Coahuila

Publicado el domingo, 20 de julio del 2025 a las 03:58
Recuerdo cuando estaba estudiando en el seminario menor, que uno de mis formadores, el padre Enrique Flores, de poco más de 60 años, le gustaba salir a las canchas a vernos jugar fútbol o basquetbol, y en ese entonces yo me preguntaba: ¿No se aburrirá? ¿Por qué no juega con nosotros? ¿Por qué nos verá con tanta atención y detenimiento? ¿Por qué no se perderá ninguno de nuestros torneos?
Ésas eran las preguntas que yo me hacía, con mis escasos 23 años, allá por el año de 1989. Hoy 36 años después, muy cercano a su edad, tengo todas las respuestas. Yo ya no juego, para cuidarme de fracturas y largas rehabilitaciones, que me impidan realizar mi diario servicio que tanto me gusta; camino solamente.
Abierto ya el portón del rancho, los dos seminaristas me acompañaron a un claro en medio de los frondosos nogales, donde ya nos esperaban el resto de sus compañeros, el diácono y los padres formadores. Corría un viento suave, y los rayos del sol eran contenidos por las espesas hojas de los árboles. Ahí celebramos la Eucaristía, sentados sobre la hierba, escuchando melodiosamente tanto las lecturas del Evangelio como los cantos espirituales.
Después de este momento sacro, nos pasamos a un espacioso y bello jardín con césped y pequeños arbolitos que apenas estaban saliendo, donde improvisadamente se armó una canchita de futbol rápido (qué bueno que no estaban las señoras de la casa), donde los seminaristas y los padres, se desquitaban mutuamente a patadas, y desahogaban con goles el asfixiante estrés al que se sometieron todo el año. No les digo cómo quedó el marcador para no herir susceptibilidades. Sólo unos cuantos lloraron debido al alto grado de madurez con el que se les forma (jeje). Un servidor, como antiguamente el padre Enrique, tan sólo contemplaba el juego, parado sobre una jardinera de cemento que rodeaba un gigantesco nogal, con mi termo con café de olla en la mano, por el que se la había rifado el seminarista Checo para conseguirlo. Desde ahí contemplaba el carácter de cada uno de los muchachos y también de los padres, su temple, su energía, su decisión, su dominio, su liderazgo, su actitud en el triunfo y en la derrota, su humildad y su espíritu de servicio, todo eso a través de sus acciones en el juego.
Ya para terminar, muchos se echaron un chapuzón en el acaudalado arroyo, que pasaba por en medio del rancho, justo alrededor de la palapa central, y que con el murmullo de su cauce nos deleitaba todo el tiempo, dándole un toque paradisíaco al lugar, todo él lleno de árboles, plantas y flores, haciéndonos sentir bendecidos y contentos.
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