para incluir la protección de los derechos animales) es una de las acciones más nobles que podemos realizar.

Podemos ayudar de muchas formas: brindando apoyo económico si es necesario y posible, acompañando con tiempo y presencia, escuchando con empatía o, eventualmente, ofreciendo consejos.

Sin embargo, hay una regla general que solemos olvidar: no podemos ayudar a quien no quiere ser ayudado. Entender y aceptar esto puede ser difícil, sobre todo cuando quien sufre es alguien cercano y duele verlo pasar por un mal momento, deseando apoyarlo.

No poder ayudar cuando tenemos disposición y voluntad genera impotencia y frustración, especialmente al pensar que esa persona podría mejorar o salir de su dificultad si aceptara nuestra ayuda o siguiera nuestros consejos. Puede sonar fuerte, pero dar un consejo no solicitado, aunque nazca de la mejor intención, puede ser contraproducente. Muchas personas no acostumbran a pedir ayuda porque en el pasado, al hacerlo, no recibieron lo esperado, o recibieron sugerencias que les perjudicaron.

Este principio no aplica, sin embargo, a situaciones profesionales donde nuestras recomendaciones buscan mejorar el rendimiento de otras personas, especialmente cuando ocupamos un rol de responsabilidad.

Asimismo, cuando trabajamos en instituciones educativas, tenemos la responsabilidad de aconsejar a nuestras personas estudiantes, no sólo para brindarles una formación de calidad, sino también para apoyar su desarrollo personal.

Aun en estos contextos, debemos aceptar que es probable que nuestras sugerencias no sean seguidas. Fuera de estas circunstancias, en la amistad, la familia o la pareja, cada persona debería tener la libertad de cometer errores, ya que estos son parte de su propio camino y aprendizaje. Nuestros consejos y apoyos pueden ser percibidos, en algunos casos, como una intrusión, como si consideráramos que esa persona no es capaz de resolver sus problemas.

Sin embargo, existen apoyos que nadie nos ha pedido y que deberíamos continuar ofreciendo. Es valioso tener “ángeles silenciosos” que nos sostienen, pero es aún más valioso ser un ángel silencioso en la vida de los demás.